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Paul Auster (1947-2024)
Con motivo del fallecimiento del escritor estadounidense el pasado 30 de abril de 2024
Primera
Hasta hace nada, numerosos lectores esperábamos la nueva novela de Paul Auster (1947-2024). Siempre a la expectativa de la entrega sucesiva. Aguardábamos cada novedad con verdadera expectación. Años atrás, Auster solía ser un autor regular: regular en el sentido de que ajustaba los tiempos para publicar con una frecuencia medida que le agradecíamos los editores y los lectores.
Como el mercado respondía bien a sus obras y como parecía estar en plena forma, Auster tenía estímulos para seguir. Tenía alicientes para agrandar su creación y mejorarla, levantada sobre un espacio reconocible y con una demografía con la que, a la postre, nos familiarizábamos.
Auster nos administraba a sus seguidores nuevas historias, siempre locales y siempre eternas, que ocurren en un país, Estados Unidos, y en un barrio, Brooklyn, que no son los nuestros, pero a los que nos hemos habituado.
Los rasgos de esa escritura eran y son identificables. Muchos de sus incondicionales buscábamos dichos motivos, corroborando elementos previsibles, pero esperábamos también lo insólito: por ejemplo, un experimento narrativo que nos hiciese pensar en una historia personal, tan propia de la familia judía de la que procede Auster y, a la vez, tan neoyorquino, ni más ni menos que el microcosmos del mundo.
¿Qué rasgos eran esos que hacían tan identificable su literatura?
Enumeraré algunos para ser operativo. Por ejemplo, me refiero a los efectos imprevistos del azar, eso que el ser humano no prevé y que, de chiripa o por la propia chiripa, nos trastorna y nos transforma.
Creemos que la vida es orden, rutina y sucesión y, en parte, lo es. Pero un leve o gran cambio tuerce el curso de los acontecimientos. Es entonces cuando esa mutación más o menos insólita nos saca del hogar o nos saca de quicio hasta arrastrarnos a una aventura personal que no siempre teníamos prevista ni deseábamos.
Otro rasgo de su literatura no menos relevante es la identificación del relato (contar los que pasa, lo que nos ha pasado) como una forma o vía de conocimiento, ya que no siempre puede ser de reconocimiento. La rutina nos permite ahorrar esfuerzos y adelantar resultados. Pero la vida nos sorprende. El propio Auster o sus narradores o sus protagonistas han de contarse qué ha sucedido.
Narrar es así un deseo perentorio y es también la expresión misma de vivir, de seguir viviendo y de aventurar interpretaciones sobre lo que acaece. Y eso que acaece sólo en parte es previsible. Debemos hacer el esfuerzo de averiguar qué es o qué ha ocurrido, algo que columbramos a ciegas o que apenas distinguimos, tanteando.
Otro de los rasgos de su literatura es propiamente la metanarración. Cuando decimos esto, me refiero al acto de hacer visibles y conscientes la carpintería, así como ciertos artificios del relato. Con ello, Auster muestra la habilidad de narrar y la dificultad de contar.
¿Por qué razón? ¿Dificultad?
A través de quien cuenta, Auster hace explícitas sus ignorancias. La existencia se parece mucho a esto, a esta limitación: no saber exacta o enteramente lo que les ocurre a sus personajes, a esos seres que tampoco se conocen del todo, a esos individuos sobre los que el autor y su sosias, el narrador, no ejercen el control absoluto.
Esto no es necesariamente un ardid posmoderno. Esto no es necesariamente literatura del agotamiento, en el sentido que John Barth le diera a esta expresión. Esto es un modo de examinar la vida, en parte incognoscible, y una manera de tantear sus posibilidades y sus variaciones a la hora de contarla.
Punto y aparte.
