Por una cultura esencial
Antonio Ariño Villarroya (catedrático de Sociología de la Universitat de València)
MAKMA ISSUE #03 | Los Nuevos Años 20
MAKMA, Revista de Artes Visuales y Cultura Contemporánea, 2020
Estos días se vienen publicando informes sobre la cultura en tiempos de COVID-19. En general, todos esos documentos suelen centrarse en lo que denominan “el sector cultural” y en “el impacto económico” del Gran Confinamiento y sus secuelas.
Desde luego, los datos sobre pérdidas de audiencias, espectadores y públicos son alarmantes; las cifras de equipamientos cerrados o semiabiertos y los guarismos sobre las pérdidas, en términos comparativos con cualquier año precedente, así como el número de trabajadores y creadores parados, son dramáticos.
Sin embargo, no es menos cierto que hay sectores que están saliendo muy beneficiados: el porcentaje de hogares abonados a portales de contenidos digitales ha aumentado, así como el número de libros comprados o el préstamo digital. Los porcentajes de población que dice haber incrementado la lectura, la escucha de música y la visión de películas y series es muy elevado.
Los estados de alarma y las restricciones de movimiento han favorecido los desequilibrios y desigualdades entre la cultura in situ y la cultura online. Pero no se puede olvidar que, con anterioridad, ya había sectores que venían experimentando una gran transformación y reiteradas crisis.
En ‘Culturas en tránsito‘, un libro que he escrito junto con Ramón Llopis, habíamos mostrado que en torno a 1997 se produjo un cambio de extraordinaria importancia: la conexión internet, que hasta ese momento se producía esencialmente en el lugar de trabajo, pasó a ser más importante en el hogar doméstico y, desde ese momento, la primera se estabilizó y la segunda no dejó de crecer.
De hecho, según la ‘Encuesta de Equipamientos y Uso de las TIC en los hogares’ de este mismo año, el 95,4% de los hogares tienen conexión a internet y los “usuarios frecuentes” de Internet (al menos una vez por semana en los últimos 3 meses) son el 91%. Si miramos los datos del último EGM de este mismo año observaremos que el 99,4% de las personas usuarias de Internet se conectan desde casa.
Hay una segunda revolución más reciente en el proceso de implantación de la cultura digital que arrancó en torno a 2010 y es la conexión en la calle o en los medios de transporte. Por eso, hablamos de culturas “en tránsito”. En el año 2014, un 42% de los usuarios de Internet ya decían conectarse también en la calle, además de en el hogar; en 2020 el porcentaje es del 69%.
Esta capacidad de conexión “nómada” y ubicua cabalga sobre la difusión de los teléfonos móviles. La capacidad de penetración de la cultura digital se puede medir también tomando en consideración a los agentes que son sus portadores principales: las generaciones más jóvenes. La citada ‘Encuesta de Equipamiento y Uso de TIC en los hogares’ informa que el 94,5% de niños de entre 10 y 15 años son usuarios de Internet y que un 69,5% dispone de teléfono móvil.
La cultura online se ha impuesto; vivimos en una sociedad digital. Este hecho tiene enormes implicaciones para qué cultura se ha de producir, cómo se ha de producir, para quién y cómo se ha de difundir. Existe un prejuicio relativamente difundido entre personas de cierta edad sobre la “mala calidad” de la cultura que circula por Internet.
Cuando se inventaron los periódicos y revistas modernas o el libro de bolsillo, Alvin Toffler demostró que para la cultura no servía la ley de Raspberry Jam, según la cual “cuanto más se difunde o extiende algo, más valor pierde”. Esa era una mentalidad elitista y aristocrática. Pues bien, hoy se puede decir, igualmente, que la calidad no depende del alcance social, sino de aspectos intrínsecos y relacionales.
Ahora bien, que reconozcamos un hecho incuestionable –vivimos en una cultura digital– no conlleva que aceptemos todo lo que sucede en este nuevo universo acríticamente. Los bulos y las mentiras programadas no son inventos de la era digital –que se lo pregunten, si no, en los libros de historia al cardenal Richelieu–, pero la industria de la producción de los mismos ha alcanzado un volumen, una velocidad de difusión y una capacidad de impacto nunca conocidos, como se hace cada día patente en todos los países.
En segundo lugar, la práctica del “me gusta” (like) en las redes sociales fomenta el conformismo y la creación de grupos “relativamente cerrados” de quienes comparten una misma visión del mundo y ven, en esos grupos, confirmadas sus ideas.
La creación cultural que necesitamos ha de ser capaz de abordar los graves problemas de nuestro tiempo proponiendo alternativas y esperanza en medio de una “incertidumbre radical”; ha de provocar al diálogo y a la capacidad de reflexión y argumentación; ha de enseñarnos a sortear el peligro creciente de la polarización social. Esta cultura es un bien de primera necesidad y a favor de ella deberíamos trabajar quienes creemos que las invenciones culturales pueden contribuir a la calidad de vida de las personas.
Y como bien de primera necesidad, debe invitar también a la experiencia in situ, a la congregación colectiva en copresencia. Esperemos que la amenaza constante del SARS-CoV-2, sin que sepamos dónde se encuentra agazapado, pueda ser vencida pronto por las vacunas y la confianza interpersonal. Nunca antes protegerse a uno mismo fue una manera tan explícita de solidaridad.
Antonio Ariño Villarroya
Este artículo fue publicado en MAKMA ISSUE #03 | Los Nuevos Años 20, en diciembre de 2020.
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