#MAKMALibros
Lectura y relectura de Franz Kafka
Praga (República Checa), 1883 – Kierling (Austria), 1924
Autor de ‘La metamorfosis’, ‘El proceso’, ‘El castillo’, ‘El desaparecido’
Centenario de su fallecimiento
El placer de Kafka
Aquí, en pocas líneas, no voy a ser capaz de transmitir el placer tan grande que Franz Kafka (1883-1924) me procura cuando lo leo y lo releo. Somos legión quienes seguimos al autor y quienes aún hallamos en el recodo final de una página suya una iluminación y hasta una epifanía, pero también el chiste, la burla o el sarcasmo que quizá antes no supimos ver o distinguir.
Ahora bien, digo placer, el placer tan grande, y esas palabras me suenan de inmediato inadecuadas o incongruentes. ¿De verdad podemos tomar a Kafka como una lectura placentera? Sus mundos de ficción son tortuosos, asfixiantes: suelen ser escenas de la vida cotidiana en las que un individuo se muestra impotente ante el devenir inesperado, ante la fatalidad que sobreviene y se impone, ante una circunstancia nueva que quiebra el orden de las cosas.
¿Kafka, placentero? Más bien puede o suele ocurrir lo contrario. El temor a Kafka está muy extendido. También lo está la instintiva repulsión que sus obras producen a los lectores incautos o, precisamente, resabiados. Así lo constata Reiner Stach, su mayor biógrafo. En concreto, en su libro ‘¿Éste es Kafka? 99 hallazgos’ (1921) dice:
“A algunos les da miedo. Otros, que no lo han leído, pero han oído hablar de él, simplemente temen que les dé miedo. Y a algunos más los pone tristes, aunque no sepan decir por qué. Otros muchos sienten el soplo de la depresión y por eso dejan a un lado con cautela sus libritos (…). A muchos los impacienta o inquieta, pues encripta sus textos y parece alegrarse de conducir al lector por caminos tortuosos, a través de los aparentes laberintos formados por dédalos de pensamientos de los que no hay escapatoria”.
¿Qué extraña fascinación despierta, pues, en lectores que están avisados, en lectores que saben a lo que van…, lo que van a padecer? ¿Qué rebuscada atracción despierta en destinatarios que se solazan en historias de absurda circunstancia y, tantas veces, de cruel resolución?

Cómo descubrí a Franz Kafka
Hacia 1976, poco antes de entrar en la universidad, un profesor que me tiene en alta consideración me recomienda dos autores que, de entrada, nada tienen que ver entre sí. Concretamente me recomienda la lectura de dos de sus obras, tan distintas. Me refiero a ‘Alicia en El País de las Maravillas’ (1865), de Lewis Carroll, y a ‘La metamorfosis’ (1915), de Franz Kafka, ambas obras leídas en Alianza Editorial. El impacto será mayúsculo.
Por entonces, yo soy ya un lector habitual e incluso compulsivo, pero mi experiencia literaria, limitada, está muy alejada de esas recomendaciones. Procede principalmente de Pío Baroja, de Miguel Delibes, de Camilo José Cela. Por supuesto, el efecto ocasionado por las vidas y vicisitudes de Alicia o Gregorio Samsa será decisivo.
Sin saberlo, yo descubro la literatura del absurdo, descubro algunas de las fuentes del surrealismo, etcétera, que poco o nada tienen que ver con el realismo del que habitualmente se sirven Baroja, Delibes o Cela. Pero el veneno ya ha empezado a hacer su efecto.
Insisto y recuerdo. Estamos en 1976, y ese momento es el principio de un placer que no se extingue. Desde mediados de los 70, he releído en numerosas ocasiones la historia tragicómica de Gregorio Samsa en distintas versiones, entre ellas la de Jorge Luis Borges. Inútil o absurdamente, debo de haber reunido un total de diez o doce ediciones distintas (algunas con las mismas traducciones). Y ese dato es muy revelador.
Borges dejó dicho que en fecha temprana aprendió alemán para poder leer a Kafka en su lengua original. Admiro, cómo no, esa voluntad y esa proeza. Yo jamás he hecho algo semejante y, quizá por ello, he debido conformarme con la lectura y relectura de las obras del Kafka español gracias a sus grandes traductores.
