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De Elizabeth Siddal a Josephine Verstille
Mujeres artistas, poetas y mecenas
Las protagonistas de algunos de los cuadros más famosos (pintados por hombres)
Lylith, Proserpina, ‘Damas doradas’ u Ofelias postmortem. Mujeres enclavadas a una era y a un cuadro que no pueden llamarse invisibles porque ahí están y han estado. En retratos codiciados por el nazismo, salas del Quai D’orsay o el MoMa presididas por su rostro. Figuras veneradas, desconocidas. Llamadas musas para los que las pintaron, pero también para quienes nos quedamos intrigadas por su belleza y alma enigmática que percibimos/nos miran desde Pinterest o alguna cuenta artística.
Pero estas efigies casi mitológicas sí existieron, y trabajaban –y mucho– en sastrerías decadentes de un Londres ensombrecido, mientras trataban, algunas, de crear y comer del arte también como ellos. Otras, incluso, entre posados, asesoraban, actuaban como mecenas para que esos cuadros se vendieran. Estaban delante pero de algún modo detrás.
Elizabeth Siddal: la tragedia de la artista y primera supermodelo gótica
Elizabeth Siddal: artista, poeta y la primera y única mujer en exhibir su obra junto a la Hermandad Prerrafaelita. Su imagen como la ‘Ofelia de Millais’ y carácter de musa es lo que ha pasado a la historia.
“Y tú estarás sola, mi querida, cuando se desaten los vientos invernales”.
La revolución freudiana de los años veinte, el melodrama cinematográfico de los treinta, el despertar social de los cuarenta y la liberación sexual de los sesenta. Ninguna de estas épocas renunció al mito de Elizabeth Siddal. Lo que ha quedado de la poeta y pintora de pelo cobrizo –pasó de ser una niña suicida, a ideal femenino y a icono feminista– es poco para lo que deberíamos conocer de la que fue del icono estético prerrafaelita por antonomasia.
La tragedia de la primera supermodelo, como se titula una de sus biografías, ha eclipsado a la propia Siddal, o Lizzie, a quien incluso han convertido en fantasma de quien, algunos dicen todavía, camina alguna noche por el cementerio de Highgate.
Decidida a escapar de una monótona y menesterosa existencia como empleada de una sombrerería, se convertía en uno de los rostros más afamados de la Gran Bretaña victoriana y en una figura fundamental del mundo artístico londinense. “He encontrado a la más bella criatura”, sollozaba del impacto el pintor Millais tras encontrársela de casualidad.
Una ferviente necesidad de independencia la llevó a posar para él, también para Hunt y Rosetti. Este último queda prendado de su críptica personalidad y ojo artístico y juntos se entregan al mito del amor romántico. Con apenas veinte años, Siddal se hace un nombre y su críptica figura define el prototipo de belleza gótica. También, tras horas en una bañera con agua sucia y helada del Támesis, con el único calor de débiles velas, logra, sin saberlo, un lugar en la historia como la Ofelia.
Los límites así entre personaje y persona se desdibujan. Ella también pinta y se convierte en la única mujer en exponer su obra junto a la Hermandad Prerafaelita. Escribe influida por los románticos y por propia experiencia sobre su tóxica relación con Rosetti. ‘Amor y odio’, ‘Amor muerto’ o ‘Un año y un día’ son tres de los doce poemas que nos han llegado de la autora.
Tras dar a luz a una niña sin vida, una tortuosa década con el pintor, y una incurable adicción al láudano, opiáceo que consume a diario a raíz de sus múltiples abortos, Elizabeth se rinde y muere de sobredosis a los 32 años. Es enterrada con toda su obra escrita y, desde entonces, su tumba es profanada, primero, para recuperar esos textos y, después, para atestiguar que la legendaria Siddal sigue intacta como algunos confirman.
Incluso quienes no conocen su nombre reconocen siempre su rostro: es la Ofelia condenada de Millais y la Beatriz beatificada de Rossetti.
Victorine Meurent: ni alcohólica ni prostituta. La modelo predilecta de Manet y Meurent y artista ambiciosa que expuso en el Salón de París
Cuando el emblemático ‘Olympia’ de Édouard Manet fue expuesto en París en 1865 escandalizó tanto al público como a la comunidad artística a partes iguales. Representar un desafiante desnudo alborotaba por lo que podía implicar: que la modelo fuera una trabajadora sexual o una mujer sin decoro poco importaba. Que la historia recuerdae a Victorine Meurent como la modelo predilecta de Manet –nos mira, de nuevo, retadora en su ‘Desayuno en la hierba’- y ha obviado su carrera como artista es un innegable.
La obra de Meurent fue exhibida en más de una ocasión en el prestigioso Salón de París, institución que había rechazado, curiosamente, los cuadros de Manet. Fue su ‘Autorretrato’ –recuperado hace apenas seis años– el que aceptó el patronato parisino. Se expuso en el Salón de 1876 y, después, su obra apareció allí en 1879, 1885 y 1904. En 1903 fue elegida miembro de la Sociedad de Artistas Franceses. Una Meurent vista por ella misma y no a través de una mirada masculina que la retrató en más de una treintena de ocasiones.
Como en el caso de Siddal, las leyendas pesaban más que lo biográfico. De Meurent decían que había muerto joven, entregada al alcohol en algún barrio bohemio como Montmatre o Montparnasse. Pero la artista vivió hasta pasados los ochenta a las afueras de la ciudad, en una residencia tranquila junto a su compañera, la pianista Marie Dufour.
