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‘Un tal González’, de Sergio del Molino
Alfaguara, octubre de 2022
José Lezama Lima sometía a cuarentena los libros recién adquiridos. El escritor cubano quería vivir en un mundo remansado, ajeno a las urgencias del presente. Para quienes, por el contrario, sobrevivimos en un presente continuo que nos arrolla, el orden editorial nos procura frecuentemente bagatelas (es cierto). Pero, de cuando en cuando, nos proporciona herramientas para conocer y para conocernos, para averiguar y para explorarnos. Por eso, siempre es buen momento para acceder a las novedades de ese mercado editorial que amenaza, ay, con anegarnos. A ver si pestañeamos y nos perdemos algo sobresaliente.
Justamente por ello, es tiempo para iniciar lecturas aplazadas, para completar libros abandonados, para solazarnos con relecturas provechosas. O para mirar de otro modo. Para leer de otra manera. De repente, en el recodo de una página descubrimos algo que, literalmente, no sabíamos. ¿Hay mayor placer? Es tal la dicha que esas actividades nos procuran, es tal el conocimiento que de esas iniciativas obtenemos, que nos sorprenden la resistencia y la obcecación, la incultura y la ignorancia deseadas. Todo ello es una forma de servidumbre voluntaria.
Las novedades bibliográficas no son solo una asfixia mercantil. Felizmente nos obligan a estar atentos, nos fuerzan a despertar ante temas que ignorábamos, ante objetos que desconocíamos o ante perspectivas distintas que introducen elementos insólitos en lo que sabemos o creemos saber.
En ello es especialista y habilidoso Sergio del Molino. Su literatura nos desplaza, nos pone fuera de sitio, nos saca del marco. Por ejemplo, es este un instante óptimo para averiguar nuevas cosas de la España histórica, la reciente y ya remota: la vinculada a los Gobiernos socialistas de Felipe González. O para acceder de nuevo a una obra igualmente reciente que trata de un país que se nos antoja remotísimo: ‘La España vacía’, un caso logrado de narración literaria e histórica.
He puesto dos ejemplos extremos dentro de lo que sería el relato-ensayo que practica Sergio del Molino. ¿Con qué fin hago esto? Con el objeto de que pueda apreciarse el timbre de su sintaxis, el tenor de su prosa y, sobre todo, el arrojo del autor. Es preciso tener una cultura vasta, amplia y honda para atreverse a conectar, vincular o relacionar aspectos distantes de la política y de la cultura españolas del último siglo.
En este sentido, la habilidad de Sergio del Molino está fuera de toda duda. Es un todocaminos, capaz de transitar por los riscos más peligrosos, aquellos de los que se puede despeñar. Y Felipe González es una efigie peñascosa que bien podría figurar en el Monte Rushmore, de Estados Unidos. Así como también es capaz de adentrarse por senderos que juzgamos trillados. Senderos trillados que, a partir de su observación, de su mirada, se vuelven nuevos o incluso irreales.
Del Molino puede detallar y urdir un relato nuevo en el que trata del despoblamiento de España, el de la España interior. O periférica. O puede abordar la trascendencia histórica, la biografía real y fantaseada de Felipe González bajo la forma narrativa de una novela. O así, al menos, presenta editorialmente su volumen. No es historia, nos dice; no es biografía, insiste. Es una novela.
Presumo que su empeño en subrayar este hecho se debe a su propio proyecto literario. Él no es o no quiere ser solo un periodista o un periodista de investigación. Él tiene un plan de escritura y publicación en el que el relato siempre va asociado al género novelesco. Y este, el género novelesco, admite la narración convencional, pero también el ensayo que explora la identidad. En este caso, la identidad real y supuesta, histórica y proyectada de Felipe González.
Para los que ignoren quién es esta persona, siempre se puede consultar la Wikipedia o siempre se puede hacer un esfuerzo más. Leer a Del Molino. Pero atención, la novela sobre Felipe –que cobra forma como una crónica del personaje y de quienes lo acompañan– contiene hechos reales y conjeturas acerca de lo que pasó, pudo pasar o sospecha el autor que pasó.