Aparte de Borges menciono, entre otros, a Feliu Formosa, Miguel Sáenz, Carlos Forte, Adan Kovacsics, Isabel Fernández, Luis Fernando Moreno Claros, Miguel Salmerón, J. R. Wilcock, R. Kruger, Xandru Fernández. Me conformo sabiendo que me pierdo el deleite de la prosa áspera, escueta, antirretórica del Kafka nacido en Praga, judío de habla alemana.
Pero no solo era esto lo que quería recordar expresamente. Lo que quería recordar también es cómo avancé con Kafka.

Volvamos a 1976.
Un amigo me recomienda ir más allá de ‘La metamorfosis’, que por entonces ambos tenemos recién leída. Fue en los meses de aquel verano cuando por indicación de esa persona leo ‘El proceso’ (1925) y ‘El castillo’ (1926), también en Alianza Editorial.
Es una persona muy generosa. Mi amigo, quiero decir. Reparte su saber a manos llenas. Por ejemplo, gracias a él, descubro a John Denver y a un Jean-Paul Sartre, a un cierto Sartre que yo desconocía. Me refiero a los tres tomos de ‘Los caminos de la libertad’ (1945 y 1949), en la Editorial Losada, de Buenos Aires, y especialmente a su primera entrega, ‘La edad de la razón’ (1945).
Leer ‘La náusea’ (1938), que es lo que yo entonces ya he hecho, resulta lo fácil. O eso creo. Lo osado o lo bizarro (en todos los sentidos) es adentrarse en ese otro Sartre. Como lo audaz o lo arriesgado es internarse en ese otro Kafka.
Es lo que haré en aquel verano de 1976. Por supuesto, por partir de esa creencia, la de un Kafka para todos los públicos y otro para placeres más sutiles demuestro estar equivocado. Todo Kafka es de una claridad prístina y a la vez tiene una hondura que nos precipita en la confusión.

¿Kafka secuestrado?
‘La metamorfosis’ no es menor ni de más fácil lectura que ‘El proceso’ o ‘El castillo’. Antes, al contrario, la historia de Gregor, o Gregorio Samsa, aún funciona como si estuviera viva, como si los hechos todavía estuvieran transcurriendo. Se vuelve cada vez más compleja y, además, se relaciona de modo nuclear con la vicisitud tragicómica de Joseph K. (‘El proceso’) o simplemente K. (‘El castillo’). Tanto es así que Kafka, por numerosas razones, se convierte probablemente en uno de los literatos del siglo XX más interpretados, reinterpretados y vueltos a interpretar.
Su prosa austera y simbólica, su autoexigencia literaria extrema y el patetismo de sus personajes, desorientados en un mundo que no entienden y que los sobrepasa, moviliza a los intérpretes, a una legión de hermeneutas.
¿Qué significan ‘La metamorfosis’ o ‘El proceso’, pongamos por caso? Lo lógico es pensar: aquello concreto que en esas historias se cuenta y se muestra no puede quedar reducido al hecho individual. Lo lógico es pensar que tiene que tener consecuencias simbólicas prácticamente inagotables.
Y así una pléyade de intérpretes se abocan sobre sus obras buscado la inspiración metafórica o las consecuencias alegóricas y predictivas de sus relatos: unas narraciones que son simples y confusas, ambiguas y frecuentemente fragmentarias.
Susan Sontag ya lo dijo (o ya lo denunció), en 1964, en uno de sus célebres ensayos, ‘Sobre la interpretación’:
“La obra de Kafka, por ejemplo, ha estado sujeta a secuestros en serie por no menos de tres ejércitos de intérpretes. Quienes leen a Kafka como alegoría social ven en él ejemplos clínicos de las frustraciones y la insensatez de la burocracia moderna, y su expresión definitiva en el Estado totalitario. Quienes leen a Kafka como alegoría psicoanalítica ven en él desesperadas revelaciones del temor de Kafka a su padre, sus angustias de castración, su sensación de impotencia, su dependencia de los sueños. Quienes leen a Kafka como alegoría religiosa explican que K. intenta, en ‘El castillo’, ganarse el acceso al cielo; que José K., en ‘El proceso’, es juzgado por la inexorable y misteriosa justicia de Dios…”.
¿Qué hacer, pues? Por supuesto leer los textos en su radical literalidad, sabiendo que a la vez no podemos operar como destinatarios ingenuos. Un clásico, como clásicos son ‘La metamorfosis’, ‘El proceso’, ‘El castillo’, etcétera, no son textos y ya está, textos de los que puedan desprenderse las circunstancias históricas que los rodean o los contextos de recepción y de interpretación.
