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‘Los alemanes’, de Sergio del Molino
Premio Alfaguara de novela 2024
El Premio Alfagura de novela –creado en 1964 por la editorial que fundaría, un año antes, Camilo José Cela– es uno de los más codiciados del territorio nacional, no solo por su jugosa dotación –160.000 euros y una escultura de Martín Chirino–, sino también porque la obra ganadora se difunde por el inmerso territorio habitado por los lectores de habla hispana. En lógica contrapartida, el galardonado deberá dedicar varias semanas a la promoción de su libro a lo largo de una gira triunfal por numerosas ciudades de España y Latinoamérica.
Entre los 800 originales presentados a esta XXVII edición, el jurado eligió ‘Los alemanes’, de Sergio del Molino (Madrid, 1979), por su «maestría para narrar un suceso muy poco conocido de la historia española relacionado con las mutaciones del nazismo y con hondas consecuencias en el mundo actual».
‘Los alemanes’ relata en clave de ficción una historia cuyo origen se sitúa en 1916, al término de la Gran Guerra, cuando los alemanes que colonizaban Camerún –unos dos mil sobre una población de dos millones de habitantes– se apresuraron a abandonar sus propiedades para no caer prisioneros de los franceses. Cruzaron la frontera de la vecina Guinea y se entregaron a los españoles confiando en la neutralidad de nuestro país. Trasladados en barco hasta el puerto de Cádiz como internados de guerra, se distribuyeron en varias ciudades de provincias –Zaragoza, Pamplona y Alcalá de Henares–, pues, aunque fueran civiles, debían residir cerca de una guarnición militar.
La existencia de estas comunidades desperdigadas por la península pasó desapercibida y podría haber caído en el olvido, a no ser por una serie de afortunadas coincidencias. Unos viejos papeles que reproducen discursos de Goebbels y otros gerifaltes nazis publicados en España a principios de los años 40, adquiridos casualmente por Del Molino, despertó hace años el interés del escritor por el asunto y le llevó a conectar con unas cuantas familias descendientes de aquellos colonos: los Bieger, los Schott, los Wichmann… Escribió varios reportajes y un ensayo, ‘Soldados en el jardín de la paz‘, publicado en 2009 por una editorial zaragozana, que puede considerarse germen de la novela ganadora.
A partir de la realidad histórica, Del Molino ha construido un formidable relato a cinco voces sobre los compartimentos secretos que guardan algunas familias, la complejas relaciones fraternas y las sombras del pasado que surgen, de repente, de las tumbas. Su historia plantea un par de relevantes incógnitas: ¿cómo gestionar la herencia moral que recibimos de nuestros antepasados? ¿La culpa se transmite como el ADN?
Sus protagonistas imaginarios son los miembros de una de las familias germanas residentes en la capital aragonesa, los Schuster, que en dos generaciones levantan una empresa dedicada a la elaboración de salchichas de cerdo, producto muy ligado a su nacionalidad de origen y que, a tenor de lo que luego sabemos, no deja de tener cierto significado simbólico.
La tercera generación está compuesta por Gabi, músico de rock de éxito, gay y transgresor con las tradiciones familiares; Eva, una mujer con un prometedor futuro en la política municipal; y Fede, un intelectual que trabaja en una universidad de Ratisbona estudiando literatura judía.
La muerte de Gabi reúne a los otros dos hermanos en un cementerio que fue ágora y punto de encuentro de los miembros de la colonia germana. La aparición de un empresario israelí, hijo de un cazanazis dispuesto a llevar a cabo turbios proyectos en la ciudad del Pilar, desestabiliza la existencia de Eva y Fede, que ven cómo la irrupción de siniestros fantasmas de un pasado que ignoran perturba profundamente su existencia.
¿Qué te sedujo de los alemanes del Camerún para dedicarles un ensayo-reportaje y luego esta novela?
Los alemanes del Camerún me fascinaron porque formaban una comunidad de desarraigados, aislados en una especie de cápsula espaciotemporal. Eran unos desplazados muy peculiares, ni exiliados ni inmigrantes, aunque su ejército había resultado vencido; ellos no eran víctimas, sino colonos de un imperio fallido.
De alguna forma, me identifico con ellos porque tiendo a sentirme fuera de lugar. No tengo raíces con un lugar concreto debido a una vida un tanto rara que me ha llevado a desarrollar lo que llamo el ‘síndrome del intrusismo’, que en su aspecto positivo me permite adaptarme allá donde vaya. Creo que Felipe González, cuya vida relaté en mi anterior libro, también sufría una forma de ese síndrome.
En tu relato, los judíos aparecen como víctimas del pasado, pero también como villanos en la figura de Ziv, que desata una tormenta mediática
Me interesaba resaltar esa ambivalencia. Presentar a las víctimas y victimarios como la doble cara de Jano. Eso da mayor complejidad a la historia. Además, me gusta que los malos tengan razón y he disfrutando mucho metiéndome en la piel de ese hijo de cazanazis que se presenta en Zaragoza para dar un pelotazo urbanístico y pone en marcha el ventilador de la mierda pretérita.