Tanto en los escritos autobiográficos (por ejemplo, ‘La invención de la soledad’, 1979) como en las novelas (por ejemplo, ‘Brooklyn Follies’, 1979), Paul Auster solía mostrarnos/relatarnos las existencias de seres acomodados. Seres acomodados: estadounidenses con estudios o con aspiraciones cuyas expectativas se cumplen o se frustran sin que el misterio de la vida se aclare. Siempre les y nos faltan datos. Y en el plural incluyo a los personajes y a los lectores, pero también al artífice de todo esto: el autor.
Normalmente, cuando hablo de esos estadounidenses me refiero a individuos con el porvenir ya hecho o resuelto y a los que, frente a la molicie o la rutina, algo les pasa, alterándoles lo previsto.
Durante décadas, el escritor ha vivido en Brooklyn, Nueva York, y sus personajes en esta o en aquella novela son tipos reconocibles, de dicho barrio multicultural. Son gentes que, en parte, se asemejan al autor, cosa que él nunca negó, pero a los que astutamente les cambiaba algo sustancial para así mudar sus identidades previsibles. Por tanto, no eran –no son– simples copias de Auster, replicantes de una identidad firme. Constituyen un muestrario de fantasmas, de sus propios fantasmas, convertidos en seres de carne y hueso, si se puede decir así.
“Creo que la única metáfora que he empleado para hablar de la gama de personalidades dentro de una misma persona es la idea de espectro. Creo que todo ser humano es un espectro”. Y añade: “Una buena parte de nuestra vida la vivimos en el centro, pero hay momentos en que fluctuamos hacia los extremos, y recorremos ese espectro de matices de un color a otro en momentos diferentes, en función del estado de ánimo, de la edad y las circunstancias”.
Eso responde Paul Auster a Inge-Birgitte Siegumfeldt en ‘Una vida en palabras‘ (2018).
Los espectros son variaciones, alternativas potenciales. O en otros términos: son proyecciones alteradas de identidades mudables, recreaciones de aquellos seres que cada uno de nosotros ha sido a lo largo del tiempo.
En ese desdoblamiento está su virtud, la del escritor que desentierra lo que sólo está prefigurado o ya inhumado. Al analizar dichos espectros, al avanzar, averigua lo que cada una de sus criaturas (el yo y sus dobles) hace.
El problema es que eso que hacen es objeto de relato, de recreación. Es decir, siempre hay alguien que no sólo vive, sino que además cuenta, se cuenta o es contado aquello que ya está concluido o lo que creía consumado. Y eso comporta dentro de la propia novela un elemento de invención: en sus novelas, uno o varios narradores suelen detallar las circunstancias de la vida y el relato, añadiendo lo que no está, no se sabe o nunca se sabrá.
¿Dónde está lo cierto, lo fehaciente?
Segunda
Paul Auster es un hábil contador de historias, alguien que busca interlocutores a los que inventarles una existencia con hechos. Los hace pasar por vicisitudes y obstáculos en que poder vernos nosotros mismos reflejados o representados. Como se toma en serio a sus personajes, de ellos puede y podemos aprender: son personajes que relatan sus propias vidas o las ajenas, que dan cuenta de sus experiencias con bravura o cobardías.
El autor los concibe, los elabora con remedos y remiendos del mundo real. Los imagina cuando escribe, cosa que le fuerza a ser coherente con sus rasgos, con sus características. Ahora bien, no son marionetas que el novelista maneje como en un guiñol: son tipos a los que eventualmente les pasan cosas que los alteran. Auster se muestra respetuoso con sus vidas y con las ignorancias o incertidumbres a las que tienen que hacer frente.
El autor se obliga a pensar las consecuencias de lo que les ha sucedido. Eso parece, al menos. La impresión que el lector suele tener es la del enigma: en las historias de este novelista ignoramos cuál puede ser el curso venidero y probable de los acontecimientos. Seguimos a tientas a esos personajes que avanzan en penumbra o en semipenumbra.
