Triste herencia. Sorolla

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Sorolla, pintor de lo efímero | Rafael Maluenda
MAKMA ISSUE #06 | Sorolla Poliédrico
MAKMA, Revista de Artes Visuales y Cultura Contemporánea, 2023

Se retiran las olas, replegándose en el mar. La arena reaparece, espejada por el agua. Y refleja –entre la variedad de azules y anaranjados del atardecer valenciano– un talón, una pierna femenina que regresa a la playa.

La escena, por más que cotidiana, por más que intrascendente, capta la atención de Sonia Tercero Ramiro, que disfruta de un rato de relajación a escasos metros de esa misma orilla. “¡Sorolla!”, piensa, casi en acto reflejo. El instante ha evocado un tema y, sobre todo, una paleta muy reconocibles. Y no por efímero resulta estéril, antes al contrario.

Sonia se encuentra en València, junto a Javier Martín-Domínguez y a Ignacio Martínez de Pisón, para presentar su –por entonces– último documental: ‘Robles, duelo al sol’; el duelo enfrentaba a John Dos Passos y a Ernest Hemingway por la desaparición y asesinato de José Robles en la València de 1937; el sol era el mismo que acaba de abrir un abismo al cielo sobre la arena espejada de la Malvarrosa.

Sorolla Poliédrico
Portada de MAKMA ISSUE #06 | Sorolla Poliédrico. Diseño: Marta Negre.

Si ‘Robles…’ tenía tintes negros, la visión del detalle sorollesco iba a desencadenar en Sonia un proceso creativo de cualidades mucho más luminosas; digamos que, atendiendo a la polarización planteada por algunos noventayochistas, el documental que acababa de presentar Sonia estaba más próximo a Zuloaga –a Goya, diría yo–, y el que nacía con fuerza en aquel momento iba a responder plenamente al que sería su título: ‘Sorolla. Los viajes de la luz’.

Naturalmente, la invitación de Sonia para integrarme en la producción de su nueva película me pareció irresistible. El mundo de Sorolla palpitaba en mi cerebro; y, frente al tópico, no necesariamente primaba en el agolpamiento su obra más diáfana. ‘Triste herencia’ (1899) acudió de inmediato; tantas veces me hizo detenerme absorto, fascinado, en la sede de la Fundación Bancaja, que acogía durante años las oficinas del Festival Internacional de Cine – Cinema Jove.

También ‘Aún dicen que el pescado es caro’ (1894), y ‘Otra Margarita’ (1892). Y las penumbras de sus retratos. Si bien, pronto cedieron a las escenas de baño, a las barcas de pesca, con todas sus cualidades vigorosas: las aguas en movimiento, los cuerpos distorsionados bajo la superficie oscilante, el brillo al sol de las pieles mojadas, los reflejos que invierten los cuerpos sobre la arena, las velas henchidas al viento… 

Tiene uno la impresión de que las escenas que pinta Sorolla contienen en sí mismas los momentos anterior y posterior a la acción que despliegan ante nuestros ojos; hay en ellas un gran valor cinético, si no cinematográfico: percibimos el movimiento; ilusión de movimiento –podrá matizarse–; pero no otra cosa es el cine desde su nacimiento –en fechas por cierto paralelas al impacto de Sorolla–. El cine, mediante la velocidad en el corte –en la sucesión de fotogramas– nos hurta el estatismo real de las figuras; las de Sorolla impulsan al ojo a completar las acciones con las inflexiones, tensiones e inercias de los cuerpos, con los volúmenes de su luz.

La fuerza creadora de Sorolla nos sitúa ante un universo único; y no me refiero tanto a un universo temático como a uno expresivo. Una de las cualidades más llamativas de la obra de nuestro pintor es su sonoridad.

Ante sus escenas podemos oír el chapoteo del agua contra la madera de los botes, las pisadas en las planchas de agua sobre la arena, la tela de las ropas al ondear entre golpes de aire, el soplo de viento que colma las velas, haciendo crujir los mástiles. Sorolla ha creado una atmósfera única, que se nos antoja personal e intransferible, inimitable. Y lo ha hecho, no obstante, a partir de una realidad que se nos ofrece a todos, artistas o no. 

