Nick Knight. Roses from my Garden

#MAKMAArte
‘Nick Knight: Roses from my Garden’
Organizada por Nick Knight Photography Ltd. y la Fundación Barrié
Fundación Barrié
Cantón Grande 9, A Coruña
Hasta el 26 de enero de 2025

Recuerdo a la perfección que era octubre del año 1995 cuando el Centro del Carmen del IVAM inauguraba ‘The Perfect Moment’, una exposición antológica de James Lee Byars que no dejé de disfrutar en todo su esplendor ninguno de los días en que estuvo abierta al público.

Hace unos días, siendo exposiciones muy diferentes y con recursos completamente distintos, volví a sufrir la experiencia de la perfección de la mano de ‘Roses from my Garden‘, de Nick Knight, en la sala de exposiciones temporales de la Fundación Barrié de A Coruña.

Si hay que buscar un nexo fácil entre ambas sería la presencia absoluta de las rosas en la última y de manera central en la primera.

Sin saber de qué iba la exposición de Nick Knight, cuando me situé ante las obras, pensé al instante que eran fotografías tomadas con una cámara de gran formato, de las que emplean placas de 9 x 12 cm, resueltas con potentes focos para ensalzarlas en un plató absolutamente controlado por el autor.

Ver esta publicación en Instagram

Una publicación compartida por Fundación Barrié (@fundacionbarrie)

Mi sorpresa fue que habían sido tomadas con luz natural y con un iPhone (imagino que Apple financia parte de la serie, o no entiendo la necesidad de este dato). Al mismo tiempo, supe que habían sido retocadas con la ayuda de inteligencia artificial, es decir, filtradas con el abracadabra de nuestros días.

Para que el lector entienda mejor mi sorpresa, dentro de unos días dicto una conferencia en la que defiendo, como ya lo han hecho otros colegas, la empalagosa relación entre la inteligencia artificial y el kitsch en las últimas producciones artísticas que se están presentando en los certámenes de arte contemporáneo, sobre todo en el ámbito de la fotografía y del videoarte; así que verme envuelto en medio de belleza, ni cursi ni previsible, virada con inteligencia artificial, me resultó sorprendente y muy esperanzador.

El primer día de mi visita, me dejé llevar por la impresión primera de ser imágenes logradas por una cámara de gran formato y el escrupuloso control de la iluminación llevado a cabo por su autor, satisfecho con un montaje que me mantuvo, en todo momento, rodeado por una maestría en la transmisión de la placidez que a los modernos les producía incursionarse en un jardín para dejarse llevar por las emociones y, del todo, ajeno al tiempo.

A ello contribuía el recurso a un laberinto de espejos a la maniera del Orson Wells de ‘La dama de Sanghái’. Solo me molestó, mucho, el martilleo de un vídeo que, desde el final de la sala, impide a voces que te eleves adonde esta exposición podría conducirte en ausencia de tal recurso ¿didáctico?

Salí de la sala con la impresión de encontrarme ante algo distinto.

Volví al día siguiente para verme envuelto, de nuevo, en ese jardín de rosas que me había ofrecido Nick Knight, ahora completamente avisado tanto del filtrado con inteligencia artificial como de la ausencia de cámaras de gran formato. En esta ocasión, además, estuve atento a los comentarios de los observadores, mayoritariamente femeninos –como ocurre en cualquier manifestación artística–, pues parece que solo a ellas les brota la pulsión de escapar de lo cotidian, para regalarse un mayor solaz.

Había comentarios sobre la perenne presencia de los jarrones (como si así fuese), sobre la calidad (y repetición) de unas pinceladas inexistentes, sobre lo muy bonitas que eran las imágenes.

Pasé a verlo todo de una manera muy diferente, porque sabía que estaba en medio de una trampa, pero feliz de verme rodeado por ella.

Me trasladé en el tiempo y contemplé las imágenes como lo hubiesen hecho los espectadores de las primeras obras pictorialistas realizadas hace siglo y medio para demostrar la capacidad superior de la fotografía a la hora de producir imágenes.

Ese movimiento siempre me había parecido innecesario y no apto para diabéticos porque no encontraba la razón para defender unos géneros que eran propios de la pintura y a los que, con soluciones así, no se daba una respuesta feliz desde la fotografía; y ahora me veía en una plena exaltación del bodegón que me ponía los pelos de punta, como si me enfrentase a un Sánchez Cotán o cualquier otro de sus pares.

Ver esta publicación en Instagram

Una publicación compartida por Fundación Barrié (@fundacionbarrie)

Porque los últimos bodegones fotográficos que recordaba los ofrecen los catálogos de los grandes supermercados para hacerte, es un decir, la boca agua, pero muy lejos de trasladarte en el espacio hasta rozar las alturas, que era como me sentía en ese momento, imbuido por un relajo transmitido por unas imágenes que cobraban rasgos táctiles, en un efecto sinestésico que, así lo creía Baudelaire, hacía que las obras fueran verdadero arte.

El arte que busco desde que se decidió romper, por un lado, con el arte retiniano, siguiendo los consejos del muy farsante Duchamp, o, por otro, poniéndonos a todos a leer prospectos porque los burócratas del arte contemporáneo han decretado, a comienzos de nuestro siglo, la transición del arte del monumento al arte del documento, agravado por un tercer frente que ha iniciado la exportación al primer mundo de los campus de reeducación identitaria, abiertos durante la década pasada en las universidades norteamericanas.

Desde esas tres vanguardias, nos han quitado a todos un placer de ver que es pecaminoso, a juicio de una iconoclasia que solo cabe comprender desde el más absoluto puritanismo en que hoy nos vemos atrapados sin poder respirar, hablar, sentir, disfrutar, tampoco pensar. Espero no estar pecando aún por omisión, porque no me pega nada.