A la prosa literal y no siempre estable o fijada (pues no pocos textos se publicarán póstumamente por Max Brod) se le adhieren intervenciones que van más allá de Kafka. Estamos ante un autor que muere muy tempranamente, a los 40 años, víctima de la tuberculosis, y con numerosos textos u originales sin publicar. En esa circunstancia, Kafka no tendrá el control sobre su propia obra.
Para leer bien y sin apropiaciones o interpretaciones abusivas, lo mejor hoy en día sería leerla o releerla en español a la luz de lo dicho y hecho por Jordi Llovet, responsable de la edición de las ‘Obras Completas’ en Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores a partir del original alemán. Y recomendaría leer (también editados en español) los textos de dos estudiosos alemanes. Me refiero a Reiner Stach (‘Kafka’) y Rüdiger Safranski (‘Kafka’).

Un ejemplo: Samsa
Empecemos con su famoso incipit, que aún nos conmueve:
“Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto. Se halla echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.
–¿Qué me ha sucedido?
“No soñaba, no”.
Punto y aparte.
Lo grave, lo espantoso, es que aquello que ocurre no sea una simple alucinación, que lo que le sucede no sea un mal sueño. De una pesadilla podemos despertar. De la fatalidad cotidiana, de la miseria ordinaria, no. Samsa ha despertado, sí, y lo que aprecia y distingue son unas patitas en movimiento; lo que siente es un caparazón. No es, pues, un simple delirio, sino una realidad tozuda: la de su muda, la de una transformación animal.
A partir de ese momento, comienza un día incierto, la refundación del mundo pequeño y previsible de un viajante. Porque Samsa es un viajante de comercio, un hombre obligado a desplazarse, a negociar con un género que no es suyo. Es un tipo baqueteado por la vida. Ha de vigilar el horario de los trenes, ha de sobrevivir con ranchos irregulares y de ínfima calidad. Pero, sobre todo –y eso es lo que más le duele–, ha de tener tratos superficiales, puramente instrumentales:
“Relaciones que cambian de continuo, que no duran nunca, que no llegan nunca a ser verdaderamente cordiales, y en que el corazón nunca puede tener parte”.
La familia
Esto mismo, las relaciones inconstantes y distantes, es el infierno del viajante: esos tratos superficiales que enfrían el ánimo hasta secarlo. ¿Dónde están los afectos? ¿Qué hay de los vínculos primarios o de la confianza permanente? Pobre Samsa.
¿Qué es lo que él deplora?
Tener que desarrollar un trabajo que no le complace, urgido por un amo o por un encargado, pero sobre todo por un sistema que le arrastra. Gregor no parece tener alternativa, forzado por una deuda contraída por el padre. Es cierto que Samsa ha pasado de dependiente a viajante, orgullosamente cargado con su muestrario de paños.
No es menos verdad que eso le ha facilitado su buen dinerito, con comisiones pingües muy beneficiosas para la familia: por un lado, ha ido cubriendo la deuda del progenitor, ya retirado; por otro, le ha permitido un pequeño capital.
El trabajo penoso y eficaz, constante y semiesclavo, de Gregor les iba a procurar un futuro, una provisión de porvenir. A su hermana, por ejemplo, ya la veía como estudiante próxima del conservatorio… Ahora, todo esto no es más que una quimera.

Samsa se adapta a su nuevo estado y sobrevive o malvive como insecto, trepando por las paredes, encerrado en esa habitación que su hermana asea con regularidad: con comida pasada o podrida que amorosamente trae o con los restos que diligentemente retira.
La madre aún espera verlo, aunque ha sido advertida por su esposo, siempre difidente con el hijo. Y es entonces, en efecto, cuando aparece con toda su presencia la figura del padre, esa referencia ominosa que es constante en la literatura de Kafka. El padre, siempre poderoso, autoritario, resuelto, mundano y potencialmente violento.
El padre es, sin duda, una figura amenazante: ahora que Samsa es un insecto, pero también antes, cuando era un diligente, un industrioso hijo que velaba por la familia y sus necesidades. En el padre, en la idea que el progenitor tiene de su vástago, siempre hay un punto de decepción. Temía su exigua condición y teme que ahora que les arruine la vida, convertido en ese bicho que es y que está alojado en el cuarto.
En el relato de Kafka, el padre es un ser derrengado o abatido, físicamente hundido. Pero en otros momentos es también un tipo armado, armado con un bastón o con una manzana. Puede deslomarle o puede hundirle el caparazón.