Uno tiene la sospecha, en efecto, de que ni siquiera el novelista sabe qué les ocurrirá a sus criaturas cuando les pasa algo. O, por lo menos, narra las historias como si el propio escritor no tuviera claro lo que más tarde va a sucederles. Algo les ocurre, desde luego, y Auster ha de ser congruente para imaginar qué harán después, cuando un hecho nuevo o un giro inesperado modifiquen completamente lo predecible.
Para lograr ese efecto tan persuasivo en el lector –el efecto de que todo está pasando ahora con el tanteo inevitable–, el novelista ha de trazar personajes extraordinariamente parecidos a los humanos. Auster cuida al máximo los detalles. Los moldea con rasgos reales, con características de nuestra especie, evitando lo fijo, lo previsible, el arquetipo.
Los sabemos seres ficticios, sí, pero sus inclinaciones o deseos son cifra, enigma, algo oscuro y variable. Por un lado, sus protagonistas se nos presentan como tipos perfectamente equiparables a nosotros: carentes, heridos, simpáticos, crueles, bondadosos, abnegados, soñadores. Son todo eso a la vez.
Por otro lado, sus personajes se nos muestran como individuos poco fiables, al modo de los propios seres humanos, los de carne y hueso y no sólo de papel. Son o somos poco fiables por inconstantes y por mentirosos. Antojadizos, inestables, los individuos hablan, hablamos, sin parar: así damos sentido, atropellándonos, contradiciéndonos, contrariándonos o cambiando el significado de lo que nos pasa.
Caprichosos, vacilantes, mienten: mentimos para completar lo que la vida no nos da; para protegernos, pero también para perseguirnos a nosotros mismos, para fantasear con ideales inalcanzables que nos mejoran y nos dañan.
En las novelas de Auster ocurren estas cosas: con ese recurso, el autor da fuerza y verosimilitud a lo que escribe. Imita el mundo real no a golpes de naturalismo, como un dios omnisciente, sino como un investigador perseverante y limitado, como un coetáneo en parte desorientado, alguien que recopila versiones siempre parciales, fragmentarias, dudosas. Con ello, las obras de dicho autor son una tupida red de historias que se suceden, que se complementan, que se solapan, que se contradicen, que se niegan.
¿Un juego con la verdad?
No sólo es un juego: es la constatación de que lo verdadero es una penosa e incierta reconstrucción. Todo depende del número de sus relatores, de sus inclinaciones, de su rigor. Todo depende de los individuos y de sus respectivas vidas.
Los individuos no somos de una pieza, efectivamente. Vamos mudando con el paso de los años y aquel que éramos no es igual a quien luego somos. Quedan restos de ese personaje nimio o colosal que fuimos.
Hay algo más: ese que fuimos pudo haber sido de otro modo, pudo haberse conducido de otra manera, pudo haber optado por otro curso de acción. No hay fatalidad que nos obligue a ser y a permanecer.
Lo corriente, por el contrario, es que pequeños acontecimientos o grandes sucesos nos fuercen a cambiar o nos hagan sopesar otras metas. Somos frágiles y eso que nos proponemos se nos tuerce a poco que las circunstancias nos afecten. Es una trivialidad, pero no por ello es menos verdadera. Nos hacemos una vida, nos forjamos metas y objetivos, nos adelantamos a los acontecimientos con el propósito de controlar. Pero las cosas mudan.
De Paul Auster se toma ya un adjetivo que sirve para identificar cierto estilo de escritura o cierto tipo de evento casual: es lo austeriano.
“No es que me obsesionen las historias raras, pero cuando pierdes los vínculos que te unen a los demás, te metes irremisiblemente en territorios desconocidos, incontrolables”, le dice a Gérard de Cortanze en ‘Dossier Auster‘ (2006).
