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‘Una historia particular’, de Manuel Vicent
Alfaguara, 2024
A esta altura de la película, culminados los 80, aquel chico de València que se fue a escribir a los periódicos en Madrid ha puesto el último punto y coma a su crónica sentimental, sin dejarse en el tintero ni los bofetones del padre ni las cosquillas de la nocturnidad. Ni biografía ni memorias.
Las doscientas páginas de ‘Una historia particular‘ son una crónica que narra la peripecia de este Ulises valenciano enfundado en una gabardina de Albert Camus, con un evanescente pitillo a lo Mitchum en los labios y un diccionario apócrifo de Bogart como único equipaje.
El sueño de Manuel Vicent era el de ser escritor profesional. Lo cierto es que lo fue desde el primer envite, porque con su obra inicial ya le dieron el Premio Alfaguara de novela y le colocaron en el escaparate de la librería en la Castellana. Se vino a Madrid a comprobar la proeza paseándose por la noche ante aquel escaparate literario iluminado.
Como suele pasar en esta profesión, fue un amigo el que le llevó a un periódico –al Madrid, claro–, y le dijeron que bueno, que “escribiese algo”. Le dedicó su primer artículo a ‘(Mas allá de) Salazar’, el dictador vecino. Ya sabía nuestro escritor metido a periodista que había que escribir en clave; y como pasaría con aquel sobre De Gaulle y el “retirarse a tiempo” que cerraría el diario, aquello prendió. Hasta hoy mismo.
Para el escritor en ciernes, supuso empezar una inesperada vida en los periódicos, que son el aceite que engrasa su engranaje mental. Confiesa Vicent sobre su práctica del oficio que “lo que más excita la imaginación es la llamada del redactor jefe reclamando la entrega del artículo”. Al escritor le sedujo aquel olor a tinta y el ruido de la rotativa, y entendió que su escritura debía combinar la velocidad de esta con el aroma de los aires de su Mediterráneo.
Al recibir, años más tarde, un premio periodístico, proclamaba Manuel Vicent que “los héroes de este oficio son aquellos periodistas que dan noticias fidedignas, emiten comentarios inteligentes y ponderados, conscientes de que la moderación es la conquista más ardua del espíritu y a la vez el arma más certera”.
“Llegar a la cima de esta fortaleza –proseguía– exige cada día una mayor preparación técnica, científica y cultural, acorde con la complejidad del mundo para abrirse paso en medio de la basura mediática de la selva digital compuesta de bulos, chismes, ocurrencias, calumnias e insultos. Algunos dicen que el éxito de un periodista consiste en ser leído. Este principio abre la puerta a cualquier iniquidad”.
Sabe muy bien Vicent lo que dice, y por eso hace un periodismo a su manera, que es distinta a cualquier otra.
Desconfía Vicent del llamado “escritor de domingo”, al que se le ocurre una idea y se pone a escribir. Él defiende la profesionalidad. “Un albañil no se lleva el trabajo a casa. Se levanta a las siete y hace el tabique”. Él se impone un horario y un trabajo de método para levantar su columna, como buen artesano de la palabra. Pero sabe –y esto valdría para el periodista– que para un escritor “vivir ya es trabajar”.
En estas sus crónicas, cada palabra está escogida con mimo para contarnos la “historia particular”, que Vicent no considera una autobiografía –aunque tenga mucho de ella–, sino “una memoria compartida [la suya] con un tiempo, un espacio, una generación”: la de la España que ha vivido desde sus correrías infantiles hasta sus tertulias en Madrid.
Hombre de tertulia
Rememora que escapó de la del Café Gijón, de la que fue tan asiduo y constante asomado al ventanal de Recoletos, cuando vio que a su alrededor se apilaban cuerpos con memorias rotas. Hoy mantiene su grupo de sagaces sabuesos de la vida –desde Trueba a Socías, pasando por Harguindey– y también el de los tórridos veranos de Denia.
Entre el Fuerte de Denia y la cumbre de El Montgó, se abre una vía de aire a la que llaman Carrer de Diana; no es la más ancha ni la principal del callejero de la ciudad, pero sí es la más airosa y, además, hace honor al origen mítico de este asentamiento portuario que siempre vio en la cumbre del Montgó el cuerpo de una diosa a la que el mar quiere arrebatar su posición altiva.
