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‘Parthenope’, de Paolo Sorrentino
Reparto: Celeste Dalla Porta, Gary Oldman, Stefania Sandrelli, Luisa Ranieri, Silvio Orlando, Isabella Ferrari, Peppe Lanzetta, Silvia Degrandi
Guion: Umberto Contarello, Paolo Sorrentino
Fotografía: Daria D’Antonio
Música: Lele Marchirelli
136′, Italia, 2024
Un niño corre hacia la orilla de una playa atraído por los gritos de su madre, que está siendo atendida en el parto con el cuerpo sumergido hasta la cintura en las tranquilas aguas turquesa de una bahía privada en el mar Mediterráneo. Al poco, los gritos y los sofocos de la madre dan paso al llanto de la criatura recién nacida.
Es una niña, celebran los presentes. Feliz, la madre le pregunta al padre qué nombre le van a poner. Pero el padre, sorprendido ante una pregunta para la que no tiene respuesta, se gira hacia la terraza de la residencia familiar que linda con la playa y en la que se encuentra, se entiende, el padrino, a quien el hombre le traslada la pregunta.
Este duda un instante. Luego, vuelve la vista hacia atrás. A su espalda, a lo lejos, la ciudad de Nápoles se ofrece a lo largo del litoral bajo un tórrido sol de verano. ¡Parthenope!, exclama el hombre. Se llamará Parthenope.
‘Parthenope’, última producción del director italiano Paolo Sorrentino, contiene muchos de los temas que han formado su filmografía, si bien abordados desde una perspectiva diferente.
Cuestiones, todas ellas, que no hacen sino desafiar una vez más la capacidad de comprensión de sus muchos detractores que, a estas alturas, todavía no han entendido lo que Sorrentino sí comprendió hace tiempo: que una película que merezca la pena serlo no ha venido a satisfacer los discursos de las tendencias de moda, sino a todo lo contrario, a desafiarlas. Algo que, trabajo tras trabajo, parece que nunca le han perdonado, precisamente porque, quizá, es a aquellos que lo critican a los que pone en cuestión.
Nos habla ‘Panthenope’, en primer término, de la idea misma de belleza, un tema que ya abordara en producciones anteriores, como ‘La gran belleza’ o ‘La juventud’. Belleza física, por supuesto.
Tras el nacimiento de la niña, la película da un salto en el tiempo. De esas mismas aguas que la vieron nacer surge, de repente –mirando al espectador, tentándolo, desafiándolo, seduciéndolo–, la imagen de una mujer escultural, una diosa, un ideal.
Sorrentino toma el mito de la fundación de Nápoles, su ciudad natal, que reposa sobre la leyenda de la muerte de una de las sirenas que tentaron a Ulises en su viaje de regreso de la guerra de Troya, como excusa para dar nombre y construir a su personaje principal, una mujer cuya belleza marcará toda su vida.
Y aquí empieza el desafío, pues si bien la mayoría de críticas han querido ver en esta elección, así como en el tratamiento visual que Sorrentino dedica a su Parthenope (excelentemente interpretada por la actriz Celeste Dalla Porta, en su primer papel para la pantalla), una mirada misógina hacia el cuerpo femenino, es todo lo contrario.
Sorrentino deja claras sus intenciones desde el arranque mismo de la película. Presentado su personaje protagonista, aun con los últimos títulos de crédito sobre la imagen, la cinta salta a una plaza céntrica de la ciudad. De unos soportales, una mujer sale al sol del mediodía ante la atenta mirada de un grupo de hombres que la observan al pasar.
A esta primera estampa le siguen otras en las que unos y otras se siguen y se persiguen con las miradas, se exhiben y reaccionan al desafío de la belleza que les rodea. Y es que de esto va la película de Sorrentino. No de exhibir por exhibir un tipo de belleza establecido –como se ha querido leer de esas y otras imágenes que seguirán en la película–, sino de cómo reaccionamos ante ese ideal de belleza al que nos lanza la cultura contemporánea.
Sobre ese ideal, nos dice Sorrentino sutilmente, se orquesta, si no toda, buena parte de las cuestiones que afectan a nuestra sociedad.
Una belleza que, como veremos a lo largo de la película, no solo no admiramos, sino que trataremos de poseer, de mancillar, de ensuciar. La belleza como arma en un mundo despiadado, la belleza como sujeto de envidia y recelo, como reflejo de aquello que no comprendemos y, por lo tanto, trataremos de corromper.
Pero la belleza también como una carga insoportable ante tanto desafío y sobre la que, con muchas dificultades, Parthenope tratará de construir su identidad. Belleza que arrastra como un castigo, pues es difícil sobreponerse a los deseos de los otros, saber quién es uno cuando los demás te han construido sobre sus propios prejuicios y expectativas.
Sorrentino pone ante nuestros ojos un espejo sobre el que retratarnos de forma indirecta o inversa, es decir, no mostrando directamente nuestra propia fealdad, que también, sino exhibiéndola como mezquina reacción ante la belleza de la vida que, como en el caso de Parthenope, trataremos, por todos los medios, de destruir.
Belleza que tiene su hermana siamesa en una idea o ideal de juventud, otro de los temas de su cine. Juventud no solo como un hecho, sino como un lugar en el tiempo, un espacio en la memoria, una impresión emocional y sensorial que formará parte constituyente de nuestra vida.
La juventud como ese lugar que habitamos por un momento, pero que, como solo la edad nos ayudará a comprender, se nos escapará rápidamente, pues, como dirá en algún momento la protagonista, dura poco.
