Markus Lüpertz. 1963-2013
Museo de Bellas Artes de Bilbao
Plaza del Museo, 2. Bilbao
Hasta el 19 de mayo
Una obra de arte es como un iceberg, esconde mucho más que lo que muestra. Tan importantes son los temas que el artista escoge, como los que deshecha, tan elocuentes son los últimos como los primeros. El acto creativo desencadena sucesos, objetivos y subjetivos, que se escapan a la propia voluntad del artista, y llegan al espectador provocando sus propios interrogantes.
Uno de estos interrogantes para el espectador, quizá el que más suele quemar, es el hecho de encontrarse con una obra que se resiste a ser vista desde la perspectiva habitual, que no le da referencias conocidas que le permitan identificarse con ella, reconocerse en ella. O lo que es igual, que no puede entender. Una obra en la que todos los puentes para abordarla desde lo conocido han sido quemados y destruidos. Esto es lo que ocurre con Markus Lüpertz (Liberec, Bohemia, República Checa, 1941). Una antológica de 91 obras se expone hasta el 19 de mayo en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, comprendiendo el vasto período que va desde 1963 hasta 2013.
Lo que generalmente se busca en una obra de arte, lo que se le suele pedir, es que nos facilite aquella porción de realidad con la que nos podamos identificar, o sea, que podamos reconocer y entender. Que nos permita quedarnos con la sensación narcisista, al final del encuentro con la obra, de estar por encima de ella. Lüpertz, sin embargo, no está interesado para nada en la realidad, sino en lo artístico en tanto artístico. No le interesa que haya que entender nada, ni que haya nada que reconocer, es decir, no busca presentarnos nada que ya sepamos, como él mismo reclama para sí: “yo no quiero pintar algo que ya me sé”. Y por esta razón, lo que nos muestra son precisamente objetos que apenas sabemos de ellos, o no sabemos en absoluto, objetos que gozan de autonomía propia.
Además, Lüpertz siente que el objeto solo es artístico, no sólo en la medida en que no es real, sino sobre todo mientras se cumpla un presente continuo de improvisación, el acto mismo de pintar. Cuando retrata a Circe o a Diana, no está interesado en su imagen de diosas, ni como representación, ni siquiera como alusión, sino en el puro acto de retratarlas, improvisadamente, o sea, sin premeditación, como él dice de nuevo: “El proceso creador no está planificado, es el acto”.
Para el artista alemán el objeto no es distinto de lo que representa, sencillamente porque no representa nada. Lo que hace es presentarlo como pura forma, con dibujo tosco, primitivo, con pinceladas gruesas y rápidas, improvisadas e inacabadas. Es evidente que el artista goza con el puro acto de pintar. Por eso no nos extraña cuando al hablar de lo que hace el artista, se limita a decir: “El pintor pinta”.
Y este acto es, digámoslo ya, destructivo. Lüpertz no va hacia la realidad, sino contra ella. No se acerca a lo humano (lo real, lo natural, la referencia conocida) si no es para despojarlo de todo lo que le hace humano (demasiado humano), agrediéndolo hasta deshacerlo. De esta forma cumple la exigencia del mito tal como él lo siente, ser otra cosa que individuo: “La antigüedad es un mundo que trasciende el individuo”.
Para él toda realidad que apunte a lo humano (y que por tanto le aleje del mito), tiene que ser por fuerza tabú. Y es por ello que lo suplanta en sus creaciones con la forma pura como elemento expresivo destacado, como antes que él hizo Picasso en muchas de sus producciones. La forma pura se convierte entonces, por influencia del tabú, en metáfora. Pero una metáfora que denigra y asesina la realidad que sustituye. Cuando modela, retuerce la materia y la amontona a golpes para luego despedazarla y mutilarla, hincharla y cortarla, es decir quitar rabiosamente de ella todo lo que de ella misma pueda quedar. Por eso el cuerpo que se presenta delante de nosotros parece el superviviente horriblemente deformado de un bombardeo.
Y es que salta a la vista la preferencia de este artista por el cuerpo deforme. Toma como principio el estado de conservación con que nos han llegado las estatuas clásicas, unas sin cabeza o sin pies, otras sin brazos, incompletas y heridas. Las hace cabezonas, tumefactas y lisiadas. El único parecido humano, el único rastro que nos deja es su virtualidad. Así, su Judith no tiene relación ninguna con la viuda hebrea o su Salieri tampoco ninguna con el músico que vivió a la sombra de Mozart, salvo por ser virtualmente Judith o Salieri.
Por si fuera poco, para remarcar aún más que el cuerpo que funde en bronce ha dejado de ser lo que apunta virtualmente, lo pinta con colores fuertes, lo empolva y lo maquilla exageradamente. Todo ello para remarcar la total independencia del objeto artístico por sí mismo hasta tal extremo que lo convierte en una cosa nueva, enteramente –exageradamente- artística. Una cosa nueva que se encuentra violentada y llevada al extremo, es decir, convertida en ultracuerpo. Así también sus troncos son ultratroncos, o sus velas ultravelas, un producto literalmente excesivo, o como él prefiere llamar, ditirámbico.
Ese arte exagerado del que hablamos, esa forma manifiestamente independiente que domina sus obras, es por otro lado, irónico. Lüpertz toma el arte por lo que es, una ficción. Nos invita a ver sus cuadros y bronces como una ficción y, como tal, como una broma, la burla de la propia farsa. Como cuando dice: “El negro no es un color. El blanco no es un color. Afirmación a menudo cuestionada, ¿es o no cierta? ¡Qué más da!”. La ironía queda anunciada así como código estético, como vemos claramente en sus autorretratos, o sus cuadros sobre Halloween y la navidad.
Pero hay que aclarar enseguida que esto no significa que Lüpertz no se tome en serio el arte. Al contrario, precisamente porque le interesa, porque sabe de su importancia, lo desnuda del corset en que durante décadas ha estado constreñido, el de tener que ser, como si fuera su amargo destino, grave, serio y profundo. Carga demasiado pesada para alguien que declara: “Soy artista, no pedagogo. No quiero salvar el mundo con el arte”.
Al contrario, su obra tiene la importancia de ver la ficción como pura ficción, el arte como arte, absoluto dueño de sí mismo. Sus cuadros, sus bronces, están ahí, en su ingenua desnudez, esperando que se vean simplemente tal como son. Como se ha dicho antes, no busca que el espectador goce de sí mismo reconociéndose en la obra que contempla, lo que simplemente espera es que goce del objeto artístico como tal, sin pretensiones de que sea otra cosa. Nada más, pero nada menos.
Iñaki Torres
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