Guediguian

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‘Que la fiesta continúe’, de Robert Guédiguian
Reparto: Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin, Lola Naymark, Robinson Stévenin, Gérard Meylan
106′, Francia, 2023

Rondaba la década de los 50 del siglo pasado, cuando los jóvenes cinéfilos y luego cineastas que capitanearon la llamada nouvelle vague francesa acuñaron el término “política de autores” para, grosso modo, establecer los ejes de una nueva crítica que iba a poner la atención en aquellas características particulares o de estilo que definieran la obra de un director.

La palabra ‘autor’ o su consideración como tal iba a señalar, a partir de ese momento, el relato de la misma historia del cine, entendido ya como un arte con mayúsculas, con sus movimientos y sus nombres capitales de referencia. El trabajo del francés Robert Guédiguian, con sus altibajos, encajaría perfectamente dentro de esta clasificación.

Con frecuencia, el cine de Guédiguian se ha comparado con el del británico Ken Loach y, en parte, con razón. Aunque pertenecientes a generaciones diferentes, tanto Loach como Guédiguian han desarrollado carreras parecidas con una obra que se sostiene en el retrato de las clases más desfavorecidas de la sociedad y un claro mensaje de compromiso ideológico y político. Ambas carreras parecen haber sido afectadas, asimismo, por un paso del tiempo que se ha convertido en su más inflexible juez.

‘Que la fiesta continúe’, último trabajo de Guédiguian, comienza con un hecho real: el derrumbamiento de dos edificios en un barrio popular de la ciudad de Marsella con catastróficas consecuencias para algunos de sus vecinos, que terminarían perdiendo la vida bajo los escombros. Este suceso servirá al director para hacer un triple retrato físico, político y sociológico de su ciudad natal y, más allá, como espejo para exponer algunos de los conflictos que atraviesan a la Francia contemporánea.

Robert Guédiguian
‘Que la fiesta continúe’, de Robert Guédiguian.

Partiendo de este acontecimiento, Guédiguian pone en el centro de su relato a Rosa, una enfermera a las puertas de la jubilación; una mujer comprometida con las problemáticas que afectan al vecindario y cuyo destino parecía marcado ya por el nombre que le puso su padre al nacer en memoria de Rosa Luxemburgo, activista de origen polaco y figura destacada del socialismo alemán de principios del siglo XX.

La vida de Rosa se despliega, así, en dos planos, el de su militancia política, que la sitúa a las puertas de presentarse a las elecciones municipales liderando una difícil y conflictiva coalición de partidos de izquierda, y su familia, encabezada por sus dos hijos, Sarkis y Minas.

Un día, Sarkis, dueño de un pequeño restaurante de la zona, invita a comer a casa de su madre a Alice, su nueva pareja, una joven aspirante a actriz que dedica buena parte de su tiempo a ayudar a los desahuciados por los derrumbes que se han instalado temporalmente en la iglesia del barrio.

Esta relación, provocará la visita de Rosa a la iglesia para asistir a una de las funciones que Alice ha organizado junto a un coro formado por voluntarios. Allí conocerá a Henri, el padre de Alice, propietario de una librería de la ciudad, también a las puertas de su retiro. Pronto surgirá entre ellos una fuerte atracción, lo que traerá nuevos problemas y dudas a la vida de Rosa.

Y es que, a diferencia de ella, Henri no procede de ese mundo del activismo y la militancia, lo que parece abrirle una ventana que la forzará a dirigir su mirada hacia nuevos horizontes vitales y emocionales.

Por otra parte, las negociaciones para la elección de la candidatura a las elecciones están bloqueadas en una lucha de intereses de partidos que no parece tener solución. Viendo el escaso progreso de unas discusiones que encuentra estériles y tras una vida de actividad política y de compromiso, Rosa se pregunta ahora si no ha llegado, al fin, la hora de retirarse.

‘Que la fiesta continúe’, de Robert Guédiguian.

Si hablamos en términos plásticos, con el cine de Robert Guédiguian nos enfrentamos a un director funcional, más narrativo o descriptivo que poético. Para Guédiguian, lo importante es el relato y, sobre todo, su mensaje, de ahí que su cámara trabaje de manera muy discreta, tratando de pasar inadvertida a fin de apuntalar el verismo de las escenas, un registro que aspira a ser documental, colocando su mirada a la altura de la mirada de ese sujeto común, ese ciudadano corriente al que pretende retratar y con el que desea que nos identifiquemos.

Para reforzar la historia, Guédiguian pone todas sus energías en el desarrollo de sus personajes, para lo que cuenta con un elenco de actores con el que lleva trabajando toda su vida. Un reparto que, con variaciones, llevan interpretando estos papeles desde hace décadas, lo que sin duda les da carga de profundad, supliendo sutilmente aquello que no se dice en los diálogos. Gracias a ellos, consigue insuflar a su trabajo esa naturalidad, marca de la casa, que cuenta entre los valores de esta producción.

Sin embargo, este naturalismo queda lastrado por un guion que acumula tantos conflictos que acaba desafiando el sentido de lo verosímil. No cabe duda que Guédiguian utiliza este hecho fortuito de los derrumbamientos para dar una visión panorámica de una parte de la sociedad francesa.

