‘Copenhague’, de Michael Frayn y dirección de Claudio Tolcachir
Con Emilio Gutiérrez Caba, Carlos Hipólito y Malena Gutiérrez
Producciones Teatrales Contemporáneas
Teatre Talia
Caballeros 31, València
Hasta el 23 de febrero de 2020
En los inviernos previos a su inopinado fallecimiento por holmiense neumonía matutina (¡cuán insalubre madrugar en Estocolmo!”) o envenenamiento por arsénico (fascinante especulación contemporánea), el ascendiente de la filosofía moderna y la duda metódica René Descartes aventuraba una celebérrima sentencia: “Abrigamos muchos prejuicios si no dudamos, alguna vez, de todo en lo que hallemos la menor sospecha de incertidumbre”.
Alimentado por ofuscaciones y recelos, monomanías y dilemas, suspicacias y dubitaciones, no solo la deriva de la filosofía occidental ha equilibrado su cainita y, a la par, florecido rumbo, sino el ordinem politicum y moral que ha edificado el acendrado relato de la historia moderna y la Edad Contemporánea –fecunda y vasta hacienda para el desarrollo de la revolución científica asilada en la física clásica y la ulterior bienvenida al campo de la Teoría General de la Relatividad, la mecánica relativista y la mecánica cuántica–.
Y he aquí que por razones primeras de simultaneidad y necesidad, ciencia y política encuentran efectivo acomodo, más allá del polvorín académico, en el convulso horizonte de la primera mitad del siglo XX, asociado principalmente, con la fisión nuclear y su aplicación en las infaustas y conspicuas bombas nucleares norteamericanas Little Boy y Fat Man sobre Hiroshima y Nagasaki en el tórrido estío de 1945, atómico epílogo de la Segunda Guerra Mundial.
Si, capítulo aparte, la contienda bélica merece ser investigada en relación a los procesos oficiales en los que emergen el ínclito ‘Proyecto Manhattan’, el Laboratorio de Los Álamos y Robert Oppenheimer, tan inquietante deba ser el ‘Proyecto Uranio’ de la Wehrmacht, la pila atómica de Haigerloch y Otto Hahn, Max von Laue y, entre otros, Werner Heisenberg.
Y sobre este último no solo recae la celebridad asociada al principio de indeterminación que ilumina la evolución de la mecánica cuántica, sino su túrbida asunción de responsabilidades en la frustrada carrera atómica del Tercer Reich, cuestión sobre la que habría de retornar, en búsqueda de la expiación, durante sus treinta últimos años de existencia.
De este modo, ‘Copenhague‘, de Michael Frayn –erigida en función de laureadas referencias internacionales desde su puesta en escena en el National Theatre de Londres en 1998–, recala en el Teatre Talia de València de la mano del dramaturgo porteño Caludio Tolcachir, revisitando un terciario episodio de la sumarísima vida físico-militar de Heisenberg que habría de alimentar la subterránea crónica de dubitaciones e incertidumbres: su viaje a Copenhague en 1941, en plena ocupación Alemana de Dinamarca, para, entre otros propósitos, visitar a su mentor y referencia de la física atómica moderna Niels Bohr –quien, por su condición de judío habría de exiliarse en Suiza, Inglaterra y Estados Unidos, adhiriéndose, finalmente, al ‘Proyecto Manhattan’–.
Han sido numerosas, desde entonces, las especulaciones en torno a esta escarpada y fragosa cita entre ambas eminentes y antagónicas figuras de la física aplicada a la guerra nuclear, y a esta vacilación se aferra el intricado y soberbio texto de Frayn que, auxliándose de la figura de Margrethe Norlund –esposa de Bohr– para reconducir pedagógicamente las disquisicones entre ambos científicos (y, por ende, facilitar la comprensión al espectador), focaliza la gravedad del encuentro en el dilema deontológico asociado a la responsabilidad moral que recae sobre los hombros de la energía nuclear en plena contienda y, por extensión, a los fundamentos éticos que deben gobernar el pulso de nuestras decisiones.
En consecuencia, Emilio Gutiérrez Caba (Bohr) y Carlos Hipólito (Heisenberg) atesoran la compleja misión de reportar naturalidad a un texto tan arduo en su prosodia como diáfano en sus objetivos, y a carta cabal que ambos cumplen miríficamente con el cometido, tras un aterido comienzo que va cobrando calidez con sus respectivos y particulares dominios de la entonación (mayúsculo Hipólito y verosímil Gutiérrez Caba), si bien Malena Gutiérrez (Margrethe) no logra, a mi juicio, situar sus diálogos con semejante franqueza, quizás gobernada por un exceso de ímpetu que reporta artificio a sus interperlaciones y desdibuja el conjunto.
Elisa Sanz edifica una escenografía plausible para conferir cierto perfume onírico al encuentro post mortem de unos personajes que, a base de efectivos juegos de analepsis, van revisitando obstinadamente sus confusos puntos de vista sobre aquella reunión, deambulando del proscenio a los tres planos del escenario según la fabulación de tiempos y partes de la dramaturgia, iluminadas estas con sutileza por Ion Aníbal López y Juan Gómez Cornejo.
A la postre, una obra erigida en cita ineludible por cuestiones semánticas, siendo ya ‘Copenhague’ un clásico contemporáneo de la escena internacional cuya presente versión conviene situar a la notable altura de sus predecesoras.
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