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‘Architecture for Spain’s Recovered Democracy’, de Manuel López Segura
Routledge, 2023
La elevada inversión económica que implica cualquier proyecto importante de obra pública hace que, a lo largo de la historia, se hayan creado vínculos entre representantes de la arquitectura y del poder. Juan de Villanueva y el Rey Carlos III, Georges-Eugène Haussmann y Napoleón III, o Albert Speer y Hitler. Solo unos pocos ejemplos.
Este vínculo entre el poder fáctico y los artífices del urbanismo y los monumentos urbanos no tiene por qué ignorar el bienestar del pueblo soberano. Es el caso de la arquitectura valenciana, que desde el final de la dictadura franquista a los primeros años 90 materializó los procesos de democratización contribuyendo a la construcción del estado de bienestar y a la recuperación de nuestra identidad cultural.
Es el tema que desarrolla el arquitecto y doctor por la Universidad de Harvard Manuel López Segura (Gandía, 1985) en su libro ‘Architecture for Spain’s Recovered Democracy’, que presentó el pasado 23 de abril en el Colegio de Arquitectos de Valencia.
El proyecto se inició como la tesina del máster que López Segura cursó, desde 2011 a 2013, en la escuela de arquitectura Graduate School of Design de la Universidad de Harvard, con el apoyo de una beca Fulbright, tras acabar la carrera en la Universidad Politécnica de Valencia. Una investigación que se plasmó en una exposición en dicho centro, en 2015, bajo el título ‘Books That Built Democracy’ (‘Libros que construyeron la democracia’).
La obra definitiva fue publicada, en 2023, por la editorial angloamericana Routledge, y difundida en más de un centenar de bibliotecas universitarias en Europa, Kuwait, Estados Unidos, Canadá, México, Brasil y Australia. En los próximos años, aparecerá una versión ampliada bilingüe, en castellano y valenciano.
El libro analiza cómo, durante la década de los 80, las Administraciones públicas valencianas movilizaron a arquitectos, urbanistas y artistas plásticos para crear proyectos arquitectónicos que contribuyeron a consolidar la democracia recién instaurada tras la Transición. Estudia, en concreto proyectos urbanos como el Jardín del Turia, equipamientos culturales –el IVAM y el Teatro Romano de Sagunto– y la renovación de organismos profesionales y gubernamentales, como el Colegio de Arquitectos, la Diputación de València y la Generalitat Valenciana.
Especializado en Historia de la Arquitectura, López Segura trabaja, actualmente, junto a Alejandro Valdivieso, de la Escuela de Arquitectura de Madrid, en una antología crítica de los escritos de Tomàs Llorens. Además de recoger los artículos que publicó a lo largo de su carrera, el libro incluirá un buen número de textos y documentos inéditos procedentes de archivos de España, Reino Unido, Canadá y Estados Unidos. La edición será trilingüe –en inglés, castellano y valenciano–, con prólogo de Frampton, y publicada por ACTAR, una de las editoriales más reconocidas en el ámbito de la arquitectura y el diseño, con sedes en Barcelona y Nueva York.
López Segura, con quien conversamos tras su paso por el CTAV, reside actualmente en París con su esposa –profesora de idiomas a la que conocío en Boston–, dedica su tiempo libre a leer y viajar, y visita con frecuencia su ciudad natal, Gandía, cuna de los Papa Borgia.
¿Cómo contribuyó la arquitectura de los 80 a consolidar la democracia?
La arquitectura es un trascendente material. A través de ella, creamos el mundo artificial que habitamos. Edificios y espacios urbanos constituyen un ámbito compartido y, por tanto, de naturaleza política. Los edificios propician o dificultan comportamientos, disciplinan nuestras relaciones intersubjetivas y nos invitan a experimentar con nuevas prácticas.
Bajo condiciones democráticas, como las del País Valenciano durante los 80, la arquitectura se erige en ejercicio de esa racionalidad comunicativa habermasiana que hace posible la superación, siempre provisional, de las divisiones inherentes a una sociedad plural.