La gracia del asunto es que se trata de un villano terrible y, al mismo tiempo, ¡tiene razón! Lo he gozado un montón, pero, ojo, es lo peor: no querrías acercarte a alguien así de ninguna manera. Pero tiene toda la razón. Y mantiene viva la llama de la venganza judía.
La estructura de la novela rompe las reglas del narrador omniscente para construir un mosaico de voces; cinco voces que desgranan la historia.
El narrador omnisciente es un mito. No ha existido nunca. El narrador omnisciente siempre se ha trampeado, como se trampean los planos secuencia en el cine. Siempre ha estado pegado a la consciencia de algún personaje. Una narración omnisciente pura sería ilegible.
Me interesa mucho más la teoría del lector omnisciente. Quería que fuera el lector quien completase la historia porque es la forma en la que puede implicarse. El lector, que no es idiota, debe completar la historia. Tengo un cariño especial a la voz de Berta, una amiga de la familia Schuster que ofrece una visión equilibrada y ecuánime sobre ella.
El pensamiento de la filósofa Hannah Arendt es como un hilo conductor en el que se ensartan los acontecimientos
Es un tema sobre el que reflexiona Fede, el hermano intelectual. Sostiene que se ha malinterpretado el concepto de ‘banalidad del mal’ que la filósofa expuso respecto al juicio de Eichmann. No es que fuera un pringao que hacía lo que le mandaban, al contrario, era perfectamente consciente de sus actos, comprometido con la causa y ansioso de progresar. El horror es que hay gente muy gris capaz de hacer mucho daño, y es difícil encontrar consuelo en eso.
El concepto ‘banalidad del mal’ no quiere decir, como algunos piensan, que Eichmann fue un tipo que se dejaba llevar por la corriente. De lo que habla Arendt es de una banalidad hipócrita. Eichmann era perfectamente consciente de lo que hizo, mantuvo un compromiso real con los ideales del Tercer Reich y el Holocausto. El problema llega cuando nos damos cuenta de que esos que encarnan el mal son, realmente, unos mindunguis. De ahí la decepción. ¿Cómo puede ser que el mal lo encarne alguien tan banal? ¿Cómo es posible que pueda destruirnos alguien que no está a nuestra altura?
¿Caducan las culpas de los padres? ¿Tienen los hijos la obligación de redimirlas? Son las grandes preguntas que planteas en la novela. ¿Cuál es tu respuesta?
Hay que asumir lo que somos con naturalidad y sin complejos. Aceptar la herencia del pasado sin fustigarnos por ello. En estos tiempos de adanismo y discursos individualista, hay quien pretende hacer tabla rasa de su pasado y crear su propia identidad, incluso su propio sexo. Esa actitud revela una ingenuidad pavorosa. Las herencias te caerán encima quieras o no. Debes asumirlas y reflexionarlas. O nos creemos que somos los primeros y nos inventamos absolutamente todo, o asumimos nuestra tradición. Andamos entre muertos, y esos muertos viven con nosotros.
Yo estoy a favor de esta segunda opción. El pasado siempre va a estar ahí, siempre nos va a conformar, siempre nos va a condicionar, como nos condicionan otras cosas. El pasado nos condiciona como el país en el que vivimos, como el paisaje, como la clase social en la que crecemos, como muchísimas otras cosas.
¿No es un recurso algo fácil sacar a relucir a los nazis?
En absoluto. Están de forma tangencial, de fondo, y me parecía muy raro escribir una novela sobre alemanes en el siglo XX en la que no apareciera el nazismo como un elemento distorsionador, perturbador, como algo que marca radicalmente las vidas de mucha gente, incluso generaciones después de que aquello sucediera.
Auschwitz y el nazismo todavía representan la imagen del mal, “la sucursal del infierno en la tierra”, una frase que acuñó Joseph Roth. Creo que todavía sigue siéndolo, todavía sigue teniendo ese poder mitológico, un potencial evocador impresionante. Además, me daba pie para hablar de España como santuario de nazis fugitivos; muchos de ellos residieron aquí a cuerpo de rey y sin ocultarse, y escala en las llamadas ‘líneas de ratas’, término náutico que describe las rutas de huida de los seguidores de Hitler tras su derrota.
Es conocido el fervor de los alemanes por la música. ¿Por eso has incluido un código QR con su propia banda sonora?
La composición de la novela es muy musical, y no solo por toda la música que referencia. Los tres personajes principales representan tres líneas melódicas que juegan constantemente a la fuga y al contrapunto. La música no solo es un tema que les une, sino que estructura la historia y las diferentes tramas. Podemos decir que cada uno de los hermanos compromete su propia melodía.
¿Cuánto tiempo has dedicado a este libro?
El tiempo de escritura para mí es algo irrelevante, porque suelo alternar distintos proyectos. Nunca cuantifico cuánto me cuesta un libro, pero pienso mucho antes de ponerme ante el ordenador. Lo único que necesito es silencio y soledad, aunque tengo la suerte de concentrarme con facilidad en cualquier parte.
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