“Ahí está el quid de la cuestión”, añade. “Mis personajes, seres en escisión, terminan a menudo encontrando a alguien que dará un vuelco a sus vidas”, un vuelco cuyas consecuencias aún ignoran –e ignoramos– mucho tiempo después…
Tercera
¿Es Paul Auster el novelista del azar? Existe un tópico frecuente que así lo afirma, tal vez porque él mismo ha contribuido a ese malentendido al titular una de sus novelas con dicha voz: ‘La música del azar‘ (1993). Pero cuando se le lee con atención, con cuidado, o incluso cuando él mismo se explica y se expresa sobre este asunto, el malentendido desaparece. Lo dije hace años y lo vuelvo a repetir. No encuentro fórmula mejor.
Más que el azar, es lo contingente, lo accidental, aquello que le preocupa verdaderamente: materiales con los que están escritas sus historias que, en este sentido, son voluntariamente realistas, explícitamente veristas.
Estamos rodeados de casualidades que nos hunden o nos salvan, parece decirnos. Son chiripas de la vida que trazan nuestro porvenir: no dibujan un curso libre y ajeno a las determinaciones. Trazan, por el contrario, un itinerario en el que acabamos distinguiendo destinos… Por tanto, insisto, más que el azar, “está la necesidad”. Y “las contingencias y la vida no es más que eso, contingencias”, le decía nuestro novelista a Gérard de Cortanze en ‘Dossier Auster’.
“No hay más que abrir los ojos y mirar la vida de la gente que te rodea, la de tus amigos, para darse cuenta de hasta qué punto ninguna existencia sigue una línea recta”.
Somos, en efecto, líneas quebradas que incluso se truncan, trazados insólitos que nos desconciertan conforme los vivimos. “Somos permanentemente víctimas de contingencias cotidianas” a las que no queremos dar todo el peso que tienen.
“Pienso a menudo en una palabra: accidente. Existen dos acepciones, la filosófica y la cotidiana, en el sentido en que se habla, por ejemplo, de un accidente de automóvil. Por definición, un accidente no es previsible. Se trata de algo que ocurre: no previsto. Y nuestra vidas están hechas a base de accidentes. También me interesan mucho los accidentes que no llegan a producirse. La casualidad existe… El tipo que cruza la calle y que se libra por los pelos de que le arrolle un vehículo”, concluye.
Pero, más allá del accidente que nos doblega o que nos salva en el último momento (¿cuándo llega el último momento?), en la obra de Auster (y en nuestra vida) hay un tema central y persistente: la muerte.
Al propio novelista se lo recordaba Gérard de Cortanze, detalle al que respondía lo siguiente: “Gran parte de mi trabajo estriba en el hecho de afrontar esa cuestión. Y no se trata ya de que yo acepte la realidad de la muerte, sino de que la experimente, de que permita que impregne los gestos más nimios de la vida”.
Y añade: “Hace poco pensé en que Montaigne opinaba, cuando era joven, ‘que la meta de la filosofía era enseñar a morir’. Con la edad, acabó retractándose: ‘La verdadera meta de la filosofía es enseñar a vivir’, rectificó”.
No hay tal distancia, concluye Auster. “Evidentemente, se trata de una única y misma cosa, pero el enfoque es distinto. Pienso que, poco a poco, me voy decantando hacia ese segundo enfoque… Sí, eso creo… Cuando se ha vivido tanto tiempo como yo, la muerte ya no puede resultar tan aterradora como cuando se tienen veinte años”.
Y eso lo decía veintitantos años atrás.
Muerte y fragilidad de la vida son, en efecto, las constantes de Auster, algo que se hizo particularmente evidente desde el inicio de su prosa narrativa: por tanto, desde que publicara en 1979 ‘La invención de la soledad‘, un libro dedicado a la figura de su padre tras el repentino fallecimiento.
Hay allí una escritura dañada y provocada por la muerte del progenitor, de quien siempre había sido un padre en parte ausente y en parte indescifrable, frío, arisco con los cercanos. Aquel libro hermoso era, en buena medida, la averiguación de ese carácter, buscando la razón de su hermetismo: el padre de su padre había sido abatido por su esposa quedando como niño huérfano de pocos años. Este es un leitmotiv importante en la obra de Paul Auster, y que vuelve a reproducirse con mucho detalle en el último ensayo suyo publicado: ‘Un país bañado en sangre’ (2023).