La vida familiar de Samsa va perdiendo sentido. Conforme avancen los días, más evidente será el deterioro que experimente tras una agresión física, real, del padre: el progenitor le lanza una manzana que se hundirá en su cuerpo, pudriéndose. Si hay futuro, no es para el viajante.
La mutación de Samsa ha forzado al padre, a la madre y a la hermana a buscarse sus respectivas ocupaciones. Los que antes estaban enfermos o indolentes ahora se esfuerzan y madrugan. Han de vivir, ¿no es cierto? Ahora que Gregorio no ingresa dinero y que su deterioro crece, lo mejor que puede hacer la familia es trabajar.
“–Queridos padres –dijo la hermana, dando, a modo de introducción, un fuerte puñetazo sobre la mesa–, esto no puede continuar así. Si vosotros no lo comprendéis, yo me doy cuenta de ello. Ante este monstruo, no quiero ni siquiera pronunciar el nombre de mi hermano; y, por tanto, sólo diré esto: es forzoso intentar librarnos de él”.
No deberán librarse de él, como propone la hermana. El cuerpo arruinado de Samsa se irá apagando. No tendrán, pues, que echar al monstruo y así podrán desterrar la idea de que ese bicho que agoniza es verdaderamente su pariente.
“¿Cómo puede ser esto Gregorio? Si tal fuese, ya hace tiempo que hubiera comprendido que no es posible que unos seres humanos vivan en comunidad con semejante bicho”.

¿Todos nos llamamos Samsa?
El prólogo que escribiera Antonio Rivera Taravillo para la edición de Paréntesis se titula ‘Todos nos llamamos Samsa’ (2010). Por su parte, la introducción que firma José María González García para Biblioteca Nueva tiene un rótulo prácticamente idéntico: ‘Todos somos Gregor Samsa’ (2000).
Podríamos encontrar coincidencias semejantes en otras editoriales. ¿Qué significa eso? Para Vladímir Nabokov o Pietro Citati, para María Zambrano o Jorge Luis Borges, Samsa es un atormentado personaje, concreto y genérico a un tiempo, que encarna la condición humana: su fragilidad y su miseria, su empeño fracasado, la condena bíblica del trabajo. Lo común es interpretar a Samsa como el individuo corriente de un siglo desastroso y violento, como el tipo que nada puede hacer frente a la fatalidad. Nada, salvo dejarse aplastar.
Samsa intenta levantarse; intenta comprender su nueva y acabada condición; intenta hacerse entender por aquellos que todo le deben. Él parece que está en el mundo sólo para saldar una deuda, sólo para cubrir un descubierto de su padre.
Por eso, vive así, como un individuo joven que ha de cargar con los débitos de las generaciones precedentes, mientras los restantes se inhiben: quienes lo rodean no trabajan, no asumen sus respectivas cargas hasta que la fatalidad convierte a Samsa en un bicho irremediable. Digo un bicho irremediable porque ya no hay vuelta atrás, ya no hay escapatoria.
El cuerpo es su cárcel, ese repugnante organismo abombado, de duro caparazón, de cortas patitas. ¿Cómo mirarse al espejo y cómo ser mirado por los otros? La suerte de Samsa es la maldición del monstruo: de la criatura que es obra de Víctor Frankenstein, por ejemplo. Como aquél, también Gregorio carece de comunidad humana, de relaciones que puedan desarrollarse con normalidad. Su simple visión provoca repugnancia y, por tanto, todos le huyen, le evitan o incluso le agreden.
El monstruo imaginado por Mary Shelley hablaba y se hacía entender: solo la insensibilidad y la irresponsabilidad de Victor Frankenstein y solo el repudio espantado de los otros le impedían tener una vida retirada pero aceptable.
El monstruo de Kafka emite sonidos que él juzga lenguaje humano, lenguaje articulado. Su familia, sin embargo, únicamente escucha gruñidos carentes de sentido. Su suerte es peor: ni siquiera está hecho de restos humanos.
Samsa quiere despertar en los otros la empatía, los vínculos primarios, los afectos más inmediatos. Cuando desempeñaba su profesión se lamentaba de las relaciones inconstantes. Como contrapartida, tenía al menos los lazos familiares: padre, madre y hermana… Egoístas, sí, pero seres a los que identificaba como miembros de una misma comunidad moral.
