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‘Nosferatu’, F.W. Murnau
Centenario de su estreno
Alemania, 1922
Filmin, Movistar+, Cultpix, Filmbox+
El miedo es ese sentimiento que llevamos tan arraigado en nuestra psique que, por mucho que la sonrisa asome en nuestra expresión, algo dentro de nuestra alma nos indica que estemos alerta. Con cada paso que damos en la vida, si escuchamos el crujir de la madera en un escalón, vemos por el rabillo del ojo una sombra en medio de una noche sin luna -aunque si hay luna llena, el sentimiento sigue existiendo igual-, o cualquier otra forma de hacer saltar esas alarmas internas, sentimos que algo no anda del todo bien.
Estos miedos, que cada uno de nosotros lleva interiorizados, y que son difíciles ver a plena luz del día, son los que con ‘Nosferatu’, de Friedrich Wilhelm Murnau, quiere que aceptemos. El respeto a los miedos personales debe ser un diálogo interior personal. No todos tenemos los mismos miedos, aunque hay algunos que sean compartidos por la amplia mayoría de la sociedad, y otros que están tan arraigados en la cultura popular actual, que ni siquiera son considerados como miedos propiamente dichos.
En el siglo que ha transcurrido desde el estreno de ‘Nosferatu’ (allá por el año 1922), el género de terror se ha ido definiendo y redefiniendo año tras año, y época tras época. Pero la obra de Murnau sigue ahí, inalterada en el tiempo. Como un monolito estático que sobresale por encima de otras obras del mismo género, por muchas cintas que pasen por delante, ‘Nosferatu’ sigue ahí, clavada, viendo cómo el género de terror cambia una y otra vez sin que ello le afecte.
La historia que narra aquí el director alemán no se trata de ninguna (re)invención del género. Básicamente coge la historia que escribió Bram Stoker (publicada en 1897) y cambia la narración lo suficiente para no tener que llamarla Drácula. Pero por mucho que cambie los nombres de los personajes y las localizaciones –ya sean ciudades o cadenas montañosas-, la esencia del inmortal vampiro de los montes Cárpatos sigue acechando en cada esquina poco iluminada de esta cinta.
En cada decorado que vemos en pantalla, no podemos obviar la clara influencia del expresionismo alemán que acababa de irrumpir con fuerza tres años antes. En cada plano de la cinta, ya sea por la puesta en escena, el atrezo o el tiro de cámara elegido por el mismo Murnau y su director de fotografía, Fritz Arno Wagner, vemos cómo nos empuja a ver cómo este conde Orlok (Drácula) es más humano de lo que le gustaría admitir. ¿Y qué hay más humano que olvidarse de la propia supervivencia, mientras uno se deleita con los placeres de la carne? Si lo hay, que alguien me lo diga.
Los sentimientos que retrata el director alemán son de tal naturalidad que nos hace pensar que no estamos viendo actores en una pantalla, sino que parece la vida real -¿pero qué es el cine sino eso?-. Con los presentimientos de la joven enamorada de Hutter, vivimos la angustia que lleva la mujer en su interior. Vemos cómo la indiferencia inicial de Hutter al viaje hacia los Cárpatos se torna en miedo y angustia al conocer al conde Orlok, y en este último observamos las ansias que tiene por beber el líquido que le da la vida: la sangre.
Los planos de esta película están tan bien escogidos que nos parece mentira que las lentes de aquellas primeras cámaras de cine de hace 100 años, pudieran captar la esencia de la historia sin dejar de lanzar el mismo mensaje en cada fotograma: “Va a ocurrir algo malo, no apartes la mirada que te lo pierdes”. Pero con una dirección como la de Murnau, se hace imposible girar la cabeza y mirar a otro lado, esperando a eso que sabes que va a suceder antes o después, pues conoces la historia aún sin leer el libro de Bram Stoker, ni conocer ninguna otra de las decenas de versiones cinematográficas que existen.
Hay una escena -la verdad es que hay varias, pero esta me gusta por el simbolismo que lleva engarzado-, en la que Hutter se queda mirando la bifurcación de un camino. Un sendero le lleva hasta su destino -el castillo del conde Orlok- y el otro camino le devuelve al pueblo. Vemos cómo duda el protagonista, pero en un arranque de maestría, tanto de dirección como de montaje, contemplamos a lo lejos acercarse a toda velocidad un carruaje tirado por dos caballos negros.
Con la aceleración de la imagen en los planos en los que sale el vehículo, infunde un mayor dramatismo a la escena, haciendo volar la imaginación y las preguntas del espectador: ¿Tomará la decisión de volver al pueblo? ¿El carruaje llegará a tiempo para llevárselo con el conde Orlok? ¿A qué espera ese pobre hombre para salir corriendo?
Ahora, con el paso del tiempo, al espectador pueden parecerle incluso caricaturas las expresiones de los actores. Pero ni mucho menos, porque cada gesto que hacen, cada alzamiento de ceja o cada suspiro, dejan reflejados en la pantalla esos sentimientos, logrando que esta obra cobre una vida propia y tenga un aura tan personal. Solo las grandes obras del séptimo arte consiguen impregnar en la retina de los espectadores tamañas emociones.
Tras un siglo transcurrido, esos miedos que han invadido las salas de cine siguen haciendo saltar a los espectadores en las butacas y hacer que las palomitas inunden los suelos. Pero, ¿son los mismos miedos que invadían a los espectadores de hace 100 años? El espectador en este tiempo transcurrido, ¿ha evolucionado tanto como para reconocer los miedos que le rodean al salir a la calle? ¿O ahora el género de terror es solo una colección de sustos encadenados con un maquillaje correcto y unos efectos sonoros muy buenos acompañados de música? Quizá dentro de 100 años alguien responda a estas preguntas.
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