Felipe González presidió durante muchos años (1982-1996) los Gobiernos de España, los gabinetes de un país que estaba refundándose tras una dictadura. Insistamos en esta última obra, recientemente publicada: ‘Un tal González‘ (2022).
Bien mirado, es este un trabajo erudito y titánico. Nada de lo que en sus páginas escribe estaba obligado a saberlo. Del Molino podía vivir muy bien sin tener conocimiento preciso o detallado de lo que fue la tarea de los socialistas en los años ochenta del siglo XX. Su proyecto literario o sus ensayos más introspectivos no tienen por qué adentrarse tentativamente en una figura que, de entrada, no es presente. Al fin y al cabo, muchos compañeros de su generación, los nacidos a finales de los setenta, probablemente ignoran las audacias de González, las carencias de aquella cohorte de socialistas y los logros, fallos o delitos que aquellos Gobiernos pudieron llegar a cometer.
¿Por qué razones? Porque, para su generación (la de Sergio del Molino), la figura de Felipe González o es ignorada o es simplemente despreciada. Del Molino se propone, desde hace tiempo, averiguar en qué España vive y, por tanto, se propone hacer arqueo e historia del presente continuo en el que estamos insertos. No es posible tener una noción cabal de lo que nos ocurre y del espacio que habitamos sin distinguir, sopesar, evaluar las cargas, las herencias, los logros y los fracasos de nuestros antecesores, cuyos efectos aún perduran.
En el caso de Sergio del Molino –y de su actividad práctica, periodística, ensayística y narrativa–, el resultado es satisfactorio. A veces, espectacular. En sus obras, en general, y en algunas de las páginas de ‘Un tal González’.
Alguien puede decir muy bien que quizá estos calificativos sean excesivos, hiperbólicos, puros ditirambos para un autor al que apreciamos y que, por ello, nos satisface con cada nueva entrega de sus obras aún incompletas.
¿Significa eso que compartimos todos los giros, los juicios, todas las alegaciones, todas las calificaciones que aventura Sergio del Molino después de una investigación concienzuda? No necesariamente.
No necesariamente porque estemos de acuerdo con todo lo que el autor dice, sino porque vemos la calidad de su especulación, la audacia de sus reflexiones. Pueden ser los huecos de la España vacía o premoderna o pueden ser los efectos o las consecuencias del Gobierno de Felipe González, el avance complicado hacia la modernidad.
El resultado es siempre un ensayo comprensivo, comprehensivo, entretenido, polémico… Del que no te puedes desprender hasta llegar al final. El autor insiste en llamarlo novela. Yo lo llamaría crónica informada y osada con recreación o suposiciones que trascienden el mero reportaje periodístico.
Es más, cuando llegamos al final, es altamente probable que ocurra lo que a mí me sucede con sus ensayos más atrevidos, con sus obras más audaces: emprendo inmediatamente la relectura. Para entonces, me doy cuenta de la cantidad de matices y de aspectos que me han pasado inadvertidos en esa primera aproximación.
Es justo en ese momento cuando me sorprendo de las discrepancias fructíferas que me llevan a la lectura y relectura de sus obras. Me doy cuenta de la erudición vastísima de que se sirve para poder argumentar con fundamento lo que es una valoración, una calificación, un justiprecio de hechos pasados sobre los que no se tiene autoridad, pero de los que todavía somos o hijos o nietos.
Sergio del Molino es un hijo de la transición. Yo, por el contrario, no me considero tal cosa. Sencillamente, es una cuestión de edad. Del Molino nace en 1979 y yo, por mi parte, en 1959. Nos llevamos dos décadas. Son los años que, en números redondos, podrían ser –podrían corresponder– a una generación. O, al menos, a los límites estrictos de una generación.
Él ve a González y la España que configura como algo remoto y a la vez como un sujeto y un espacio primordiales, como ese gobernante decisivo que transforma el país de su infancia y que, por tanto, cumple un papel determinante en el cambio radical que España experimenta: de una nación primitiva, prácticamente, a un Estado moderno, europeo.
Podemos convenir con él en que esto es así. Podemos convenir en que, gracias al triunfo socialista en octubre de 1982, aquella España carpetovetónica y atrasada acabará siendo un país al que no reconocería ni la madre que lo parió, por decirlo con palabras de Alfonso Guerra.
