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‘Megalópolis’, de Francis Ford Coppola
Reparto: Adam Driver, Giancarlo Esposito, Nathalie Emmanuel, Aubrey Plaza, Shia LaBeouf, John Voight,
Laurence Fishburne, Dustin Hoffman, Talia Shire
Fotografía: Mihai Malaimare Jr.
Música: Osvaldo Golijov, Grace VanderWaal
Estados Unidos, 138 min. 2024
Resulta doloroso acercarse a una película como ‘Megalópolis’, la última propuesta del director estadounidense Francis Ford Coppola. Uno se asoma a las primeras críticas que se publicaron tras su presentación en el Festival de Cannes y quiere recurrir a ese recelo que le asalta muchas veces ante la casi unanimidad de los criterios con los que fue recibida (véase, por ejemplo, el caso reciente de ‘Kind of kindness’, de Yorgos Lanthimos). Pero no.
La verdad es que, pensándolo un poco, tampoco había muchas razones para esperar otra cosa. Coppola hace muchos años que no nos entrega un gran trabajo (y lo dice un convencido defensor de una cinta tan infravalorada como ‘Youth without youth’, y que se resiste también a denostar completamente otra pieza igualmente golpeada por la crítica como ‘Tetro’), pero eso no quiere decir que, en su corazón nostálgico, no cupiera un atisbo de esperanza.
Cuenta la cinta la historia de una arquitecto llamado Cesar Catilina que dirige con mano de hierro el departamento de diseño de una gran urbe en decadencia que se presenta como émulo de Nueva York. Catilina es un hombre con un sueño: construir una nueva ciudad a imagen y semejanza de su propia visión de ese futuro luminoso que imagina para toda la humanidad.
A estos deseos, se opone, por un lado, las ambiciones de Cicerón, el actual alcalde, un político corrupto que trata de esquivar la caída de su popularidad proponiendo obras faraónicas que satisfagan las necesidades de empleo que, dice, demandan sus ciudadanos. Por otro lado, encontramos a Craso, el emperador, un hombre ya en la última etapa de su vida, un hecho que abre las puertas a su posible sucesión, lo que deja el campo libre para todo tipo de conspiraciones.
Con estos mimbres, Coppola arma una obra que quiere ser espejo de la situación de corrupción y degeneración en la que entiende que ha caído la sociedad contemporánea y, muy especialmente, los Estados Unidos de América, su país. ‘Megalópolis’ es, pues, una fábula política.
No es difícil establecer el símil que dibuja Coppola entre la caída de Estados Unidos y la Roma imperial. Los nombres de los personajes, la vestimenta y la propia estructura de poder que ha diseñado en este truculento mundo que bosqueja nos remite a la etapa del derrocamiento de los césares: arriba, la clase dominante, los patricios, abajo el pueblo llano.
Como en los estertores del Imperio Romano, Coppola nos muestra una clase política y económica que vive alejada, no solo a los problemas de esa ciudadanía cuyas vidas administra, sino a la propia degradación moral en la que se encuentra y que disfraza con una opulencia que no es más que otro símbolo de su propia corrosión.
Así, mientras las hijas del alcalde se divierten a todas horas en fastuosas fiestas en las que corren las drogas y el desenfreno sexual, buena parte de la población se ahoga en la desesperación y la miseria. No es de extrañar que, de una forma u otra, todo acabe saltando por los aires.
Y cómo no, en medio de este ambiente de intrigas y de ruina, los medios de comunicación tomarán un papel central. Unos medios que, encarnados en la figura de la periodista Wow Platino, están más interesados en dar cuenta del espectáculo que de informar al público de lo que pasa, y cuya connivencia con el poder los lleva a encamarse literalmente con él. El sexo aparece de nuevo en la cinta de Coppola como moneda de cambio para llegar a lo más alto.
En medio de todo este barullo y desenfreno, la presencia de Cesar Catilina sirve, a su vez, de catalizador para el director para proponernos una digresión sobre la relación entre el arte, la vida y la política. El artista como espejo del ego megalomaníaco que se eleva por encima de unas gentes de las que se siente ajeno. Este será el camino de su protagonista.
