#MAKMAArte
Pablo González Tornel
Director del Museo de Bellas Artes de València
San Pío V 9, València
Entrevista realizada por Jose Ramón Alarcón, Merche Medina, Ismael Teira y Salva Torres
A Pablo González Tornel se le ilumina el rostro –con una luz mezcla de Sorolla y Zuloaga– cada vez que piensa en su trabajo al frente del Museo de Bellas Artes de València, que dirige desde septiembre de 2020. La luz mediterránea le invade cuando, atravesando los pasillos de la pinacoteca, contempla la valiosa colección de obras que custodia, el equipo que está logrando ensamblar y las atractivas propuestas con las que pretende atraer a ese público que todavía mira con cautela el arte más clásico.
Una luz mortecina, encarnada en el más adusto cantábrico, viene en ocasiones a ensombrecer, siquiera ligeramente, ese panorama soleado con vistas al cauce del Turia, desde el que cada mañana traza las líneas a seguir González Tornel en su despacho repleto de libros, algunos de su propia cosecha. Una luz, esta, caracterizada por la falta de personal y un presupuesto insuficiente, teniendo en cuenta, dice, la valiosa colección de obras que custodia.
“De presupuesto andamos siempre mal, pero lo que sí que es verdad es que en 2023 tengo un 20 % más que en 2022 [de los 6 millones a los 7,2]. Mi objetivo, que está muy vinculado al presupuesto, es dotarlo de personal suficiente, porque aquí falta personal adecuado a la colección que se custodia: 30.000 obras de arte, siete millones de euros. Cojamos las obras que custodian otros museos y su presupuesto”, subraya González Tornel.
Una vez apuntada esa carencia de presupuesto y de personal –ligada al brillo que emana por dentro el museo con tamaña colección–, reconoce que el ámbito universitario del que procede contrasta con el museístico. “La universidad es una especie de cosmos muy pequeño, en el que la mayoría de las personas trabaja y realiza producción e investigación que es, fundamentalmente, para el consumo de colegas del mismo ámbito de conocimiento”.
Un museo, en cambio, tiene, a su juicio, “una capacidad para permear la sociedad muy superior al del propio espacio universitario”. Y esa capacidad de interrogación con la sociedad, “de hacer que aquello que tú percibes como maravilloso, que es el arte y que a ti te da la vida, te roba el sueño y te cura el alma, puedes compartirla con mucha más gente de lo que consigues en el ámbito universitario”.
Esa mayor participación choca, no obstante, con los datos del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) que dice que el 70 % de los españoles nunca pisa un museo. “Y de ese 30 % habrá un 15 % que seguramente esté mintiendo y que lo habrá dicho por esnobismo”, apostilla González Tornel, acostumbrado a tirar de hilos reflexivos más académicos ahora al servicio de un público más pedestre.
“Es un problema difícil de abordar desde la singularidad, porque no es un problema de un museo, sino de tipo cultural. En el mundo occidental existe una tradición con respecto a los museos de arte, que se ha elevado a la enésima potencia en el mundo anglosajón –hablo de Estados Unidos–, que tiene que ver con la consideración del museo como un espacio de elites. Bajo esta idea, se ha hecho que los museos se configuren como repositorios de arte, para conservar y exhibir las mejores obras que tienen para el disfrute de esa elite”.
La labor de los museos, en su opinión, consiste en “reclamar el valor de los propios museos, que no es otro que el de conservar y transmitir el patrimonio cultural de todos. Y en una sociedad que tiende a ser cada vez más democrática, los museos siguen percibiéndose como elitistas, lo cual es una paradoja. Hay que fomentar esa percepción y ese orgullo de las sociedades por sus museos, para que los usen y disfruten”.
De manera que su concepción de museo como “centro social” ha de estar engranado con la sociedad que lo alberga –“me importan bien poco los turistas que se bajan de un crucero, vienen aquí y no van a volver nunca”–, sino que lo esencial “es que un señor de, por ejemplo, Alboraya sienta que este museo es suyo”.
Y para que lo sienta así, González Tornel afirma que debe de existir «un equilibrio entre el rigor más absoluto y el concepto de biblioteca, en tanto obligación educativa hacia la sociedad, y la necesidad de que la gente entre al museo. No se trata, por tanto, de hacer fuegos artificiales en la cúpula todo el rato para que la gente venga, pero sí de resultar atractivo”.
Un atractivo que bien puede estar conectado con ciertas prácticas publicitarias. “Lo de las banderolas en la fachada del museo, a propósito del Año Sorolla, a lo mejor lo recupero. Soy poco dogmático, sobre todo con las cosas que no son de contenido. Me gustaría que desde la otra orilla del río se viera que esto es un museo, que ahora no se ve. Entonces, no sé si el sistema es poner ‘Museu’ en la acera, con letras de cinco metros de altura de acero corten, o ponerlo en la fachada para que, en definitiva, se vea a lo lejos”.