Y, ya que lo menciono, ¿quién es este personaje que se quiere hijo intelectual de Antonio Machado? Guerra fue el vicepresidente de González durante varios Gobiernos y fue el hombre fuerte del partido socialista durante décadas. Tenía ínfulas literarias de las que se revestía y hacía ostentación hasta facilitar su caricatura. Según Jorge Semprún, Guerra acudía al Consejo de Ministros cargado de libros… por leer. Como un oyente. Por ostentación, queremos pensar.
Y, a la vez, Guerra era un hombre práctico, pragmático y maniobrero: controlaba la fontanería del partido y de su poder con el fin de oponerse, entre otros, a los liberales del socialismo: Miguel Boyer, Carlos Solchaga, etcétera.
El volumen de Sergio del Molino atrapa, como solo sabe hacerlo el autor con el tema que trate, sea el que sea y con el género que sea. Su escritura fluida y precisa lo facilita. Y todo ello con el fin, además, de que los lectores no lo abandonen. Es capaz de contarnos una historia sustantiva, significativa, decisiva y a la vez es capaz de hacerlo desde lo micro, lo pequeño. El resultado es siempre un relato divertido y nutritivo, aleccionador y entretenido.
Tengo discrepancias con Sergio del Molino al calificar ‘Un tal González’ como novela lo que, para mí, es una crónica histórica, una investigación documentada y conjetural en el que aspira a no fabular o inventar sobre sus personajes. Pero que me aspen si no reconozco sus logros narrativos, sea cual sea la etiqueta que el autor y el editor adjudican a estas o a otras páginas. A la vista están esos logros alcanzados y el examen pericial de un cambio histórico en el que él mismo se inserta.
De hecho, es el autor convertido en narrador la justificación y la derrota hacia la que derivan sus páginas. “De te fabula narratur” o “Je suis moi-même la matière de mon livre”. ¿Por qué no supe apreciar la labor de González cuando se retiró como jefe del partido y candidato a la presidencia?
Por supuesto, la edad no facilitaba la lucidez. Cuando el expresidente abandona todo cargo orgánico y el liderazgo, Sergio del Molino apenas es mayor de edad, y a un joven de entonces no puede exigírsele que mida o calibre la importancia de ciertas figuras relevantes o muy relevantes de la historia presente.
Es por eso por lo que podemos leer este volumen en clave personal. Imaginemos la deliberada mezcla de géneros. ¿No podríamos leer ‘Un tal González’ como la biografía del padre putativo que tuvo? Si es así, ¿sería la biografía de una figura paterna e histórica de la que probablemente se desentendió al coincidir su caída, la de Felipe, con la adolescencia del futuro autor?
Lo que Sergio del Molino descubre en estas en páginas y lo que imagina que ocurrió forman parte del fermento cultural de su propia vida, la de una España en tránsito de la que él y otros fuimos beneficiarios y cuyos principales artífices no siempre hemos juzgado con compasión o benevolencia.
Los lastres de Felipe no empañan sus aciertos y sus perspicaces empecinamientos. La natural tendencia al orgullo, la ambición y la arrogancia, el permanente estado autodefensivo, la justificación de ciertos crímenes, etcétera, no son cosa exclusiva de González. Son rasgos bastante comunes entre dirigentes o gobernantes que han hecho mucho por su país, viene a decirnos Del Molino.
No seamos cicateros, parece concluir el autor. La importancia de Felipe se mide por el país moderno y cojitranco (como tantos otros del entorno) que en parte le debemos y aún disfrutamos.
La vida de Sergio del Molino va de un pasado colectivo sucio a un presente llevadero y bien aceptable. Eso implica reconocer y documentar la España negra en la que nació, esa España que apenas se había quitado el franquismo de sus entrañas y de su superficie. Y eso supone admitir hoy y sin tacañería el disfrute de un país constitucional, acogedor: con crisis y lastres, es cierto, pero con derechos y eficiencias jamás logradas hasta ahora.
Que la verbosidad, la listeza, el egotismo y el narcisismo de Felipe nos lo hagan un personaje frecuentemente antipático no debería cegarnos.
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