‘Out of Body’, de Louisa Holecz
Galería Librería La Casa Amarilla
Paseo de Sagasta 72, local 3, Zaragoza
Del 17 de abril al 2 de junio de 2018
Inauguración: martes 17 de abril a las 20:00
La secuencia de pinturas y esculturas que Louisa Holecz (Londres, 1971. Reside en Zaragoza desde el año 2000) expone en La Casa Amarilla, con el título de ‘Out of Body’, evidencia, en su fidelidad a determinados temas, la que considera es una de las funciones del arte, sino la principal: hacernos conscientes de la inevitabilidad de la muerte.
Louisa Holecz pinta cuerpos que escapan, escenarios de tránsito e intermedios, intentando hacer visible lo que excede toda visibilidad. Por eso sus imágenes son turbadoras e inquietantes. El arte es presagio y su enigma no ha de ser descifrado.
«Una venda sobre los ojos, una venda muy ceñida, cosida sobre el ojo, cayendo inexorable como postigo de hierro desplomándose sobre ventana.
Pero es con su venda con lo que ve.
Es con todo su cosido con lo que descose, con lo que vuelve a coser, con su carencia con lo que posee, con lo que toma».
(Henry Michaux, ‘La vida en pliegues’)
Cuando el compositor Edward Elgar salió de la anestesia tras ser operado en 1918, pidió lápiz y papel. Lo que escribió fue el primer tema del ‘Concierto para violonchelo en mi menor Op. 85’, que terminó durante el periodo de recuperación en Brinkwells, una casa apartada cerca de Fittleworth, en Sussex. El concierto inauguró la temporada 1919-1920 de la Orquesta Sinfónica de Londres, el 27 de octubre de 1919, sin éxito. Nadie comprendió el tono contemplativo y elegiaco de su nueva música. Hasta que la violonchelista Jacqueline du Pré la interpretó con la Orquesta Sinfónica de Londres bajo la dirección de John Barbirolli, en 1965.
Ahora, Louisa Holecz pinta el escenario vacío de la orquesta para Du Pré, arrancada de la música por la enfermedad que le fue diagnosticada en 1973, cuando tenía 28 años. ‘Interval’ titula Holecz su cuadro, en alusión al intermedio durante el que Du Pré hubo de reconstruirse. Una tarea complicada de explicar, según confesó al realizador Christopher Nupen, «porque después de haber estado tanto tiempo haciendo algo que me gustaba, es difícil reconstruir algo que me parezca que valga la pena. Así que ese ha sido mi trabajo; la reconstrucción». Solo quedaba esperar la muerte, que llegó en 1987.
Lo que nos crea problemas no es la muerte, sino el saber de la muerte, afirmó Norbert Elias. Louisa Holecz la pinta. Pero, cómo pintar un cuerpo que escapa y que lo hace de tantas maneras, se preguntó Gilles Deleuze: mientras dormimos, durante el vómito y el grito; o tras una operación, de la que una persona sale como si hubiera tocado el límite de la vida. Un límite al que, quizás, Elgar quiso poner música; el mismo que Louisa Holecz aspira a pintar. Pero insistimos con Deleuze, cómo hacerlo, cómo hacer visible lo que excede toda visibilidad, que eso es el impulso, el esfuerzo a través del cual el cuerpo tiende a escaparse. Según la definición de Julia Kristeva, lo abyecto es expulsar, es aquello de lo que debo deshacerme a fin de ser un yo, y lo que ese yo primordial expulsa, considera Hal Foster, es una sustancia fantasmal tan extraordinariamente próxima al sujeto que motiva su pánico; no en vano el sujeto de abyección es el cadáver.
Entre las direcciones que ha tomado el arte de lo abyecto, Foster señala dos: la primera consiste en identificarse con lo abyecto, sondar la herida del trauma, tocar la obscena mirada-objeto de lo real; y la segunda, representar la condición de la abyección para aprehenderla en el acto. Louisa Holecz elige ambas direcciones. Con la pintura decide sondar la herida, mostrándola a la mirada de quienes se sitúan ante ella, y no duda en representar la acción misma de la abyección.
Louisa Holecz pinta imágenes que desfiguran la figuración, turbadoras e inquietantes; imágenes reales que lanza a la invención; imágenes que dialogan con la muerte; imágenes de pesadilla que ponen rostro al miedo, experimentándolo; imágenes, en definitiva, que siguen el consejo de Sacher- Masoch: «Hay que pasar de la figura viva al problema». Sobra la narración, no hay narración en las imágenes pintadas de Louisa Holecz. El arte es presagio y su enigma no ha de ser descifrado, porque si algo hemos aprendido es que la función del arte no es la de distraernos del sufrimiento, aliviarnos y ofrecernos consuelo. Lo anunció Apollinaire en 1917, un año antes de que Elgar compusiera su nueva música elegiaca que Du Pré entendió como nadie podía hacerlo. Solo ella sería capaz.
‘Out of Body’ titula Louisa Holecz su exposición en La Casa Amarilla. La imagen pintada de su rostro con los ojos cubiertos como por un manto de nieve, que diría Kracauer, persevera en el aura de las primeras fotografías que desafían el tiempo en su propósito de perdurar, ajenas a la sentencia futura de Roland Barthes, para quien la fotografía es siempre una catástrofe. Salir de lo oscuro fue el deseo de los primeros fotógrafos y del eremita Filoteo el Sinaíta o Filoteo de Batos, que inventó, según cuenta Georges Didi-Huberman, el verbo «fotografiar» un mediodía, entre los siglos IX y XII, tras mirar el sol durante demasiado tiempo. Su obsesión era transformarse en una imagen. La experiencia así concebida, analiza Didi-Huberman, solo pretendía expulsar las imágenes, es decir, acceder por renunciación a la luz, sin forma ni figura, a la luz que nos ciega y ante la cual solemos velarnos la cara, una luz con la que ver equivaldría a no ver ya nada.
En el ensayo ‘La chambre claire’, escrito durante el duelo por la muerte de su madre, Barthes anota que la luz es una especie de cordón umbilical que une el cuerpo de la persona fotografiada con la mirada de quien la contempla. «Lanza tu cordón umbilical, para que pueda escalar de regreso», escribió Kurt Cobain. Algo así pinta Louisa Holecz en ‘Still’, el cuadro que cierra la exposición. El del doble, principio biogenético que se corresponde con la reproducción, es uno de los mitos universales que nos invita a pensar con Edgar Morin que «el momento de la muerte es el de la duplicación imaginaria». Al hombre que inventó el verbo «fotografiar», dice Didi-Huberman, le hubiera gustado no cerrar nunca los ojos. Los cerró un instante, al nacer, y los mantendría bien abiertos ante el sol en su muerte. En el fondo, esperaba abandonar su cuerpo.
Chus Tudelilla
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