Y, de nuevo, de la proyección hacia el exterior del Museo de Bellas Artes, pasamos al interior, donde las luces del arte se mezclan con las sombras de quienes trabajan por que ese fulgor aumente su potencia. “Cuando estás al frente de un museo público, te das cuenta de que va todo mucho más lento administrativamente de lo que uno quisiera, siendo los procesos de cambio mucho más largos”.
González Tornel insiste en que, independientemente de la coyuntura, se trabaje en la estructura de personal y de presupuesto. “Por un lado está la función pública, que es la que tiene que dotar de plazas –somos en este museo muy pocos, no solo conservadores, sino principalmente restauradores y técnicos en administración general que puedan hacer, por ejemplo, pliegos para sacar un concurso, la reforma de una sala o una publicación–, y, por otro, está el presupuesto, porque nosotros tenemos que poder jugar en una liga muy alta. Este museo se lo merece”.
Y pone sobre la mesa un dato esclarecedor. “Pensemos que la última licitación de transporte del Museo del Prado para la próxima exposición de Guido Reni asciende a un millón de euros y nosotros jugamos por debajo de 60.000. Para la Administración es más sencillo una inversión puntual de 3,7 millones –para la Colección Lladró– que empezar a mover la creación de plazas nuevas, porque eso implica muchísimo más trabajo administrativo. Por eso mi proyecto para este museo, pensado para cinco años, va a necesitar al menos diez”.
Con respecto a la captación del público –que vive sometido a un aluvión de imágenes y a una batalla pública y privada por atraerlo mediante prácticas de seducción turística–, el director del Museo de Bellas Artes tiene claro que, en una pinacoteca, hacen falta elementos de mediación que permitan la comprensión de las obras de arte.
“Yo creo en esos elementos de mediación y, aunque soy poco proclive a la introducción de objetos tecnológicos en las salas –las pantallas y los lienzos no deben competir–, sí creo que hay que proporcionar al visitante armas para acceder a las obras de arte”. Y establece una comparación con el Centre del Carme, “que no es un museo y donde la conexión es mucho más inmediata, porque el espectador percibe que prácticamente toda la relación que hay entre el objeto y él se basa en la opinión –este cartel o esta performance me gusta o no me gusta–, pero no necesita conocer para tener esa opinión. Sin embargo, en un museo la gente se siente incapaz de decir que no le gusta, por ejemplo, Velázquez”.
Ya metidos en el Año Sorolla, se hace ineludible abordar su huella y su legado. “A Joaquín Sorolla lo que hay que reconocerle, fundamentalmente, es que, como sucede con una serie de genios a lo largo de la historia –Leonardo, Miguel Ángel o Caravaggio–, era un superdotado técnicamente. Tenía una capacidad brutal para pintar”.
Y añade: “En su contacto en París con la pintura nórdica, descubre una manera distinta de reflejar la luz. Entonces, entre su gran capacidad técnica y el descubrimiento de esa visión de la luz tomada de los paisajistas del norte, genera un tipo de pintura que se hace tremendamente popular. Y, a partir de determinado momento, Sorolla se convierte en una marca que vende muchísimo”.
La previsión del Museo de Bellas Artes para celebrar el centenario de su muerte consta de una serie de exposiciones, siempre en esa línea de fomentar el pensamiento, sin renunciar a una atractiva puesta en escena. “Nosotros haremos, con el Año Sorolla, poco por el espectáculo y mucho por el conocimiento. Iremos de lo más pequeño –el Sorolla que se forma aquí y va al colegio de artesanos– a lo más grande –los 45 lienzos de la Colección Masaveu, que va a ser la locura padre y lo que la gente espera, porque uno no puede escapar de determinadas cosas–. En este caso, contaremos con un montaje espectacular, con unos pedestales diseñados por Lina Bo Bardi que son de cristal transparente y que permite el visionado de las piezas tanto desde el frente como por detrás».
Habrá una tercera exposición que ayude a conocer a Sorolla en contexto, comisariada por Lola Jiménez-Blanco, y en la que, a través de una institución como la Academia de España en Roma, se hablará de la evolución y de las contradicciones del arte español de finales del XIX y principios del XX, “eso de por qué Sorolla no pinta cubista”.
¿Y qué hay de la sala Sorolla prevista para finales de año?
Pues se abrirá cuando me devuelvan todos mis Sorollas [risas]. Los museos no deben renunciar a sus señas de identidad. Igual que al Prado uno va a ver a Velázquez y a Goya, aquí se tiene que venir a ver bien a Sorolla, o a Muñoz Degrain o a Juan de Juanes. Es un trabajo por hacer, pero en los próximos tiempos yo quiero que haya un espacio dedicado a Joaquín Sorolla y solo a Joaquín Sorolla, o sea, que no tenga a Zuloaga compitiendo con él en la sala, así como un espacio dedicado a Muñoz Degrain y solo a Muñoz Degrain, otro dedicado a Ignacio Pinazo y solo a Ignacio Pinazo, y, probablemente, otro dedicado a Fillol y solo a Fillol.
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