Esos vientos de Diana son los que mueven las palabras en tertulia de un grupo ya maduro, pero con una jovialidad de espíritu y verbo que otros ya quisieran. Fui allí un verano en busca del Manuel Vicent que sienta su reino veraniego lejos de las sillas del Gijón para encontrarse con los vientos del Mediterráneo y festejar a los amigos con palabras vivaces y solares.
Ahora, la tertulia de verano se ha trasladado de calle, pero la mirada diferente y el chascarrillo con intención siguen siendo su santo y seña. En su terruño, Vicent suele contar historias lejanas y aventuras marinas, rodeado de pescadores y almirantes.
Sabe por experiencia y lectura que el ancho mar es solo propiedad de los dioses. Pero los elegidos por sus aguas se hacen ciudadanos con derechos territoriales, invitados a subir a su Olimpo. Les corona un racimo de nubes vaporosas con olor a sal y laurel.
Hace tiempo que Vicent se instaló en ese lugar privilegiado, como buen hijo del Mediterráneo al que nunca ha dado la espalda, ni siquiera en sus aventuras tierra adentro. Le han conformado los dioses un cráneo bruñido que exhuma historias hondas. Entre la metrópoli de los sueños y el mar de la infancia, navega el autor.
Cuenta Manuel Vicent como nadie los mitos del proceloso mar y canta su atmósfera de fiestas o desdichas. Hace continuas fugas sobre la ‘Ilíada’ y la ‘Odisea’, desgranando siempre una misma historia: la del hombre que sueña un sueño superior, alimentado por frutos de mar y ribera, pero que sucumbe en debilidades o cae en batallas desiguales, a la espera de la misericordia de una diosa ensimismada.
Viajan los elegidos sobre el rumor de las olas que les trasladan a países imaginarios bañados en aguas de colores. Solo hay un rey Neptuno, pero unos cuantos paladines son asignados a su séquito, siempre que aporten un puñado de rosas y unas plumas con las que escribir a los héroes. Es Vicent nuestro mejor guía –en artículos, ensayos y novelas– para conocer los peligros y también las glorias de surcar este mar, tan tranquilo y cálido como encrespado y traicionero.
En otra obra reciente, nos proponía entrar en el juego siempre diabólico de ‘La regata’, en el mismo mar, con los mismos vicios y peligros al acecho, y con tablas de salvación a prueba de cincelados músculos de marinero.
Rememoramos aquellos viajes zarpando en Menorca hacia Binidalí para un éxtasis de miradas; seguimos navegando hasta Cales Coves y sus enterramientos horadados en roca, y satisfechos con el resultado del esfuerzo atracamos, por fin, en Sa Mesquida para saciar el hambre de la aventura con mejillones y ortigas con sabor a ola. Esta ladera del Mediterráneo bien vale una regata. Este es el escritor envuelto en olas, que empapan su imaginación para poder atacar la peripecia urbana.
Cuando soñar fue delito
Como buen Ulises, Vicent hizo las maletas para cumplir su odisea particular, que le llevaría por medio mundo, pero sobre todo a la tortuosa noche de Madrid. Hay historias recordadas en este volumen. Pero su visión más completa del descubrimiento del nuevo mundo quizá estaba reflejada como en ninguna otra en su ‘Ava en la noche’, compendio de correrías y tropelías en las noches de la metrópoli española. Oteamos en la lejanía aquel encuentro de nuestro autor con Ava, cerca de Barquillo, en el Oliver, en las noches cuyo olor y luz recuerda con una mezcla de melancolía y exaltación.
Certifica que la vio aquella madrugada, y por eso mismo su ‘Ava en la noche’ la podemos leer como novela o como la memoria del chico de València que se fue a Madrid para ser notario de la noche y sus habitantes. No solo la vio o los vio a todos ellos, farándula de un cuento oscurecido por el franquismo, sino que los sintió y les hizo parte de un presente que ahora deviene en memoria y puede contarse a gusto del narrador.