Una juventud también como espacio corroído por la duda y la necesidad por comprender. No en vano, Parthenope estudiará antropología en busca quizá o para dar fe y contrastar esas respuestas que ella, en su juventud, cree tener. De hecho, la mayoría de personajes que le son cercanos le reprocharán precisamente eso, que siempre parezca que tiene una respuesta perspicaz para cada situación que se le cruza en el camino.
Pero como todo joven arrogante, la sabiduría de Parthenope no es la de un verdadero sabio, sino la de una mujer que no sabe que ignora los muchos desafíos y sinsabores de la vida, pues como dirá uno de sus mentores (interpretado de manera soberbia por el actor Silvio Orlando, en un papel inolvidable), los jóvenes no es que no tengan respuestas, es que no saben hacer las preguntas adecuadas.
Pero juventud también como esa emoción que solo se puede percibir, precisamente, desde ella misma. En una de las mejores secuencias de la película, Parthenope tiene un encuentro fugaz con el escritor estadounidense John Cheever (Gary Oldman, en una de sus mejores interpretaciones) al que le muestra su admiración, pues dice haber leído todos sus libros.
Tras huir de un desafortunado encuentro con un millonario que ha intentado seducirla y que le ha producido un cierto desasosiego, la joven se ofrece al viejo escritor para acompañarlo por un paseo nocturno. Pero, contra todo pronóstico, el escritor rechaza su proposición aduciendo que, aunque quizá desearía su compañía, no quiere robarle ni un solo instante de su juventud.
Consciente de su momento, Parthenope disfruta, a continuación, de una fiesta en compañía de su novio y su hermano. Sorrentino se acerca a ese momento con la delicadeza del que sabe que ahí, esa noche, se encierran todas las noches, no solo de los personajes de ficción, sino de todos los espectadores de la platea. Aquellas noches a la luz de la luna en las que, como había dicho Cheever en una escena anterior, surgirán y morirán, sin saberlo, los sueños posteriores de unas vidas condenadas de antemano al fracaso.
Juventud como ese lugar del que nunca querríamos escapar, pero que, precisamente por ello, se nos escapa. Juventud que no podremos retener por mucho que nos empeñemos y que tiene su reflejo en la decadencia física de muchos de los personajes que acompañan a Parthenope en su viaje y que tratarán de eludir usando todos los trucos que nos ofrece la sociedad de consumo: desde tintes artificiales a cirugías plásticas desfigurantes, en un aquelarre trágico de putrefacción.
Lo bello, como hemos visto, se une, pues, a lo grotesco denunciándose, señalándose entre sí. Dos caras de una misma moneda que tendrá su reflejo en esa ciudad de Nápoles que bautizó a Parthenope. Ciudad de contrastes, donde la riqueza material se exhibe como fruto de la corrupción y la delincuencia, mientras mira de soslayo, como si no fuera con ella, a la pobreza que la rodea, como si la una no fuera consecuencia de la otra o se apoyaran entre sí.
Sorrentino explora en las tripas de la ciudad que lo vio nacer para exponer al aire sus miserias, pero también su aspecto más vital, más puro, más profano y sincero. Un lugar donde la tradición convive con la penuria como mortero de su identidad. Sorrentino recorre callejas y avenidas para dar cuenta de su relación, conflictiva, afectuosa, corrosiva, como no podría ser de otra manera, con lo popular. Y aquí aparece de nuevo, entre otras imágenes, el fútbol como elemento capilar de esa identidad común, como ya hiciera en ‘Fue la mano de Dios’.
Y la religión, por supuesto. Otro de los temas de su obra. Religión como prisión, pero también como refugio, liberación. Religión como mentira, como engaño, como estafa, pero también como misterio, como aquello que se nos escapa y que, como la belleza, no entendemos por mucho que tratemos de racionalizarlo y hacia lo que siempre acabaremos regresando. Dos miradas, tal vez inseparables, de una misma naturaleza humana sobre la que sobrevuela un Dios que, como dirá uno de los personajes, quizá se distrajo en nuestra creación. Un Dios que nos regaló una infancia perfecta, feliz, pero prestó poca atención a la hora de diseñar cómo sería el resto de nuestras vidas.
En medio de todo esto, el arte aparece de nuevo como objeto de sus afilados dardos. Ya en ‘La gran belleza’ Sorrentino se esmeraba en destripar las miserias del mundo de la cultura. Otra fachada, otro engaño. En ‘Parthenope’, insiste en esta idea desde otro punto de vista.
Para Sorrentino el arte es el espacio de la soledad, de la precariedad emocional, de la visión lúcida del mundo y, por ello, de la condena del mismo artista. Pero el arte también como deshecho, como brillo deslucido por el dinero, especialmente cuando hablamos de la industria del cine, que, en sus manos, deja expuesta su tramoya.
En ‘Parthenope’, Sorrentino nos pregunta: ¿qué significa ver? O, como le insiste el tutor a su pupila, nos guía para que aprendamos a mirar no solo a los demás, sino cómo nos vemos a nosotros mismos, y nos advierte de que esa mirada límpida y lúcida que anhelamos obtener es un imposible inalcanzable, al menos hasta que midamos nuestras fuerzas a los sinsabores de la vida.
Con una fuerza estética ciertamente subyugante (por mucho que algunos se hayan esmerado en desmerecerla como si pudieran disfrutar de imágenes como las que nos ofrece esta película todos los días), Sorrentino nos sumerge en un trabajo que desborda la estructura de la narración convencional y que funciona, más bien, como un río que fluye para dirigirnos por las distintas etapas de su protagonista hacia su madurez.
Una película en la que ha querido encapsular todo un mundo, el de esta Parthenope de ficción, reflejo del nuestro. Una vida entera que es la vida de cualquiera de sus espectadores. Una película muy hermosa.
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