Catilina tendrá que bajar de las alturas metafísicas en las que vive y dejarse arrastrar por el fango de la sucia lucha por el poder. En ese sentido, la primera imagen de la película es clarividente. Catilina se asoma al precipicio de la última planta del edificio Chrysler en el que reside. Desesperado ante la podredumbre que lo rodea, solo un paso hacia el vacío lo separa de la muerte. En el último instante, sin embargo, se detiene y, con él, detiene el mundo, pues Catilina tiene el poder de parar el mismo transcurrir del tiempo.
El viaje de Catilina será el viaje del artista (¿el mismo Coppola?) hacia su emancipación. Para ello, contará con la ayuda de Julia, la hija del alcalde. Julia se siente atraída por Cesar cuando descubre que este sigue enamorado de su mujer, fallecida tiempo atrás y de la que guarda una especie de santuario secreto sobre su recuerdo, una imagen en su cabeza, un fantasma del pasado al que está emocionalmente adherido.
Devolverle la mirada hacia un amor real, de carne y hueso, terrenal es el objetivo de ella. Será entonces cuando el arte de Cesar encontrará también su verdadera senda, esa función liberadora. El arte, ahora sí, como vía de salvación de la sociedad.
Este es, más o menos, el mapa. Ahora bien, el problema de una obra como ‘Megalópolis’ viene al trasladar todas estas ideas a una narración dramática. Empezando con el guion, ‘Megalópolis’ arranca con una de las reflexiones más lúcidas que se han escuchado en una pantalla de cine en los últimos años.
Con la grave voz de Laurence Fishburne, que interpreta al chófer y asistente personal de Catilina en la ficción, Coppola viene a decirnos que una civilización decae cuando sus ciudadanos han dejado de creer en sus instituciones. No creo que exista una manera más locuaz, inteligente y concisa de presentar la actual situación de las democracias occidentales.
El problema es que, una vez planteada esta cuestión, parece que ya queda poco más que decir. Lo mejor es recoger la chaqueta y marcharnos a casa. Lo que sigue de aquí en adelante es el desarrollo de una trama que no viene sino a apuntalar esta idea, apareciendo como una mera reiteración con la apariencia de un supuesto argumento.
Este es quizá el principal problema de ‘Megalópolis’, y es que la conclusión no se deriva del relato, sino que se construye sobre una forma que no es más que una representación artificiosamente articulada de aquello que ya ha quedado enunciado.
De este modo, al margen de algunos detalles interesantes, que los tiene, los personajes no hacen sino ejemplificar, de manera ciertamente enrevesada en algunos pasajes, esta reflexión inicial, imprimiendo a la cinta una sensación de redundancia. Y eso, para una película que dura dos horas y veinte minutos es mucho decir.
A esto habría que sumarle, además, la cantidad de escenas ciertamente extravagantes con las que cuenta la película, fruto, creo, de esa deriva por aguas pantanosas por las que transita un guion que ha caído, ya desde el principio, en sus propias limitaciones.
Resulta muy deficiente, por poner algún ejemplo clamoroso, la presentación de la periodista Wow Platino en pantalla. Esas imágenes no son propias de un director de la fineza de Coppola. No se había visto algo así desde ‘El quinto elemento’ del también extravagante Luc Besson.
El problema de ‘Magalópolis’ es, ante todo, la tosquedad de ciertas metáforas a las que recurre a lo largo de su dilatado metraje. En un momento dado, Cesar Catilina escapa de su estudio-hogar y circula con su coche por las oscuras calles de los barrios bajos de esa ciudad que rige, pero que todavía le es extraña. La noche es lluviosa y el paisaje, desolador. Aquí se reúnen lo más marginal de esta sociedad ya condenada.
