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De Jávea en solastalgia al conticinio imposible
Cultos y bronceados (X)
Verano de 2024
Conticinio, calambur, serendipia, tílburi, petricor, lemniscata…. Los que tenemos vocación lectora y pasión por el lenguaje coleccionamos palabras raras como los entomólogos coleccionan insectos exóticos. Cultismos, términos en desuso, descatalogados del habla que te seducen por su fonética o por su significado. Cuando tropiezo con uno de ellos, siento una especie de calambre mental que me impulsa a archivarlo con la intención de exhibirlo en un artículo o en una charla, aunque la mayoría acaban olvidados por falta de uso.
Mi último hallazgo es solastalgia, un neologismo acuñado por el filósofo Glenn Albrecht, en 2005, compuesto por la palabra latina sōlācium (comodidad) y la raíz griega algia (dolor), que describe una forma de angustia y estrés causados por el deterioro medioambiental. Provocan esta alteración anímica tanto catástrofes naturales como intervenciones humanas con impacto destructivo en el paisaje.
Me pregunto si Adán y Eva fueron los primeros en sufrir una variante de solastalgia tras ser expulsados del Edén, parque temático a su medida, para encontrarse en un mundo hostil poblado de bestias que pretendían devorarlos.
Solastalgia. Me fascina esa palabra porque expresa un sentimiento que he experimentado en numerosas ocasiones y no sabía cómo verbalizar con precisión. La mezcla de tristeza, rabia, impotencia e incomprensión que experimento ante la degradación de los que fueron paraísos de mi infancia y juventud. Una profunda sensación de pérdida irrecuperable, una mácula en las páginas más luminosas de mi existencia.
Uno de esos paraísos fue Jávea. Allí pasé los veranos en mi juventud en apartamentos alquilados por mis padres y, ya en la madurez, en el camping donde mi hermano, gran aficionado a la pesca y al submarinismo, tenía su barca. De aquellas temporadas guardo imborrables recuerdos: baños gloriosos en recoletas calas, paseos vespertinos por el puerto ante artísticos crepúsculos, noches de baile y ligue en el mítico Molí Blanch de aire ibicenco, sesiones fílmicas en el autocine…
Fotogramas de una película que hoy sería imposible volver a rodar porque el paraíso original ha sido truncado. Se le ha amputado su mayor bien: la paz. No me refiero a una paz monástica incompatible con el ocio, sino a un saludable equilibrio entre la actividad gozosa, el bullicio general y la posibilidad de descanso. Porque uno de los ingredientes básicos del paraíso es que nada ni nadie perturbe tu sueño.
Jávea no ha sufrido ningún cataclismo. Mantiene su belleza aparentemente intacta y la limpidez de sus aguas. Hay otros lugares de la costa mucho más degradados en los que han brotado bosques de horrendos bloques, vacíos la mayor parte del año. Pero eso hace más terrible el cambio que ha sufrido. Porque el paraíso no consiste exclusivamente en bonitas vistas.
«Durante muchos años, Jávea fue un lugar tranquilo habitado por jubilados extranjeros y familias que venían a descansar», me cuenta una amiga artista que pasó allí quince estíos. «Después de la pandemia, empezaron a alquilar chalés a grupos numerosos de jóvenes, que los ocupaban por breves temporadas en busca de diversión intensa, y el ambiente se transformó». Fue una evolución gradual pero imparable: broncas, juergas, ruido, tráfico nocturno, macrobotellones en el Arenal… Y, como consecuencia, incremento de la suciedad y de la delicuencia. Un oasis de paz degenerado en verbena perpetua.
La invasión solo dura unos dos meses, el verano profundo, pero esos son los que la mayoría, sobre todo familias con niños, dispone para descansar. ¿Descansar? Habría que acuñar otro término hermano de la solastalgia: ¿tal vez follonalgia?
Y, mientras el paisanaje mudaba y se rejuvenecía para mal, el paisaje sucumbía bajo una feroz avidez urbanística que ha tapizado de viviendas el valle que se extiende entre el pueblo y el cabo de la Nao. El fenómeno de la masificación afecta especialmente a Jávea porque, a diferencia de Gandía, València o Benidorm, no posee extensas playas de arena.
Sus costas recortadas y rocosas, precisamente lo que le confiere su mayor encanto, se saturan fácilmente y se encuentran atestadas por estas fechas. Bañarse en el Portixol, la Granadella o Ambolo sin agobios es prácticamente imposible y los que tienen alguna embarcación no pueden acceder a la costa, totalmente balizada a doscientos metros.
En el Portixol, la gente hace colas kilométricas para la típica foto ante la puerta azul, simulando que son los únicos presentes, y en la Granadella, escenario de épicas batallas con los piratas berberiscos, han instalado un trenecito de pago para subir o bajar.
El panorama me resulta desalentador, pero no me gusta dramatizar, y quiero pensar que los paraísos que unos perdemos son descubiertos por las siguientes generaciones bajo otro aspecto. Los jóvenes están más habituados a formar parte de la masa. El sentimiento de solastalgia es más propio de los mayores de 50 o 60 años, que pudimos pasear por playas desiertas de horizontes desnudos ribeteados de dunas. A los que vienen detrás les afecta otra condena: el estrés o angustia climática. Una triste herencia que les legamos.
La degradación de Jávea es solo un pequeño ejemplo del autoexpolio perpetrado durante las últimas décadas con la excusa de que todos los españolitos de a pie pudieran pasar unos días en la playa: la coartada demagógica del Manhattan de Levante. La fórmula funcionó mal que bien durante unos años, pero ¿qué tipo de familias pueden permitirse hoy alquilar quince días o un mes un apartamento en el litoral?
Ignoro cuánto tiempo invirtieron los chinos en levantar su muralla, pero barrunto que los superamos en rapidez a la hora de construir un muro de cemento, cristal y hormigón en torno a la costa, empujados por la fiebre del oro turístico. Una especie de costra –Costra nostra– que ya ni siquiera es nuestra porque la han comprado. «Nos hemos vendido por un plato de lentejas putrefactas», decía la escritora mallorquina Carme Riera en relación al turismo masivo en su isla.
Siglos luchando contra invasores para acabar como patio de recreo de todo quisqui que le dé por visitarnos. ¿Qué otra cosa ofrecer a nuestros vecinos del norte salvo sol y alcohol barato, además de paella, flamenco y alguna que otra corrida para los émulos de Hemingway? Podríamos haberlo hecho a conciencia, en plan balneario de lujo atendido por refinados anfitriones, pero por estulticia avariciosa –que corra el dinero rápido– acabamos como una tasca o corrala en la que el ruido invade el conticinio, la hora de la noche en que todo está en silencio.
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