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‘We’re Here’, de Stephen Warren y Johnnie Ingram
HBO, 2020
El 13 de abril de 1990 tuvo lugar la primera acción política de Queer Nation, un movimiento LGTB neoyorkino que surgió como reacción a la tremenda discriminación hacia las personas LGTB y a una escalada de violencia hacia este sector de la población en las calles de Nueva York.
Esta acción tuvo lugar en el bar Flutie, un bar hetero, y cuyo objetivo era reclamar un espacio de ocio y socialización de la gente LGTB que no estuviera limitado dentro del ambiente. Entre las numerosas consignas que estos outsiders coreaban estaba el ya mítico “We’re Here, We’re Queer, Get Used to It!”, algo así como “estamos aquí, somos maricas, acostúmbrate a ello.”
Esta frase expresaba toda una declaración de intenciones: reclamamos un espacio dentro de la sociedad heteronormativa, estamos orgullosos de nuestra diferencia y, sobre todo, trasladamos la agencia a un nivel global. No es que tengamos que asimilarnos socialmente, sino que es esta sociedad la que tiene que aprender a reconocernos y respetarnos. Era ya la hora de empezar a añadir más letras a un colectivo que cada vez incluía a más personas.
También fue en 1990 cuando Judith Butler publicó uno de los libros más influyentes de la teoría queer y el feminismo: ‘Gender Trouble’ (‘El género en disputa’). En él, Butler plantea la concepción de género y sexo como constructos y la posibilidad de subvertirlos para poder enfrentarse así a una ley heteronomativa –y, principalmente, masculina–.
Frente a la performatividad del género, es decir, de la repetición de actitudes y modos socialmente construidos que se asumen como reales, ella propone la posibilidad de una performance, de actuar dicho género. Esta compleja y fascinante distinción entre performatividad y performance puede intentar simplificarse de este modo: yo, como sujeto-hombre, reproduzco en mi cuerpo de manera inconsciente una serie de conductas y patrones que se asumen socialmente como masculinas. Esto es la performatividad de mi cuerpo.
Por otro lado, puedo llevar al extremo mi masculinidad actuándola, jugando con ella, incluso parodiándola, y para ello la puedo reforzar con un frondoso bigote y con un uniforme. Puedo incluso reproducir movimientos y actitudes propias de Clint Eastwood en ‘Harry el sucio’ (1971) –o en cualquiera de sus películas–. Esto sería la perfomance. E, incluso, se podría llevar la perfomance al extremo de construir en mi cuerpo una feminidad que, teóricamente, no corresponde con mi género ni mi sexo. Y es aquí donde surge la esencia de lo drag.
El documental ‘Paris is Burning‘, rodado también en 1990, mostraba la escena drag neoyorkina de la época: hombres y mujeres que, a través del vogue, actuaban unas masculinidades y unas feminidades que no encajaban con sus cuerpos. Creaban un efecto de realidad a través de una revisión y reapropiación de unos constructos sociales de género y sexo que les oprimían en sus vidas cotidianas y que, en muchos casos, les condenaba a vivir en el margen, fuera de ese here, ese espacio reclamado por Queer Nation.
Sin embargo, el voguing reforzaba a su vez la idea de pertenencia: cada uno pertenecía a una de las distintas casas que surgían en torno a una mamá drag que les preparaba para las competiciones. Es cierto que Madonna popularizó el voguing en su archiconocido ‘Vogue’ (1990), pero la esencia del vogue, no como un baile inspirado en las poses de las modelos de la famosa revista de moda, sino su carácter de empoderamiento de cuerpos no normativos, de latinos, afroamericanos, personas con sobrepeso, alcanza su cota más alta de popularidad gracias a ‘RuPaul’s Drag Race’.
Palabras como realness, shade, sashay away, herstory o squirrel friends se convierten en términos de uso global no solo dentro de la escena queer tras 12 temporadas, programas repesca de antiguos concursantes, como ‘RuPaul’s Drag Race All Stars’ o franquicias internacionales como la versión británica.