Bien sea mediante el diseño de las sedes de parlamentos –como la remozada Diputación de Valencia, obra de Emilio Giménez (1986-1988), o las Cortes autonómicas, de Carlos Salvadores y Manuel Portaceli (1988-1990)–, de planes de ordenación urbana, como los de protección de los cascos antiguos, o de tantos otros proyectos, la participación de los edificios en los procesos de intercambio social resulta en una esfera pública que también se realiza mediante la estética arquitectónica.
¿Qué opinión te merecen las construcciones faraónicas que han proliferado estas últimas décadas, como la Ciudad de las Artes y las Ciencias?
La Ciudad de las Artes y las Ciencias es un ejemplo canónico de construcciones sobredimensionadas, de la conversión de la arquitectura en objeto de consumo, en este caso para el mercado internacional del turismo de masas. También para el consumo local de una ciudadanía abducida por una seductora pero desnortada visión de ellos mismos que el poder liberal-conservador les presentaba en aquellos años. Esa conversión consumista se produce mediante la reducción icónica de los edificios.
La experiencia del espacio y la materia por parte del individuo que recorre un lugar pasa a segundo plano. Por encima de ella se impone un modo de percepción únicamente visual, dominado por la asimilación del edificio a imágenes previamente conocidas. Convertido en espectador, el habitante ha recibido esas imágenes a través de los canales de difusión creados y engrasados por la mercadotecnia.
¿Es posible desvincular la arquitectura del influjo del poder hegemónico en cada etapa histórica?
Es posible resistir a ese influjo. La arquitectura valenciana de los años 80 es un buen ejemplo. Frente a la especulación urbanística generadora de barrios alienantes, se apostó por la preservación de la ciudad histórica, así como de la riqueza y autenticidad de los vínculos sociales en ella existentes. Si bien el éxito de tal programa fue menor del deseado en varios aspectos, sí se consiguió frenar el deterioro material y la descomposición social de los cascos antiguos.
Otras intervenciones, como la proliferación de parques y jardines, la construcción masiva de centros de salud, escuelas, bibliotecas, centros deportivos, casas de la cultura y centros sociales demuestra que es posible prevalecer sobre las versiones más depredadoras del capitalismo. El estado de bienestar pudo florecer en España incluso cuando el mundo occidental en su conjunto empezaba a plegarse a la lógica neoliberal.
Las obras arquitectónicas están permanentemente expuestas al público y por largo tiempo. Sin embargo, muy pocos conocen a sus creadores. En València, el nombre de Calatrava es el único que citaría el ciudadano de a pie; y eso con suerte. ¿A qué crees que se debe esa paradoja?
La ciudad y sus construcciones constituyen el trasfondo sobre el que se desarrolla la cotidianeidad. La misma dificultad que experimentamos en interrogarnos sobre aquello a lo que estamos habituados rige en el caso de la arquitectura; de ahí la falta de curiosidad generalizada por conocer los mecanismos de producción del espacio, incluida su autoría.
La educación debería abordar esta carencia, pero, desafortunadamente, la arquitectura está ausente de los currículos escolares. No somos una excepción: ocurre en la mayoría de países.
¿Qué países son, hoy, líderes en cuanto a innovación arquitectónica?
En Europa, los países germánicos y nórdicos, así como los Países Bajos, son modelos de buen hacer constructivo, de concienciación con la sostenibilidad, de integración en el paisaje y la ciudad existentes, de innovación en los modelos de vivienda y de calidad en el diseño de los espacios urbanos.
Lo han sido desde hace décadas gracias al buen hacer de sus profesionales, a las altas exigencias y rigurosa aplicación de las reglas urbanísticas, a la sensibilidad de los poderes públicos hacia el entorno construido y a la conciencia cívica de unos empresarios interesados por ganar dinero tanto como por contribuir a crear ciudades placenteras.
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