Pero aquella obra, ‘La invención de la soledad’, era también para Auster la reconstrucción de su propia condición de padre, un adulto obligado a la responsabilidad, algo gravísimo si lo pensamos bien. Desde entonces, la escritura del norteamericano fue avanzando en esa dirección y fue confirmando ambos sentimientos: el de la muerte y el de la fragilidad.
Por un lado, dichos sentimientos expresan un miedo atroz, qué duda cabe. Por otro, le sirven para escribir manifestando alegría y un cierto bienestar terminal: estoy vivo, aún estoy vivo, y dispongo de algunos recursos materiales e inmateriales, instantes felices, logros menudos, amores que mejoran, hechos que no son poca cosa.
Miedo y alegría: todo lo que aún tenemos y que ha costado un esfuerzo personal e incluso siglos de empeño colectivo, de progreso, puede perderse con mucha facilidad. Esta forma de enfocar las cosas está en Auster, pero está también en tantos y tantos autores de hoy que escriben en una época felizmente descreída, distante de las verdades religiosas o políticas de antaño.
De repente, todos hemos descubierto que nos vamos a morir sin remedio, que no hay alternativa creíble ni reparadora. Que Dios ha muerto. De unos años a esta parte, muchos sobrevivimos con esa evidencia a cuestas. Como Auster.
Nos vamos a morir sin rescate alguno, sin reparación ni consolación… Eso tenemos quienes no creemos en un cielo compensador. Los ateos, mientras somos jóvenes, tomamos la muerte como algo lejanísimo. Nos quedan sesenta o setenta años por vivir…
Luego, conforme vamos cumpliendo nuevas edades, descubrimos que la amenaza cierta y dolorosa efectivamente se cumple (aunque no necesariamente en nosotros, sino en personas a las que vemos envejecer y llegar a la decrepitud, a pesar de su lucidez).
Así podemos llevar años viendo declinar a los padres (como Auster descubre en ‘La invención de la soledad’), padres a los que cada vez queremos con más ternura e ironía (a pesar del rico muestrario de traumas o frustraciones que nos han legado), padres cuya muerte no sabemos cómo la soportaremos…
¿Cómo afrontar este hecho fatal? Para algunos, esa evidencia sin compensación les lleva a un egoísmo sin remedio, un egoísmo en cuya vida ha desaparecido todo interés por la humanidad doliente.
A otros, esa constatación les conduce a una existencia gozosa y abierta, incluso altruista, una existencia impenitente por la que no hay que disculparse: son de esta índole los mejores personajes de Paul Auster. Son gentes dañadas, tocadas, amenazadas…, gentes que, a despecho de todo lo que se cierne sobre ellas o sobre sus personas queridas, no renuncian a vivir.
Cuarta
Es siempre una dicha leer y releer a Paul Auster. Por supuesto no todo lo que ha salido de su máquina de escribir nos entusiasma o no todo lo que produce tiene el expediente narrativo que nos satisface por entero.
Pero eso es lo que hace grande a un eximio novelista: siempre hay sorpresa, siempre hay incertidumbre. Nos las vemos con un tipo cuyas producciones nos entusiasman y a la vez o intermitentemente nos incomodan. Nos interpelan y de ellas nos apropiamos.
En Auster, algunas veces, pocas, le notamos su condición de novelista demiurgo, sabedor del futuro de sus protagonistas e incluso hacedor de su destino. Como un dios menor. En ocasiones, sus críticos se lo reprochan: se le ven la maniobra, el uso y los abusos de sus personajes, el porvenir que les reserva. Aunque ese futuro sea evanescente o móvil…
Al hacer esto, Auster obraría como un ventrílocuo (hasta como un manipulador) que pondría y dispondría a sus tipos para hacerlos portavoces de sus malestares o esperanzas personales (estrictamente personales). No sé, no sé. No convengo con ese dictamen…
Punto y aparte.