30 años más tarde, HBO estrena ‘We’re Here‘, una especie de spin-off de telerrealidad en la que tres antiguas participantes de ‘Drag Race’ –Shangela, Eureka O’Hara y Bob the Drag Queen, tal vez tres de las drag queen del programa con cuerpos y personalidades menos normativas– recorren diversas localidades de los Estados Unidos que distan mucho de parecerse a la América deslumbrante de las series televisivas. Su llegada a las diversas localizaciones, montadas en coloridos vehículos con forma de bolso y en sus plataformas, recuerda a la travesía por los desiertos australianos de las protagonistas de ‘Las aventuras de Priscilla, reina del desierto’ (1994).
Una vez llegan a la ciudad en torno a la que gira cada uno de los episodios, ya sea Twin Falls (Idaho) o Farmington (Nuevo México), se suceden una serie de planos fijos en los que el protagonista es el espacio vacío, sin música, de las calles de la ciudad. El ‘We’re Here’ del título sería el grito de estas drags advirtiendo de su llegada para organizar un show de drag en la ciudad, como si su colorida y popular presencia no fuera ya en sí suficiente declaración de intenciones.
En cambio, lo que se encuentran en las calles y locales de las ciudades son miradas de recelo, algunas de ellas incluso amenazantes, recordando que ese espacio está aún por conquistar y que, a pesar de que ya han pasado treinta años desde 1990, hay lugares donde el tiempo para la diferencia se ha detenido. Lo que no puede evitarse es que la diferencia esté allí, que esté luchando por encontrar su propio espacio alternativo, que quiera sentirse parte de la comunidad.
Debajo de la superficie aparentemente uniforme de cada ciudad también es posible encontrar diversidad: hombres heterosexuales que están dispuestos a modificar modelos de masculinidad tóxica que han tenido que adoptar para sobrevivir; gays nativo-americanos que intentan encontrar su identidad dentro de esa tierra de nadie que es pertenecer a dos grupos sociales al mismo tiempo; mujeres que asumen una masculinidad que no afecta a su concepción de género; y madres cuyo sufrimiento tiene su origen en ver cómo sus hijos niegan su identidad para no ser señalados.
Shangela, Bob y Eureka les ayudan a montar el show y todo acaba resultando ser una experiencia liberadora. Podrían ser la versión drag del equipo de ‘Queer Eye’ en las que llegan, transforman a la persona a la que adoptan y se van, dejando a su bebé drag de nuevo en su aislamiento social.
Sin embargo, esto no es así: en su performance llena de maquillaje, pelucas y tacones vertiginosos, cada uno de los protagonistas experimenta la sensación de poder que otorga el mostrarse, paradójicamente, tal y como uno es y la aceptación por parte de una comunidad, que también celebra la diferencia.
Cada uno se apropia del ‘We’re Here’ de presentación de las tres drags protagonistas para reclamar su posición dentro de sus ciudades. A pesar de la uniformidad imperante, están aquí y, además, están aquí para quedarse.
A través de la pantalla, es difícil no sentir empatía por cada uno de los protagonistas de los diversos capítulos e intentar ponerse en su piel y sentir ese dolor que, en algún momento de nuestras vidas, todos hemos sentido y, desgraciadamente, volveremos a sentir. Todos queremos pensar que en treinta años no es necesario reclamar un espacio social para nuestra diferencia.
Todos esperábamos que esta crisis sanitaria y pandémica haría resurgir todos los valores positivos de la sociedad, pero esas mismas pantallas nos presentan también una sociedad en la que el otro se ha convertido en un potencial enemigo, en donde la movilidad física y social está limitada, en donde un hombre afroamericano muere asfixiado por la acción brutal de un policía y en donde, en un pleno del Congreso, un representante político puede proclamar, ante el aplauso mediático de un número considerable de individuos, que “Decir ¡Viva el 8-M! es decir ¡Viva la enfermedad! Y ¡Viva la muerte!”.
Es en esos momentos cuando nuestras vidas se convierten en ese plano fijo de un Branson (Missouri) que necesita llenarse de música, maquillaje y fantasía.
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