El problema es que, para ello, debe hacer convivir en la misma narración tantos escenarios diferentes que acaban chocando entre sí, al verse obligado a darles el espacio necesario para su adecuada evolución.

Así, a los problemas de Rosa, debemos sumar los que enfrentan sus hijos. Como en toda relación amorosa y tras unos primeros pasos de exaltación, Sarkis empieza a toparse con la realidad cuando le expresa a Alice su deseo de ser padre. Un deseo que se verá afrentado cuando ella le muestra sus reticencias.

Guédiguian aborda, así, el problema de la maternidad en la sociedad contemporánea, entendida como expresión de lo femenino. Por su parte, Minas, un joven médico muy implicado con su trabajo, aspira a viajar a Armenia para ayudar en la causa de sus ancestros (los del propio director) en su eterno conflicto contra los turcos, algo a lo que su mujer parece también oponerse.

Para rizar más el rizo, faltaba, finalmente, la cuestión de la multiculturalidad que Guédiguian sitúa en la figura del padre de Rosa, un octogenario que, a su edad, ha decidido acoger a una chica que trabaja en el mismo hospital de su hija y con la que va a compartir su piso.

‘Que la fiesta continúe’, de Robert Guédiguian.

Es cierto que, tomados por separado, todos estos conflictos podrían tener su propio recorrido, con el que, como espectadores, no tendríamos el más mínimo problema. Todos juntos en la misma narración, sin embargo, acaban por romper la resistencia de lo creíble provocando que, de alguna forma, acabemos por preguntarnos si es posible reunir tanto drama en una sola familia.

Todo ello hace que el relato divague por demasiados vericuetos y que los distintos intereses de los personajes acaben entorpeciendo la fluidez de la película, así como el mensaje que nos quiere transmitir.

No es que las cosas no estén claras, pero distraer el desarrollo de la historia entre tantos detalles particulares a los que debe atender, embarra claramente un relato al que quizá le sobraban algunos personajes, cargando a la cinta con una cierta artificiosidad.

Paisaje psicológico o sociológico que tiene su reflejo en el paisaje físico de esa Marsella que sirve de fondo de la mayor parte de la filmografía del director. Una ciudad sobre la que Guédiguian pone su atención, esta vez, exaltando detalles muy precisos: casas derruidas, calles desmanteladas, fachadas desconchadas que pasan delante de la mirada del espectador como los restos de un naufragio o una tormenta violenta.

Guédiguian quiere describir un paisaje que no solo nos habla de la condición social de sus habitantes o de la situación económica en la que viven. Una ciudad que parece en estado de guerra, como víctima de un bombardeo.

Para Guédiguian, Marsella es una urbe que se hermana hoy con otros escenarios como Gaza o el Libano en su momento, teatro de una conflagración que no cuenta con bombas ni disparos, pues es una guerra muda, resultado de su confrontación con un sistema económico y político que ataca sin enseñar su rostro.

Ahora bien, ante este panorama de guerra, ¿qué se puede hacer? Y ahí hay que reconocerle a Guédiguian su valor al señalar a los suyos como parte del problema. Guédiguian no se abstrae de la situación política que atraviesa su país en la que, como todo el mundo sabe, buena parte de las clases populares se han inclinado por apoyar a partidos y líderes de la derecha ideológica.

En ese sentido, el personaje de Rosa cumple con un doble papel discursivo. Por un lado, su diagnóstico es claro: la culpa es de una izquierda incapaz de trazar un programa que atienda a las necesidades de sus compatriotas.

Reunión tras reunión, los partidos que se incluyen en la coalición en la que participa, no logran llegar a un acuerdo, más interesados en sus aspiraciones particulares que en lograr un objetivo común. Esa contradicción abrirá, para Rosa, una profunda fractura interior.

Ante este panorama, Rosa se pregunta por el futuro de un compromiso político para el que, a su edad, no encuentra sucesores. Rosa debe preguntarse si vale la pena seguir con la lucha, un interrogante que no solo apunta a esos movimientos sociales y políticos, (¿siguen siendo útiles a sus propósitos?), sino a su propia identidad.

Desde que conoce a Henri, Rosa se pregunta si hay algo más fuera de su actividad política, de esa manera de entender y de sufrir el mundo. Ahora bien, por otro lado, sin ese compromiso, ¿qué quedaría de la propia Rosa? ¿Qué quedaría del propio cine de Guédiguian?

Ahora bien, el problema de esta película no es tanto que se formule estas preguntas tan necesarias. Es que para resolverlas, en el fondo, el director francés se mira solo a sí mismo, es decir, a sus propios correligionarios, a esa imagen que un cierto cine ha creado, a lo largo de las décadas, sobre la representación de un cierto compromiso ideológico. Guédiguian mira al abismo y atiende a sus propias fracturas que, no sin cierto tono de pesadumbre, acabará felizmente por excusar.

Pero los tiempos han cambiado, algo que Guédiguian, como Loach, no parece haber entendido. Y en estos tiempos que corren ya no basta con hacer alarde de ese compromiso.

Para resolver ciertos problemas, hay que mirar hacia afuera, hacia los otros, y tratar de entender por qué se han cambiado de bando, cual es esa realidad en la que viven, en qué cosas han fallado, a qué no se ha respondido. Sin eso, solo quedan un montón de buenas intenciones y deseos.