Hace años, R. L. B., un amigo, un amable corresponsal, a quien mucho debo, me escribió para preguntarme precisamente sobre Paul Auster, sobre la distinción entre azar y contingencia que podemos hallar en sus novelas. En las primeras y en las últimas. En este caso, R. L. B. se refería a su ficción ‘Brooklyn Follies’, libro de Paul Auster cuya versión española Anagrama publicaba en 2007.
En concreto, me decía: “Querido J.: Respecto a tu reseña de ‘Brooklyn Follies’ tenía dos cosas que decirte. El inicio, los dos primeros párrafos, me desconcertaron porque no he sabido distinguir con claridad la diferencia que estableces entre el azar y la contingencia”.
Son estos algunos asuntos que R. L. B. siempre ha “relacionado con los hechos casuales o fortuitos. Intrigado indagué en los diccionarios, pero no he resuelto las dudas. Luego, el resto del texto me pareció espléndido”, dice muy generosamente de mi reseña.
“Eso sí, rezumando un cierto pesimismo personal muy tuyo”, me advierte. “Genuinamente reflexivo y ponderado, justo en el sentido que me trasmitiste en tus e-mails…. Un fuerte abrazo, R.”.
En mi contestación, algo confusa tal vez, trataba de responder también a preguntas graves con la mayor brevedad y agradecimiento.
“Querido R., perdona el retraso en contestarte. Mi distinción entre azar y contingencia es de puro sentido común (que es, por otra parte, la acepción que maneja Auster)”, comenzaba diciéndole.
“El azar es la casualidad; en cambio, la contingencia es lo que puede suceder o no suceder. El azar es la pura eventualidad; en cambio, la contingencia es aquella circunstancia en que las cosas aún no están definidas: no dependen tanto del azar, cuanto de los efectos de composición que provocan nuestra acción o inacción”, le señalaba.
“Yo hago cosas con un fin y éstas se suman a otras que hacen otros. El resultado es incierto, pero no porque haya casualidades, sino porque ignoro qué consecuencias tendrá la suma de mis actos y los de otros”, le indicaba.
“La cualidad de lo contingente así definido (como ves, muy de sentido común) es precisamente lo que se lee una y otra vez en las novelas de Paul Auster”, le añadía.
“Por otra parte, parece haberte sorprendido la lectura pesimista que yo hago de esta novela cuando lo inmediatamente evidente es la alegría y el optimismo. Más aún, dices que con mi reseña expreso “un cierto pesimismo personal muy tuyo…”.
Eso es lo que constataba R. L. B. refiriéndose al énfasis que yo hacía en la muerte y en la fragilidad, algo –insisto– presente en Auster y también en casi todo lo que escribo como lector del norteamericano.
Quinta
De entre la prolífica obra de Auster, el lector me permitirá volver a ‘Brooklyn Follies’ para ver qué decía, las observaciones que se me hacían y para corroborar si yo hoy sostendría lo mismo tras la relectura. Tomo, pues, esta novela como un campo de pruebas. Por otra parte esta obra tiene inquietantes coincidencias con la vida real y última de Paul Auster.
En ‘Brooklyn Follies’ (así, con el título sin traducir), quien narra es Nathan Glass, un divorciado de sesenta años que vive con un cáncer de pulmón. Como en ‘La noche del oráculo‘ (2003), cuyo protagonista, Sydney Orr, padecía una grave enfermedad, también en esta novela el personaje principal ha de afrontar dicho revés.
Tiene una hija distante y previsible (o eso cree), una hija que no suele decir nada “que no sean lugares comunes: todas esas frases manidas e ideas trilladas que saturan los vertederos del saber contemporáneo”…
Al menos así la ve al comienzo de esta narración. Glass regresa a Brooklyn, el barrio en que nació: regresa para morir aguantando los últimos meses de su vida, pero echándole a la vez un cierto optimismo. “Cualquiera que fuese el pronóstico médico de estado, lo fundamental era no dar nada por seguro”, confiesa.