Según cuenta en una carta dirigida a la viuda de Manet, trabajaba dando clases de pintura y música. La hipótesis de su biógrafa V.R. Main en ‘A Woman With No Clothes On‘ es que, a pesar de que gozó del beneplácito de la Academia, la actitud retadora de sus posados tan alejados de lo aceptado socialmente, incluso en una sociedad de prevanguardia, pesaron más que sus ambiciones y talento.
Adele Bauer o la Mona Lisa de Viena
La protagonista del retrato era una mujer revolucionario e intelectual, mecenas de las artes. Intelectual, políticamente activa y de magnetismo ineludible, Adele Bauer, la mujer tras la ‘Dama de Oro’ de Gustav Klimt se encontraba en el centro de la sociedad vienesa. Frecuentada por Gustav Mahler, Richard Strauss o Stefan Zweig, en su casa palaciega organizaba conversaciones sobre psicología freudiana, el arte simbolista y las tensiones sociales.
Fue en la era de Adele cuando se debatía en las sobremesas por primera vez sobre el sufragio femenino y los derechos de la mujer, todavía vetadas en el ámbito académico. Por eso estudiaba por su cuenta y se convertía, gracias a su inquietud y contactos, en una ávida mecenas artística. Conocer al pintor de moda era ineludible. A ella le fascinaba su exotismo creativo y no parpadeó para apoyar su obra. Un único encargo que desembocó en más de doscientos bocetos solo confirma la obsesiva experimentación el pintor con su ecléctico semblante.
Klimt llamó el solemne lienzo brillante como ‘Adele Bloch-Bauer’. Los nazis lo rebautizaron al confiscarlo pocos años después porque el nombre descubría que la llamada Mona Lisa de Viena era judía. Quedó como lo conocemos ahora: ‘La mujer de oro’. La Viena de Klimt y de Adele fue reducida a cenizas con la aparición del fascismo alemán.
La familia Bloch-Bauer se vio empujada al exilio y sus verdugos se apropiaron de sus valiosos cuadros. Por eso la historia de ‘La dama de oro’ –que fue llevada al cine por Helen Mirren- ha estado forjado en leyendas por los hechos que rodearon su pérdida.
El erotismo que desprende la figura de la intelectual era inusual en los retratos de la época y, probablemente, también su nombre esté tras la figura semidesnuda de ‘Judith’ y la mujer de ojos exultantes de ‘El beso’.
Las especulaciones sobre si la enigmática mujer de los simbólicos cuadros del vienés era o no su amante -dato que nunca se ha aprobado ya que, precisamente, el marido de Adele era quien financiaba parte del trabajo de Klimt- pesaron más que la labor como marchante y visionaria del arte de la floreciente Viena de 1900.
La maja de Goya: la segunda identidad de la duquesa de Alba
‘La maja desnuda’ (las majas) se encuentra por primera vez a principios de siglo XIX y deja helada a la totalidad de la corte. La protagonista es una mujer sin nombre de desconocida identidad.
Su físico guarda más de un parecido, sin embargo, con una de amigas más cercanas al artista de la obra, Francisco de Goya, una jovencísima Cayetana de Silva Álvarez de Toledo, duquesa de Alba. Pudiera ser la maja un alter ego para salvaguardarse el respeto y la intimidad, pero, en cambio, no es el título original del cuadro. El pintor la bautiza como su ‘Venus’, aunque termina en la colección personal de Manuel Godoy, primer ministro de Carlos IV.
El por qué encargaría el político dos cuadros en los que se retrata a la misma mujer da comienzo a los rumores. Cayetana es de mentalidad abierta, se codea con la intelectualidad madrileña y prefiere vestirse con ropa cómoda y masculina para acudir a los toros.
Quiere terminar con la inflexibilidad y rigor típicos de su casa nobiliaria. No se le conoce pareja oficial y sobran las habladurías. Parece que por sus paseos con Goya y la frecuente correspondencia entre ambos sobran las explicaciones.
Es una de las figuras que más fascina de su tiempo. Visionaria e intrépida, no tiene hijos biológicos y en su lugar adopta a una niña afroamericana, María de la Luz, que también aparece en más de un cuadro junto a ella. Muere madre soltera por decisión y, a pesar de figurar en el testamento, se le niegan a su hija los títulos nobiliarios.
Josephine Verstille: la no tan desamparada flapper de Edward Hopper
Situados en apartamentos y habitaciones de hotel y comedores iluminados por el neón, vistas a través de una puerta o una ventana, en los cuadros de Edward Hopper solemos inmiscuirnos en una escena íntima de una mujer, a menudo pelirroja.
Es la chica con coleta y los labios entreabiertos de ‘Couple near Poplars’ y la flapper desamparada de ‘Automat’. La del palabra de honor rosa que medita en el porche ‘Summer Evening’. La que descansa con la maleta a sus pies en ‘Hotel Room’. Se trata de Josephine Verstille, esposa del pintor y artista de vocación. Formada en la Escuela de Arte de Nueva York, ya a los diecinueve la vemos retratada como ‘The Art Student’ en el cuadro de Robert Henri.
Es experta en acuarela, y desarrolla su carrera como profesora de esta especialidad. Coincide con quien será su marido hasta su muerte en una residencia artística de Gloucester. Pero el matrimonio de los Hopper es turbulento y a menudo un campo de batalla en el que Josephine pierde.
Como demuestran los diarios de la artista, las interminables discusiones concluyen con ella sacrificando su profesión en pro de la de él. Hopper, a cambio, promete solo retratarla a ella y abandonar a sus habituales amantes. Josephine reclama trabajar como representante y él acepta porque sabe que nadie comprende mejor su visión creativa.
Controlará contactos, gestionará exposiciones, y trabajará en la producción de cada uno de los cuadros. Será también quien los bautice –’Nighthawks’ inclusive-; a Hopper no se le dan bien las palabras.
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