Mientras mira por la ventanilla del vehículo, medio oculta en una estrecha callejuela, se encuentra una imagen en 3D de una estatua que representa a la ciega justicia. ¿Es una ensoñación del protagonista? ¿Es una imagen real? No lo sabemos. La figura, deshecha, abandonada a su suerte, como esos miserables que luchan por su supervivencia entre los escombros, se deja caer al suelo y se rompe en pedazos.
Dejando de lado la calidad de la imagen infográfica, impropia de una producción de este calibre, ya la propia simbología que Coppola utiliza en estas y otras secuencias parece urdida por un director imberbe, no por el autor de ‘El padrino’ o ‘Apocalypse now’, cinta con la que, por cierto, ‘Megalópolis’ guarda enormes similitudes en lo que se refiere a ciertas ambiciones de manifiesto político y, por qué no decirlo, intelectual.
Sobre estos soportes, la cinta de Coppola derrapa por una trama de supuestas conspiraciones palaciegas expuestas con la misma torpeza y falta de mano. Para sostener los mimbres de su esquelético argumento, Coppola llena su criatura de personajes estrafalarios, desquiciados, histriónicos, que van de aquí para allá, a veces confundiéndose entre sí, sin que sepamos muchas veces cuáles son sus “maquiavélicos” propósitos.
Todo ello, imprime en el espectador una impresión de desorientación, de estar enredado en una extraña maraña, una charada, una pantomima dopada por la fuerza de la sobre representación, cosa que se nota, especialmente, en la interpretación de los actores, que a veces parecen perdidos, incapaces de tomar el pulso ni a unas psicologías complejas ni a ese elegante guiñol que podría haber sido todo este artefacto.
Y sí, a nadie se le escapa la posibilidad de que todo este esperpento sea para Coppola un ejercicio que proyecte, como si se tratara de un espejo deformado, esa decadencia a la que aboca a la sociedad real, la de nuestro mundo. Si pensamos en ciertos personajes públicos de la política americana (y mundial), solo se encuentran un paso por debajo de lo que vemos en pantalla, otros llegan a superarlos.
El descontrol y la anarquía sin sentido como espejo del sinsentido en el que vivimos nosotros, los espectadores. La idea, si bien funciona como tal, queda muy por debajo de las expectativas materializadas en imágenes.
Como hemos visto, hay en ‘Megalópolis’ elementos para la interpretación, la reflexión y la controversia, pero estos se presentan de manera tan deslavazada, su escritura es tan desquiciada y, por momentos, infantil, que acaban perdiendo toda su potencia de sugerencia.
Con demasiada facilidad se ha utilizado el término megalómano para referirse a Coppola y a esta su, quizá, última criatura cinematográfica de su carrea. Yo prefiero hablar de un director que no ha conseguido trabar con elegancia todas las ideas que sin duda respaldaban o a las que apuntaba esta propuesta.
Con frecuencia, los artistas se pueden perder en sus propias elucubraciones o, de tanto perseguir un proyecto, de tanto repasarlo y reescribirlo a lo largo de los años, pueden acabar extraviando su semilla original. Puede que a Coppola le hayan pasado las dos cosas. Ahora bien, eso no quiere decir que la película no sea oportuna.
Resulta curioso que una película como esta llegue en este preciso momento. Hace cuarenta años, cuando se dice que Coppola alumbró esta, por momentos, excéntrica aventura, Estados Unidos no se encontraba en la situación en la que se encuentra hoy.
En plenos años ochenta, uno podría hablar de decadencia en términos políticos o ideológicos, pero no como potencia hegemónica. Por entonces, Ronald Reagan todavía ocupaba la Casa Blanca, el bloque soviético (al que remite la película como una rémora del pasado, anticipo del futuro o denuncia de la pérdida de un cierto contrapeso político, no se sabe) todavía no había caído, pero lo iba a hacer muy pronto, lo que daría la señal de salida a dos décadas enteras como indiscutible potencia militar y económica del mundo.
Hoy, sin embargo, es cuando la película de Coppola tiene más sentido. Porque es hoy cuando se está cuestionando si Estados Unidos no ha entrado ya en esa fase de decadencia que aspira a denunciar.
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