Allí, en Brooklyn, una aldea urbana, conoce nuevos amigos o se reencuentra con familiares con los que vale la pena alternar, que son un descubrimiento y que le aportan sorpresa y tono a su discurrir cotidiano e indolente.
Por ejemplo, Harry Brightman, librero y antiguo galerista de oscuro pasado; o Tom Wood, sobrino de Glass, alguien que estaba destinado a ser doctor en letras y que acaba siendo taxista y ayudante de librería; o Marina, una adorable puertorriqueña que le atiende en el restaurante Cosmic Diner. Etcétera.
Glass ha sido durante treinta y un años un tipo activo y simpático que ha sabido ganarse la confianza de sus clientes: al fin y al cabo ha sido un reputado agente de la compañía de seguros de vida y accidente Mid-Atlantic.
Tiene elocuencia, pues, y su facundia ahora la expresa escribiendo un libro de errores, de casualidades, de accidentes. En realidad, escribe dos libros: uno, ese que dedica a las contingencias; y otro, el que nosotros, los destinatarios, acabamos leyendo.
Un agente de seguros, ¿escritor? Sí, claro que sí. Hay una larga tradición…
Tiene estudios universitarios de inglés y durante un tiempo llegó a albergar la secreta ambición de seguir cursando literatura o quizá periodismo. “Pero me faltó valor para hacer alguna de las dos cosas”, añade. Aunque, eso sí, “nunca perdí el interés por los libros”.
Por tanto, la escritura a los sesenta años es un modo de dar cumplida satisfacción a esa ambición juvenil, es también una manera de sobrellevar el tiempo que le quede y es una forma de registrar las contingencias de la existencia.
Creemos ordenar nuestra vida, creemos planificarla y trazarla, y luego resulta que los lapsus –los numerosos actos fallidos que cometemos– o los accidentes que nos ocurren nos cambian su curso y proyecto.
Aunque tarde (o tal vez no), Glass ha descubierto la importancia de esos actos fallidos, pero también las consecuencias de las locuras que cometemos, de los desvaríos en que incurrimos.
Lo contingente nos cambia, cierto, pero a ello contribuimos nosotros mismos con las estupideces o las incoherencias. Estamos hechos de materiales poco fiables y nuestras existencias son ejemplos patéticos, cómicos y titánicos.
No hay grandes promesas que nos depare el porvenir: sólo un modo modesto y un empeño humilde y heroico de afrontar lo que somos, y eso que somos no es una determinación fatal y definitiva.
¿Por qué razón?
Porque es posible cambiar a los sesenta años, hacerse escritor, aunque sea afrontando un cáncer amenazante. Eso, justamente eso leemos en una ficción de Pau Auster de principios de siglo…
La novela tiene numerosas narraciones internas que acaban bien…, digresiones de personajes que cuentan sus propias vicisitudes: como ocurre en todas las obras de Auster. De hecho, ésa es una de las claves de este libro que ahora leemos. “En general, las vidas se esfuman”, dice Glass hacia el final de su relato.
“Una persona muere y poco a poco todo rastro de su vida desaparece. Un inventor sobrevive en sus invenciones, un arquitecto está presente en sus edificios, pero la mayoría de la gente no deja tras de sí monumento alguno ni logros duraderos”.
O sí, añadiríamos hoy, tras haber leído ‘Baumgartner‘ (2024), cuyo protagonista quiere precisamente prolongar la vía, la vida, , propiamente la memoria de Anna, escritora que dejó tras su muerte mucha obra inédita… Hay rastro. Han transcurrido más de diez años, pero hay rastro y existe la posibilidad material de devolverla a la vida psíquica. Pero dejemos Baumgartner para regresar a ‘Brooklyn Follies’.
