Rafael Calatayud

#MAKMAEscena
Entrevista a Rafael Calatayud
Premio Honorífico de la Escuela Off de València

Los premios, junto el aplauso del público y las alabanzas de la crítica, son gratificaciones especiales que reciben los miembros de la farándula por lidiar con una profesión volátil e incierta que, al albur de las circunstancias, puede llevarles un día a la cumbre y el siguiente al olvido.

A los cosechados en su larga trayectoria, el actor y director Rafael Calatayud ha añadido el Premio Honorífico que concede cada año la Escuela Off de València a un representante destacado de las artes escénicas.

Creador de la compañía La Pavana, Calatayud ha impartido clases de interpretación en Off y de dirección artística en la Escuela de Arte Dramático. Ha puesto en marcha cerca de medio centenar de montajes y, aunque ya ha cruzado el umbral de la jubilación, se mantiene en activo. En esta estrevista a MAKMA repasa su evolución dentro y fuera del escenario.

¿Fuiste un niño teatrero?

Más que teatrero, fui peliculero, era un niño silencioso e introvertido. Odiaba ir al colegio y cuando mi madre me dejaba en la puerta de los Escolapios, con seis o siete años, cerraba los ojos, y al entrar los abría, como en un fundido abierto, e imaginaba que todo lo que pasaba allí dentro era ficción, como una película. Tal vez estaba construyendo mi verdad.

Al salir, fundía en negro cerrando los ojos e imaginaba el the end.  Desde pequeño me atrajo todo lo artístico, pero en los sesenta y setenta se consideraba algo tan dificil y poco productivo como raro.

Durante una época pinté al óleo e hice muchas películas en Súper 8, que todavía tengo guardadas por ahí. En una de ellas disfracé de Virgen María a una amiga y le hice correr, desesperada y enloquecida, por los montes de Serra. La llamé ‘Una aparición mariana’. Hoy la hubiera titulado ‘Una aparición marciana’ (Risas).

‘El mussol y la gata’, por Rafael Calatayud, con Ángeles Castilla. Imagen cortesía del autor.

¿Por qué no te dedicaste al cine?

Uff… en la Valencia de entonces eso era un sueño imposible. Me fascina el cine de autor y las grandes comedias americanas que, por desgracia, hoy han desaparecido a favor de lo fácil y sin sentido. Los buenos guiones brillan por su ausencia. En las plataformas suicidas, aunque hay de todo, prima la violencia casi siempre gratuita y macabra.

A los 25 años me matriculé en la Escuela de Arte Dramático. Ahí empezó todo, mis padres no lo entendían pero aceptaron mis inquietudes artísticas. Cuando me vieron actuar por primera vez, se convencieron de que había encontrado mi lugar. Desde entonces, fueron mis amados aliados en este difícil oficio.

¿Cuándo subiste por primera vez a un escenario?

Fue con ‘Flor de otoño’ con Antonio Diaz Zamora. Después, nos juntamos un grupo de la escuela y montamos, ‘Supongamos que no he dicho nada’, un cabaret de suburbio con textos de Muñoz Seca, Arniches, Andre Gide y Boris Vian. Ese montaje, en el que yo dirigía y también actuaba, fue el germen de La Pavana.

¿Cuáles han sido los momentos cumbre de tu carrera?

No creo en los momentos cumbre. Estoy satisfecho de haber podido vivir y haberme jubilado haciendo exclusivamente lo que me gusta, aunque no siempre fue un camino de rosas. He sido y soy autocrítico con mis proyectos. Siempre he procurado que la gente me identificara en mis trabajos, crear mi propio sello.

‘Una jornada particular’, de Rafael Calatayud, con Victoria Salvador. Imagen cortesía del autor.

¿Cómo resuelves la dualidad actor/director en una misma obra?

Me he dirigido a mí mismo en dos o tres ocasiones, en ‘Una jornada particular’ y en la comedia ‘Hora y media de retraso’, ambas con Victoria Salvador, gran amiga y actriz a la que me une una energía muy especial  He de decir que me cuesta adoptar ese doble papel —observarse desde fuera no es fácil—, así que siempre prefiero que haya un compañero o compañera cómplice que me oriente en ese aspecto.

¿Cómo cambia de chip el Rafa actor para ser el Rafa director, o viceversa?

Siempre digo que actuar rejuvenece y que dirigir envejece. Cuando actúas se despierta el narciso que llevamos dentro, no deja de ser un acto exhibicionista que requiere cuidado, presencia, una determinada energía y entrega.

Aunque cuando se evidencian estos aspectos y los haces conscientes sobre un escenario, pierdes los papeles, nunca mejor dicho. Cuando dirijo no tengo ese handicap. Son muchos frentes y me abandono en un sinfín de disciplinas. Texto, actores, escenografia, musicas, etcétera…

‘Bebé’, por Rafael Calatayud, compañía La Pavana. Imagen cortesía del autor.

En La Pavana realizaste decenas de montajes. Es evidente que esta compañía ha significado mucho para ti, ¿por qué decidiste abandonarla?

