Con motivo de la obra ‘Señora de rojo sobre fondo gris’, con José Sacristán
Teatro Olympia de Valencia
Se suele contar la siguiente anécdota con respecto al oficio del actor. Al parecer, a Gary Cooper, siendo niño, una tarde lo encontró su madre con actitud meditabunda observando con la mirada perdida un punto del horizonte. “¿En qué piensas?, le preguntó. Y el que con los años se las vería ‘Solo ante el peligro’, contestó: “No pienso absolutamente nada”. Entonces, su madre, sin proponérselo claro está, dejó con su réplica una de las mejores caracterizaciones del oficio interpretativo: “Pues entonces serás un buen actor”.
Esa mirada al vacío, ya sea cuando el actor se sube a un escenario, con el público delante a modo de ese punto en el horizonte que Gary Cooper contemplaba como si fuera transparente, o cuando mira a cámara, como si ésta fuera de nuevo el espejo invisible por el que Alicia se introduce en el País de las Maravillas, esa mirada al vacío, decimos, es consustancial al arte de la actuación. Un arte al que conviene añadir la palabra juego, igualmente repetida por muchos actores.
“Llevo más de 60 años jugando, porque para mí esto es, por encima de todo, un juego”, no ha dejado de subrayar José Sacristán durante su presentación de ‘Señora de rojo sobre fondo gris’. “Te pagan por jugar”, hubiera añadido Marcello Mastroianni, quien asociaba este oficio con el recuerdo de cuándo de niños se jugaba a policías y ladrones. Una diversión, sin duda, pero muy seria.
Sacristán ha evocado esta seriedad utilizando las palabras del filósofo Friedrich Nietzsche, cuando dijo: “No hay mayor seriedad que la del niño cuando juega”. De manera que, si sumamos el vacío de esa mirada que, volcada hacia dentro, bucea en las pasiones humanas, con el juego y la seriedad con la que aquel se encara, tendremos al actor en su más pura esencia.
La verdad del actor, conectada a la del público que lo observa, tiene que ver entonces con la mentira que representa la ficción. Llegamos a las profundidades de cuanto nos conmueve, alegra o angustia, surcando las aguas superficiales de esa ficción que el actor encarna vaciándose por dentro, para llenarse con las sutilezas de los múltiples personajes a los que da vida.
Haríamos bien, por tanto, en tomarnos en serio el juego del actor y la ficción que le sirve como espejo donde representar las contradicciones humanas. El actor sería ese gran embustero que dice la verdad, cuya estrella nos guía, si dejamos de lado el fulgor asociado al star system, por los extraños senderos que conectan la maldad y la bondad, la alegría y la tristeza, el odio y el amor.
Alejado de la corrección política, el actor utiliza su arte para descolocarnos, de forma que tan pronto nos vemos atraídos por el ladrón como por el policía, igual que de niños podíamos intercambiar los papeles con la sana intención de seguir jugando, de seguir interpelándonos desde diferentes lugares. La ficción que el actor surca no es la realidad, pero al representarla observamos sus imperfecciones, la complejidad de una condición humana que la vida cotidiana simplifica.
Si el mundo fuera perfecto, como decía el escritor Carlos Fuentes, no se escribirían novelas, ni se compondría música, ni se harían obras de teatro o películas. La ficción está para cauterizar la herida abierta por el hecho de entrar a ese mundo separándonos del cuerpo materno. El actor es quien porta en su maleta de viajero existencial los miedos y ansiedades que ha hecho suyos, al atreverse a observar en el interior de ese vacío reflejado en su mirada.
Por eso es tan necesario prestigiar el oficio de actor, porque sin el juego que nos propone encarnando en la ficción múltiples vidas, la existencia quedaría reducida a lo ya conocido. Si Dios, como apuntó cierto poeta, es la estaca que impide que el mundo se cierre, entonces los actores, más allá de deletéreos endiosamientos, tendrían justificado el olimpo que una sociedad más utilitarista les niega. Son ellos, interpretando a personajes tan amables como odiosos, los que abren el mundo que otros seres más prosaicos se empeñan en estrechar. Son ellos, jugando, los que inmortalizan nuestro efímero paso por la vida.
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