Pues bien, añade Glass, por qué no proponerse “crear una empresa que publicara libros sobre los olvidados, rescatar historias, hechos y documentos antes de que desaparecieran para luego darles forma y construir una narración continua, el relato de una vida”.
Leída hoy de esa frase hoy, da vértigo.
Son muchas las personas interesantes que Glass ha ido conociendo (y otras que eventualmente podría conocer) y tras la fachada, tras la apariencia, hay identidades mudables que podrían ser objeto de relato, identidades de vivos y de muertos.
Como puede verse, es ésta una empresa en apariencia disparatada. Pero, en realidad, es la conclusión metafórica de la vida, de las vidas posibles.
Al escribir, el redactor “resucitaría a esa persona con palabras, y una vez impresas las páginas y encuadernada la historia entre las cubiertas, [los deudos] tendrían algo a lo que aferrarse durante el resto de su vida. Y además ese algo viviría después de su muerte, nos sobreviviría a todos”.
Ocurrente, como puede verse.
“Nunca debe subestimarse el poder de los libros”, añade Glass en esta historia también metanarrativa, como suele suceder en las novelas de Paul Auster.
Pero todo esto lo dice en 2001.
Cuando la última página de su libro se cierra son las ocho de la mañana del 11 de septiembre. Poco tiempo después, “la humareda de tres mil cuerpos carbonizados se desplazaría hacia Brooklyn”.
¿Seguirá en pie esa empresa redactora? ¿Será posible resucitar con palabras a esas personas? No hay respuesta, nos decimos los lectores. De momento, añade Glass, son aún las ocho de la mañana y el porvenir, incierto y prometedor, aún está abierto.
No sabemos lo que nos deparará.
En unas declaraciones que hiciera a El País en marzo de 2006, Paul Auster apostillaba: “La sombra de los atentados se cierne de manera velada sobre toda la novela, pero no afloran en la narración hasta el final. Esos párrafos le dan un vuelco total al libro. Todo lo que ha tenido ante sus ojos el lector cobra un sentido inusitado. ‘Brooklyn Follies’ se transforma en una elegía, en un himno a una forma de vivir que desapareció de un plumazo de la faz de la tierra. El lector descubre que lo que tiene ante sí es un canto a un mundo perdido, a la belleza y sencillez de una forma de vida cotidiana que dejó de ser posible a partir de aquellos acontecimientos. El 11 de septiembre de 2001 cambió el curso de la historia, haciéndonos entrar a todos en un periodo ominoso”.
No sé, la verdad, si esa apostilla del autor se compadece bien con la conclusión del narrador. Glass sabe lo que va a ocurrir cuando cuenta esas pequeñas locuras de Brooklyn, locuras que tienen su ambivalencia emocional. No está nada claro que todo se trunque después de aquella mañana del 11 de septiembre.
Tengo la impresión de que el novelista es mucho menos optimista que su criatura, que Glass, pues mientras éste parece asumir con empeño ese porvenir incierto, Auster cierra su sentido con un pesimismo insuperable.
Quién sabe: tal vez el novelista es, en efecto, más escéptico porque al concebir esta historia ha hecho verdaderamente suya una sentencia de Billy Wilder que tanto impresionó a Auster.
“Si te sientes realmente feliz, deberías escribir una tragedia; si te sientes verdaderamente desgraciado, deberías escribir una comedia”.
Qué verdad tan grande. Y qué sobrecogedor es todo. Lo que hacemos o dejamos hacer tiene tanto riesgo que lo valioso es vivir sin que la angustia nos paralice.
Quizá, sin saberlo, Paul Auster estuvo prefigurando su destino, la muerte sobrevenida que le llegó a su padre y que tanto le impresionó y la muerte fatal que a todos llega y de la que sospechamos su proximidad. Auster tuvo graves quebrantos familiares y felicidad que compartió con una esposa, Siri Hustvedt, a la que justificadamente idolatró.
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