#MAKMALibros
Los señuelos de las redes sociales
‘Pequeño hermano’, de Cory Doctorow
‘Salida, voz y lealtad’, de Albert O. Hirschman
‘La generación ansiosa. Por qué las redes sociales están causando una epidemia de enfermedades mentales entre nuestros jóvenes’, de Jonathan Haidt
Es difícil abandonar una red social digital, salirse de ella, cortar para siempre, si has participado como usuario activo durante cierto tiempo. Lo digo por experiencia personal. Mantenerse tiene sus recompensas: te permite estar en contacto con personas con las que no sueles tener interacciones cotidianas, saber de ellas, hasta curiosear en sus vidas.
Puedes ampliar tu círculo de relaciones y crear amistades (no hay que menospreciar los lazos débiles porque suelen tener más fuerza de lo que se les concede); te expresas en un espacio semipúblico cuando no tienes otros medios para transmitir tu voz, tus reflexiones, tus aficiones, tus gustos y, con ello, creas una comunidad de afinidades electivas; también puedes alimentar tu ego, a base de likes, y en una sociedad de superestrellas cada cual persigue sus pequeños y efímeros paraísos.
El caso es que las redes crean adicción y, aunque hayas dejado de mantener tu página, tu muro o lo que quiera que sea, llegan mensajes a tu correo que se comportan como guiños seductores invitándote a entrar, echándote en cara una culpabilidad abyecta (¡eres un asocial!), y caes en el señuelo, aunque solo sea para mirar quién y por qué te cita ¡Otra pequeña satisfacción psicológica!
Hubo un tiempo, además, en que vimos las redes como manifestación de un cambio de paradigma comunicativo y organizacional. Recuerdo las revueltas de las primaveras árabes a favor de la dignidad y el uso que en ellas se hizo del universo digital para esquivar los sistemas de comunicación de las fuerzas represivas; era una especie de confirmación de que las redes sociales estaban enraizadas en la cultura del movimiento Open Access (OA), que defendía un Internet abierto y libre para la mejora social.
Sin embargo, poco a poco, el cielo se ha nublado, cae pedrisco y el ansia de control político y psicológico parece infinita. Una utopía se ha derrumbado. Y sus promesas no se volverán a materializar en lo que existe tal y como ha devenido.
En los últimos meses, no solo hemos conocido los enfrentamientos de Elon Musk con la ley brasileña y con la australiana. Ha llamado fascistas a jueces y gobernantes elegidos democráticamente porque le exigen documentación sobre posibles delitos contra la legislación de dichos países; por el apoyo al bolsonarismo mediante la difusión masiva de bulos; por no moderar contenidos que afectan al orden y la seguridad públicas.
Ha lanzado amenazas personales desde el poder que le otorga el ser dueño de X (¡qué elección de marca más certera para jugar con la ambigüedad del lado oscuro!). Pero, sobre todo, durante las elecciones a la presidencia de Estados Unidos y después de ganarlas, acompañado de un botarate como Donald Trump, Musk se ha entrometido en la política inglesa y acaba de tomar partido en las nuevas elecciones alemanas a favor del partido Alternativa para Alemania, de corte neonazi.
Como quiera que tiene intereses y empresas por todo el planeta, ahora se ha convertido en un actor político global. Y no en cualquier actor, sino en el más rico del planeta, con la voluntad de dictar el desmantelamiento de toda regulación económica, fiscal, laboral, social, cultural y dejar reducido el Estado a la protección de sus intereses.
También tuvimos conocimiento, en su momento, de la detención del dueño de Telegram en París (al que Macron le había regalado el pasaporte francés) por varios delitos contra la legislación francesa. Ambos titanes de la circulación de contenidos en redes, Musk y Pavel Durov, se confiesan libertarios extremos: la libertad de expresión para ellos mismos por encima de todo y a cualquier precio; también se sienten justificados: sus algoritmos son neutros y los creadores o los dueños de las empresas no pueden ser imputados de delitos cometidos por el mal uso de los mismos.
Son seguidores de la filósofa radical de Ayn Rand (1905-1982), que defendía la racionalidad del egoísmo, el individualismo exacerbado, la liberación del capitalismo de toda atadura estatal, ideológica o religiosa, y la libertad de expresión sin cortapisa alguna. Hay afirmaciones y lemas de Milei que parecen sacados directamente de sus personajes y sus textos. Y, seguramene, lo son.
Menos difusión y, por tanto, menos conocida resulta la sentencia de un juez norteamericano contra TikTok y su matriz china ByteDance por la muerte de una niña de diez años, Nylah Anderson, que murió mientras participaba en un juego denominado ‘Blackout Challenge’ (reto del apagón).
