XXXIV Semana Negra de Gijón
A Quemarropa ED 6 2021 | 2021-07-15
Tribuna de la plebe
Del 9 al 18 de julio de 2021
“La verdad es relativa. Sobre un mismo aspecto podemos tener diferentes opiniones –y estar fundamentadas, ser ciertas–. Sin embargo, la mentira es absoluta. La mentira es mentira”, aseveraba Leonardo Padura, tan rotundo como pedagógico, durante la presentación de su más reciente novela, ‘Como polvo en el viento’, en el Teatro Jovellanos de Gijón –acto que incoaba el pasado mes de junio, de un modo insólito, el cronograma de actividades de la trigésimo cuarta edición de la Semana Negra–.
Una aserción (perfectamente instituible en aforismo) con la que no solo rubricar el epílogo de la mesa redonda ‘El periodista en la era del bulo’ –conformada por Javier Valenzuela, Manuel Marlasca, Carlos Quílez y Luis Rendueles (y que tuve la prez de moderar)–, sino emplear como síntesis reflexiva y axiomática para el devenir de cualquier oficio que tenga un estrecho vínculo con la comunicación, provenga esta del orbe literario y cultural, político, empresarial o, por descontado, periodístico.
Y tal vez sea esta aproximación al concepto de verdad la que ha orientado buena parte de mi formación cultural desde las primeras inquietudes alumbradas al calor de este festival, allá por los últimos estertores del siglo XX, cuando siendo aún adolescente paseaba mi indolente máscara (¿cabe otra opción para cualquier joven con petulantes pretensiones intelectuales?) por los exteriores del estadio de El Molinón, ávido de ignotas verdades que ascendían entre una calima estival de nicotina, exudación y americanas beige, lináceas y apergaminadas, que uniformaban el verbo sudamericano de aquellos escritores y periodistas provenientes de un territorio narrativo pertinazmente hostil y casi nunca afable.
Porque un servidor albergó, pronto, la ingenua orientación hacia una semántica de la verdad que los predios de la ficción literaria que había leído hasta entonces (salvo magras excepciones) apenas sí habían revelado. Fue en la Semana Negra donde descubrí –bajo el sello porteño Jorge Álvarez– la firma agreste de Rodolfo Walsh y los siete supervivientes de su ‘Operación Masacre’; o el acento atiplado y sureño que provenía del estilo, tan enhiesto como adjetivado, de Truman Capote en su non-fiction novel ‘A sangre fría’ (una vez superada la reticencia, siempre inicial, a sumergirme en aquellas precarias y nada sugestivas ediciones de Bruguera).
Dos publicaciones que germinarían una senda y un modo de concebir el periodismo con una inusitada morfología de novela con la que, a partir de aquellos imberbes momentos, habría de mantener una sostenida fidelidad/honestidad lectora (aún cuando, reconozco, escasamente consanguínea ahora con el túrbido acervo de crímenes, malversaciones y otros hediondos feudos oficiales de lo cotidiano).
Aquí descubriría en los 90 a Joyce Wadler, Miguel Bonasso, Carlos González Reigosa o Raúl Guerra Garrido, la narrativa de los hermanos Reverte, los comic books de Bill Síenkiewicz y todo aquel mestizaje literario y fronterizo; el celuloide mediterráneo de Gillo Pontecorvo, las instantáneas de guerra de Santiago Lyon y las vidas rotas de Corinne Dufka; mirando, eso sí, a través de la finestra al mar de Lluís Llach y provisto del inventario de lugares propicios al amor que revelaría la prosodia cáustica y nocturna de Ángel González.
Una verdad ilustrativa y convulsa (lúbrica y embriagante para un pubescente) que encontraría, ulteriormente, en los escarpados alcorces de la Filosofía (así, con mayúscula antonomásica, por supuesto) y que el devenir profesional reconduciría hacia los predios del periodismo cultural y la edición literaria; travesía que, inopinadamente, me permitirían regresar varios lustros después –junto a Merche Medina y Versos y Trazos, e, igualmente, desde la revista MAKMA, o con la reciente compañía de Mayda Bustamante y su sello Huso Editorial– al otro lado del proscenio de la Semana Negra.
A buen seguro que durante todos estos años la complexión del festival se haya curtido con la heterogénea nómina de autorías, géneros y proclividades de lo contemporáneo, superviviendo incluso a los uliginosos meandros de la política (con minúscula, sin antonomasia) y, sobre todo, a la incertidumbre sobrevenida por otro tipo de agentes infecciosos.
Sin embargo, la idiosincrasia persevera y, si no intacta, prosigue provocando en mí un complejo reencuentro con ciertas afinidades perdidas, al calor del Levante y una vez disuelta mi umbilicalidad con el carácter cultural del Norte (que he dejado de comprender y refrendar, aunque sigo reconociendo).
Y tal vez por ello –o por otras estocásticas y desnortadas razones–, Lord Byron conjeturase que “es extraño, pero es verdad, porque la verdad es siempre extraña, más extraña que una ficción”.
Jose Ramón Alarcón
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