La compañía que creé con Alberto Fuentes en los ochenta me sirvió de plataforma para hacer lo que me apetecía hacer. Piezas muy transgresoras como ‘Titanic’, ‘Crisis de identidad’ o ‘Bebé’ con la que estuvimos nominados a los Max al mejor espectáculo nacional. Alcanzamos prestigio, hacíamos giras por toda España trabajo y más trabajo, una lucha permanente. Tras la crisis de 2007, el proyecto se hizo insostenible y decidimos abandonar. Tristemente. Dejarlo.

Además de versionista (‘Escuela nocturna’ de Pinter, por ejemplo), director, actor y enseñante… ¿Cómo te planteas esa última faceta tuya?

La clave de la enseñanza es aprender a descubrir el potencial del alumno. No hay que pretender que reproduzca lo que tú dices, haces o piensas, sino que se exprese por sí mismo a partir de sus aptitudes. Se trata de conducir, no de imponer.

Para conseguir resultados hay que observarlo, saber qué le mueve, quiénes son sus referentes y cuales sus objetivos. Hay muchas facetas en los aspirantes a intérpretes, desde el intuitivo al que se lo tiene que currar a fondo.

‘Escuela nocturna’ (Harold Pinter), por Rafael Calatayud. Imagen cortesía del autor.

¿Qué echarás más de menos del teatro el día que decidas dejarlo?

No pienso en eso. Mientras pueda, quiero seguir trabajando. Esta temporada he dirigido un par de montajes: ‘El mueble’ para Albena y ‘Cinco minutos más’ con la compañía Cornelles Alarcon. Aunque no son proyectos que partan de mí, los he disfrutado. Ahora estoy leyendo la traducción de José Agustín Goytisolo del guión original de ‘Mama Roma’ de Passolini.

Ese filme, que habla de los marginados, de los inadaptados, me parece una obra maestra. También me interesa mucho la última etapa de Tennesse Williams en la que vomita sus textos, sin tapujos, creando sentimientos abruptos y personajes extraordinariamente delirantes. Concretamente, ‘En un bar de un hotel de Tokio’ y ‘La mutilada’. Tratadas como los maltrechos residuos de una vida acabada.

Eres un firme defensor del teatro clásico. ¿Qué crees que aporta a una sociedad tan cambiante como la nuestra?

Los clásicos se han dejado de lado y es lamentable, porque siempre aportan un gran aprendizaje. Al igual que los clásicos contemporáneos. Están un poco olvidados en nuestra Comunidad. La autoría autóctona original por la que se apuesta me parece fantástica, pero no podemos olvidarnos de los clásicos, pues son básicos, imprescindibles, y la base de cualquier escritura dramática contemporánea.

Rafael Calatayud, con Rosana Pastor, en plan Fred Astaire y Ginger Rogers. Imagen cortesía del autor.

El Premio Honorífico de Off complacerá a ese Fred Astaire y Ginger Rogers que llevas dentro por tu querencia al género musical.

(Risas) Es verdad. La música es uno de mis fetiches y suelo recurrir a ella incluso con canciones. En ‘Crimen de la hermana Bel’ o ‘Tórtola’ están muy presentes. Soy fan del musical francés como ‘Los paraguas de Cherburgo’, ‘Las señoritas de Rochefort’ Jaques Demy, Michael Legrand y sobre todo de ‘Irma la Dulce’, con música de Marguerite Monnot. La mayoría de los espectáculos musicales que se hacen hoy día me interesan bastante poco, salvo alguna excepción.

Has hecho teatro con gobiernos rojos y azules: ¿Cuáles son tus expectativas ante el verde de Vox?

El desencanto. La política se está convirtiendo en un refugio muy rentable para zafios y mediocres vendidos al mejor postor. Evidentemente, para ellos la cultura es lo último, no están por esa labor, y cuando digo ellos me refiero a casi todos. Tampoco están por muchas otras razones que no tienen que ver con la cultura, sino con el respeto y el bienestar de la sociedad, del pueblo.

Dicho esto, creo que hay que esperar a ver cómo se desarrollan los confusos acontecimientos a los que nos someten. Lo que hace falta es gente competente, empática y lo suficientemente inteligente y libre como para dirigir un país en todos sus aspectos. Esa es la gran dificultad. Si no existe un criterio de selección, lo pasaremos mal.

¿No es una actitud algo derrotista?

Más bien realista, me temo. Ya no existen políticos de raza; la última, bajo mi punto de vista, fue Manuela Carmena. Creo en las buenas personas, al margen de sus ideologías políticas. El respeto mutuo es fundamental para que la gente se entienda, pero aquí no salimos del 36. Divide y vencerás. El grave error: derecha, izquierda, delante, detrás, arriba y abajo. Algo amargo estamos arrastrando desde entonces.

¿Qué es lo que más te cabrea?

Muchas cosas. Tengo la impresión de que las libertades de pensamiento, expresión y opinión han sucumbido a favor de dogmas convertidos en religión. Vivimos al dictado impuesto por el pensamiento único, léase cambio climático, pandemias, guerras y catástrofes de toda índole.

Y a todo aquel que contradice estos credos se le estigmatiza y censura, lo que significa que vivimos en una dictadura global mal disfrazada de democracia. Me enoja especialmente el tema de la guerra de Ucrania. Decir que la guerra es necesaria en nombre de la paz es un insulto a la inteligencia humana.

Rafael Calatayud, en ‘Tío Vania’. Imagen cortesía del autor.