‘Romancero gitano’, de Lluís Pasqual
Recital escénico a partir del poemario de Federico García Lorca
Con Nuria Espert
Una producción de Julio Álvarez e Interludios S.L.
Teatre Olympia de València
Hasta el 15 de noviembre
“No me recuerdes el mar, / que la pena negra, brota / en las sierras de aceituna / bajo el rumor de las hojas. / ¡Soledad, qué pena tienes! / ¡Qué pena tan lastimosa!”, rima en octosílabos asonantes Federico García Lorca en ‘Romance de la pena negra’, perteneciente a su eximio poemario ‘Romancero gitano’ (1928).
Una colección de dieciocho romances cuyas vértebras semánticas, líricas y nocturnas, habrían de articular la metafórica columna vertebral de Andalucía, edificada bajo gitanas lunas sonámbulas, infaustas madrugadas de metal y diurnos de mujeres cobrizas, agua y muerte.
“El libro en su conjunto, aunque se llame gitano, es el poema de Andalucía, y lo llamo gitano porque el gitano es lo más elevado, lo más profundo, más aristocrático de mi país, lo más representativo de su modo y el que guarda el ascua, la sangre y el alfabeto de la verdad andaluza y universal”, aseveraba Lorca, a modo de proemio de su romancero en curso, durante una conferencia-recital celebrada en el Ateneo de Valladolid en 1926.
Nobles martirios de bajas burlas y elevadas reyertas, frutas de Granada, Gabrieles de Sevilla y Rafaeles de Córdoba a partir de los que Nuria Espert y Lluís Pasqual rubrican su noveno vínculo escénico. Una íntima, desgarrada y confesional revisitación de los temas mayúsculos y recurrentes del malogrado poeta granadino, cuya intermitente gira (por razones inequívocas) recala en el Teatre Olympia de València hasta el domingo 15 de noviembre.
Un recorrido lorquiano que habría de partir, hace un año, del Teatro La Abadía de Madrid, auspiciados por el candor lumínico de Pascal Merat y sobre las tablas ya semidesnudas, en paños menores de butacas entre las que descansar el verbo y mirar al frente, con el refresco del agua escondida –de la que no es preciso tomar respiro, porque Espert conmueve con la prosodia fresca y rizada que proviene de la palabra de Federico–.
De este modo, a partir del infante recuerdo de fraguas, aires conmovidos y blancores almidonados del ‘Romance de la luna, luna’, Nuria Espert evoca, con la memoria impresa entre las manos, el silencio sin estrellas de ‘Preciosa y el aire’; estremece con su incógnito ‘Romance sonámbulo’ –“Eso no lo sabe nadie, Rafael (Alberti)”–, entre verdes querencias, largos vientos y rastros de sangre.
Galopa a lomos de la escarpada voz de nicotina y guitarra de Paco Ibáñez y su ‘Canción del jinete’ –“¿Qué perfume de flor de cuchillo! / En la luna negra, / ¡un grito! y el cuerno / largo de la hoguera. / Caballito negro. / ¿Dónde llevas tu jinete muerto?”–; y transita “al son de panderos fríos” y “pájaros en su garganta” por la camisa rasgada de ‘Tahmár y Amnón’.
Un sugestivo y sacramental itinerario que, tras aquella pena de caballos y sombras que atraviesa Soledad Montoya por los oscuros montes de la “madrugada remota”, desemboca en un quejido de asfalto y “manzanas levemente heridas” a partir de las que, en su ‘Grito hacia Roma’, Nuria/Federico reclaman “el pan nuestro de cada día” con desolladas voces unívocas, “porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra / que da sus frutos para todos”.
Una fruta necesaria y ecuménica con la que sobrecogernos como espectadores, silentes y partícipes de un taumatúrgico acontecimiento.
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