Bajo la noche espesa del franquismo, hasta soñar era delito. Unos soñaban con la libertad, otros en echar un polvo con Ava Gardner. Todos iban en el mismo barco que solo cuando navegaba la noche podía encontrar puerto. Quien vivió el mundo de los serenos sabe que la Luna tenía sus luces muy limitadas sobre Madrid. Solo alumbraba a cachos. Y era más lo que ensoñaba que lo que iluminaba. Como un buen reportero de época, Manuel Vicent nos abría en canal la noche de aquel Madrid que tenía sus polos opuestos en el malo de clase bien llamado Jarabo y en la inalcanzable estrella extranjera conocida como Ava.
Sabe el autor en sus carnes que solo el sueño te salvaba de la modorra gris imperante de la época. Por eso Ava no es solo la mujer más bella del mundo que surcaba las calles de la ciudad más apagada de Occidente; era, sobre todo, el anhelo de poseer, aunque fuese una foto, para salvarse así mismo de una vida anulada nada más nacer.
Usa a su modo caústico o insolente un mecanismo del bien y el mal, de lo crudo y lo masticado, de la bestia y la bella como juego de contrarios para hacer una novela en desarrollo espiral, que nos va metiendo en su túrmix, atascados en el sueño que puede ser realidad. Convertir la pesadilla general en sueño particular. Una metáfora de un mundo putrefacto que es tan real que resulta casi inverosímil.
Y, sí, fue el mundo que vivieron, el mundo que otros oteamos más tarde, escrito aquí con las palabras que más certeramente lo describen, hilado como un bordado que es un arte de aguja fina que Manolo Vicent controla como nadie. Vicent no escribe, más bien borda con el diccionario del momento. Y espolvorea aromas del tiempo para que la memoria quede impregnada sin remedio entre las tinieblas de un tiempo frio y malgastado si no tenías un sueño.
Entre Ítaca y la nada
La memoria más vivida es la más antigua, dicen los que analizan las mentes de aquellos que viven para contarlo. A pesar de todo lo vivido en los Madriles y en sus viajes por el mundo, Manuel Vicent sabe que, en su particular viaje a Ítaca, el origen es el momento más preciado y por eso no regatea esfuerzos para recuperar lo mejor y lo peor de aquello. Como los bofetones del padre o las chiquilladas con final estrepitoso.
Buen amante del cine negro y del neorrealismo, nos relata aquel momento en que el padre sentado a la mesa con sus cinco hijos y su señora se mete en la boca un albaricoque y la familia contempla cómo se le van hinchando el labio, la lengua y la boca entera por culpa de una avispa escondida en el fruto. Los chavales no pueden contener la risa y el padre la emprende a bofetones con el primero que pilla.
Cuenta Vicent que uno se fue corriendo escaleras arriba, otro al cuarto de al lado, el siguiente se metió debajo de la mesa… “y yo salí disparado por la puerta fuera de casa. Que ya había visto al gato que en caso de peligro lo que hacía era escapar”.
Dice de sí mismo que nunca ha sido un valiente. “No era el jefe de la banda de chicos, ni tiraba la primera piedra, pero sí era un incitador y el que aportaba estrategias”. Tiene tan claro ese patrimonio de los primeros años valencianos que llega a decir que “el cielo es el lugar donde irás y te encontrarás con los juguetes de la infancia”. Y así, entre anécdotas, recuerdos y escenarios, va desgranando una vida –su vida– que podría ser, por tiempo histórico, la de los españoles que superaron la posguerra y encontraron un nuevo futuro en el que creyeron que “el mundo podía cambiar a la medida de sus sueños”.
Suena ahora de fondo su canción favorita, ‘Avec le temps’, en la voz de Léo Ferré, que avisa en su letra que “con el tiempo todo se disuelve”. No cree Vicent en la memoria per se. Nos dice que “la memoria no es literatura hasta que la imaginación no la pudre. No se embellece el pasado, sino que se hace literario”.
Quizá por eso, cuando nuestro héroe y navegante se fue en el obligado periplo de descubrimiento hasta Ítaca, al concluir su peregrinaje se sentó bajo un olivo centenario, sacó su libreta y se dispuso a escribir. ¿Qué se le ocurrió? Confiesa que no se lo ocurrió ¡nada! (debió asimilar con Kavafis que la memoria fértil era la del camino).
Llegados a este punto de la peripecia vital y literaria del autor, uno llega a entender que no estamos hablando de un escritor al uso ni de un periodista con afinidades literarias ni de un novelista amante de los periódicos. Manuel Vicent es real y definitivamente un poeta. Laureado Manuel Vicent.