Ahora, ni eso le queda. La soledad más extrema es la suya. ¿Qué más se puede decir de una época tan desastrosa? Cuando Kafka concibe esta historia, triunfa el pesimismo, se extiende el desasosiego, todo se hunde. Y el padre sigue siendo tan autoritario como aquel que describiera Sigmund Freud.

En una carta de Franz Kafka a la editorial Kurt Wolff, de Praga, fechada el 25 de octubre de 1915, leemos:
“Me escribieron ustedes últimamente diciendo que Ottomar Starke realizará la ilustración para la cubierta de La metamorfosis. (…). Resulta que se me ha ocurrido, dado que Starke será realmente el ilustrador, que quizás esté en su deseo querer dibujar el mismísimo insecto. ¡Esto no, por favor! No quisiera reducir su poder de influencia, sino sólo exponer un deseo, debido a mi evidente mejor conocimiento de la historia. El insecto mismo no puede ser dibujado. Ni tan sólo puede ser mostrado desde lejos. En caso de que no exista tal intención, mi petición resulta ridícula; mejor. Les estaría muy agradecido por la mediación y el apoyo de mi ruego. Si yo mismo pudiera proponer algún tema para la ilustración, escogería temas como: los padres y el apoderado ante la puerta cerrada; o mejor todavía: los padres y la hermana en la habitación fuertemente iluminada, mientras la puerta hacia el sombrío cuarto contiguo se encuentra abierta”.
Ambas imágenes propuestas por Kafka son verdaderamente reveladoras. Por un lado, contamos con la puerta cerrada de la pieza en que se aloja el bicho. Por otro tenemos el cuarto oscuro del insecto. La puerta es frontera clausurada, barrera o cierre, un límite físico que separa al bicho de la familia a la que pertenece. Es algo literal.
Si no podemos traspasar el quicio, el umbral nos está vedado; si al otro lado hay monstruos, es preferible mantener cerrada esa puerta de lo amenazante y de lo inconsciente.
Y la oscuridad, según la imagen propuesta por Kafka, es el negativo de la luz, de la normalidad. Es lo patológico: lo contrario de lo que esos individuos corrientes son. O quizá no; quizá el cierre y la oscuridad contienen o revelan el fondo animal de los humanos, egoístas y laboriosos a un tiempo.

¿Contra la interpretación?
Pero voy a parar, que me aboco a la interpretación salvaje, que me desboco. Me preguntaba antes qué hacer, qué cosas podemos hacer con Kafka si toda su obra está revestida por un sin fin de interpretaciones.
La respuesta es sencilla: hay que leer o releer, evitando al mismo tiempo la sobreinterpretación, en la que fácilmente caemos o recaemos. También aquí. Hay que obviar la metáfora desbocada de lo real, de la que, como antes señalaba, Susan Sontag, fue abiertamente contraria.
Como dijo en ‘Contra la interpretación’, cavilamos sobre lo latente sin atender siempre a lo manifiesto, que es lo importante. Con frecuencia nos dejamos llevar por el símbolo olvidando lo concreto. En nuestra época, los propios autores se protegen contra esto.
Sontag citaba expresamente el caso de Thomas Mann, que solía incluir en las novelas la interpretación que él quería para sus obras. Era un gesto irónico. Y, ya lo sabemos, entre las víctimas de la sobreinterpretación, de la hermenéutica del texto frente a la erótica del arte, Sontag denunciaba el caso de Kafka.
¿Podemos evitar la metáfora desbocada? “La efusión de las interpretaciones del arte envenena hoy nuestras sensibilidades, tanto como los gases de los automóviles y de la industria pesada enrarecen la atmósfera urbana”, se lamentaba Susan Sontag, empleando metáforas muy circunstanciales, muy características de esa época.
Entendemos hoy la reacción antialegórica de Sontag, pero no hay una atmósfera cultural incontaminada a la que aún podamos acceder. Me pregunto otra vez…: ¿podemos leer a Kafka sin saber qué se ha hecho con él?
Hay un modo de disfrutar ‘La metamorfosis’ o ‘La transformación’, que es el de compartir con Samsa su miedo real a su condición y al padre, a esa familia que oprime y repudia. Dejémonos llevar: abramos la puerta e ingresemos en la oscuridad del cuarto. No sabemos qué es lo que hay. Lo que pueda haber, el narrador nos lo dirá. No le pidamos, además, que nos dibuje al insecto.
“El insecto mismo no puede ser dibujado”.
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