El naturalismo de Sorolla resulta de un compromiso vital con cuanto percibe. “El cuadro que este año ha arrancado al mar…”. Utiliza Juan Ramón Jiménez un verbo muy revelador al compartir impresiones de una de sus varias visitas a Sorolla, recogidas en su ‘Diario íntimo’. Y selecciona de nuevo el mismo verbo al hablarnos de ‘Sol de la tarde’ (1903): “He llegado al estudio en donde el pintor de Valencia guarda su tesoro de sol arrancado a la tierra y al rumor y la frescura azul y verde del mar”.

Menciona Juan Ramón el rumor, y ya hemos hablado de la cualidad sonora de su obra; añade el poeta otra cualidad: frescura; antes ha aludido a sus “trazos de tierra roja y caliente”. Y nos sitúa con ello ante otra de las magnitudes imbatibles de la plasticidad de Sorolla: la temperatura. ¡Qué capacidad para distinguir, en sus marinas, entre las aguas de las costas de Denia o las de las playas de la Malvarrosa, en València! –no digamos ya entre las del Mediterráneo y las del Cantábrico–.

Pensemos en la temperatura sobre los lienzos que suponen las velas, las sábanas, las batas; en los estudios en blanco que ofrecen ‘Cosiendo la vela’ (1896) y, sobre todo, ‘Madre’ (1900). En su obra –cualquiera la técnica– fascina su atención a las variaciones de la luz, a la incidencia en los colores, y cómo aprehende en su pincelada cuanto es efímero.

“Y precisamente, no el color, sino el aire es lo que ha pintado Sorolla, y lo que sublima su pintura”. Es Azorín, naturalmente, quien esto afirma. Gustaba Martínez Ruiz departir con “aquel hombre que pintaba al aire libre, vivo, vivificante, en pleno campo, en la playa…”.

“La emoción del natural” –decía Antonio López a Sonia Tercero en su documental–; el pintor de Tomelloso se siente muy próximo a Sorolla, comprende muy bien su actitud ante la pintura, su olvido de sí mismo, de su propio cuerpo, sometido a las inclemencias, al calor, al dolor, a los mosquitos, para entregarse al “arrebato que le produce el deseo de pintar” –en palabras de Blanca Pons-Sorolla, enorme especialista en la obra de su bisabuelo–; y nos sitúa ante la fotografía que muestra a Sorolla en complicado equilibrio entre las rocas, vencido sobre el caballete, pintando ‘Los contrabandistas’ ante un acantilado ibicenco; sacrificado su cuerpo, solo activos ojos y manos, respondiendo a la mente que absorbe del natural.

“O sea, padecer y gozar del sol y de los inconvenientes; todo eso a mí me lo acerca mucho: las dificultades de que se nublaba y no podía seguir. La luz había cambiado demasiado, y tenía que dejar casi el trabajo, intentando empezar otros, con otra luz”, añade Antonio López. “Esa dependencia de la realidad, esa búsqueda de lo que está ocurriendo, de captarlo. Y se adapta”. Efectivamente, estas frases podrían resultar ambivalentes y estar referidas a la experiencia del propio López intentando pintar el universo contenido en un membrillo, mostrada en el famoso documental de Víctor Erice. “En la realidad está todo, hace falta tener fe en ella”, declaraba el cineasta. 

“Sorolla me estrecha con cariño”. Juan Ramón apunta el carácter del pintor. “Está curtido por el sol y trae de su patria un aire de fuerza y de valentía. Y nos enseña un caracol milenario, que está lleno de gallardías de color y que huele a agua salada”. Y, poco después: “Sorolla, fuerza de la naturaleza, como el mar, como el viento, como el fuego”. No es de extrañar que, con ocasión de sucesivas restauraciones, se encuentren restos de arena y tierra mezclados en la pincelada, testimonio de esa entrega a pintar del natural, expuesto también al viento. 

El hombre “que pintaba al aire libre”, nos recuerda Azorín, “pasó sus últimos días sentado en un sillón, clavado en él por el dolor”. En efecto, el 17 de junio de 1920, mientras pintaba en el jardín de su casa el retrato de Mabel Rick, esposa de Pérez de Ayala, sufrió un derrame cerebral que le generó una hemiplejia. Moriría tres años después, con tan solo 60. Tampoco es de extrañar que, en cada restauración, adheridos a la pintura, encuentren, además de arena, el vigor, la pasión, la propia vida en definitiva, de Sorolla.

Este artículo fue publicado en MAKMA ISSUE #06 | Sorolla Poliédrico, en noviembre de 2023.

Triste herencia. Sorolla
‘Triste herencia’ (1899), de Joaquín Sorolla.

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