Y es posible que ya se hayan olvidado las imputaciones a Facebook y las vergonzantes declaraciones de Zuckerberg en el Senado de EE.UU. por diversos escándalos, entre ellos los de Cambridge Analytica, los del suicidio de Moly Rusell, de 14 años, y la utilización de funciones adictivas y la producción de daños en la salud mental de los jóvenes. “Fue mi error y lo siento”, confesó. Sus respuestas no convencieron a los senadores, pero sí a las Bolsas.
Mi amigo Adolfo Plasencia afirma que estamos ante un nuevo sistema de explotación infantil, y esto es lo que señalan sentencias de tribunales y afirmaciones de políticos con sensibilidad abierta ante lo que el mismísimo Ayuntamiento de Nueva York califica como peligro para la salud pública y toxina medioambiental. Para ampliar algo más el foco habría que incluir todo un abanico de plataformas que están creando explícita y deliberadamente pornografía infantil para usuarios muy jóvenes.
Los dueños de estas plataformas son muy conscientes de qué hacen y para qué lo hacen: en primer lugar, para maximizar el beneficio económico mediante las herramientas de la economía de la atención y la adicción. Nadie la conoce mejor que ellos y sus expertos. En segundo lugar, para tener poder político y capacidad de dominación sobre la sociedad. Las teorías críticas que el siglo pasado analizaron el poder de los medios de comunicación de masas y sus capacidades de manipulación no tenían la menor idea de lo que nos depararía el porvenir.
La naturaleza de las redes sociales ha mutado y, mientras tanto, millones de personas siguen atrapados en su adicción. Cory Doctorow es, para mí, el mejor analista del proceso de degradación que está teniendo lugar en las plataformas. Afirma al respecto y concluye: “Aunque el uso de Facebook tiene un alto coste –tu privacidad, tu dignidad y tu cordura–, sigue siendo menor que el coste de cambiar que tendrías que soportar si te fueras”.
¿Salirse de las redes? ¿Y el sentimiento de orfandad? ¿Hay otras soluciones al alcance? Mucha gente está migrando, en especial a Bluesky. No es la mejor solución. Se necesitan alternativas públicas o, al menos, comunales.
Albert O. Hirschman, en un libro extraordinario titulado ‘Salida, voz y lealtad’, mostró que, ante bienes y servicios ofrecidos por organizaciones, los consumidores tienen tres opciones: mantener la fidelidad a la misma empresa, con independencia del motivo por el que se haga; buscar en otras empresas los bienes deseados (hablar con los pies); protestar y movilizarse para cambiar desde dentro la política de la organización.
Ahora mismo, dado el cuasimonopolio y dominio que tienen estas redes, la protesta es inútil; la legislación transfiere la culpa a los consumidores finales; a lealtad aún ofrece recompensas personales y el frente de batalla queda muy lejos de “tu red de amistades y de likes”.
Dos signos más son muestra de lo atrapados que estamos en sus garras y me resultan preocupantes. Muchos líderes, autoridades e instituciones, con independencia del nivel en que se muevan, utilizan estas plataformas para una comunicación directa con las bases sociales; las universidades públicas invitan a ser seguidas en la panoplia de plataformas mediante el repertorio completo de logos.
Nadie se pregunta por qué se mantienen estas pautas cuando estamos viendo lo que sucede. Cierto que, si uno no sale de su pequeño mundo, tampoco se infecta con los malos olores que expanden las industrias del odio y los bulos; no se siente azotado por los vientos de la maquinaria de guerra ideológica; no se tropieza con la venta de carne adolescente y de mujeres en general, tanto al por mayor como al por menor.
Por otra parte, tampoco es tan malo ser prudentes y precavidos. Nos decimos que habrá que esperar a ver cómo van resolviendo sus casos Francia, Brasil, Australia o EE.UU. En cuanto a China, no hay caso. Ya se han encargado sus autoridades de que el TikTok nativo tenga los controles necesarios de contenido y de usos de tiempo para que no operen las descargas de dopamina como en el mundo liberal.
Hay un silencio clamoroso. Espeso. Todo va bien. Si hay problemas, es en otra parte. Mi convicción es, sin embargo, que solo si las salidas son masivas y hacen daño al rendimiento económico de estas organizaciones aparecerán otras redes que, tal vez (no quiero volver a ser tan ingenuo), atiendan nuestras necesidades en la era digital y se ocupen de nuestra dignidad. Salida, voz y lealtad, estas son las opciones.
Mientras tanto, para comenzar el año con una excelente lectura, me permito recomendar ‘La generación ansiosa. Por qué las redes sociales están causando una epidemia de enfermedades mentales entre nuestros jóvenes’, de Jonathan Haidt. Y, tal vez, pronto tengamos la oportunidad de leer en castellano ‘La máquina del humor (o del estado de ánimo)’, de Liz Pelly, que podría ayudarnos a entender los costes que tiene para nuestra autonomía cultural caer en el síndrome Spotify.
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