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¿A qué felicidad se refiere Sorolla? | Editorial
MAKMA ISSUE #06 | Sorolla Poliédrico
MAKMA, Revista de Artes Visuales y Cultura Contemporánea, 2023
Según la RAE, un tópico es un “lugar común, idea o expresión muy repetida”. La obra de Joaquín Sorolla se halla caracterizada por un buen puñado de ellos: pintor de la luz, del color, del placer, de la emoción visual, del Mediterráneo feliz. Tópicos que encierran, sin duda, cierta verdad, pero que, como dijo el filósofo francés Helvétius, esta no deja de ser “una antorcha que luce entre la niebla, sin disiparla”. Y hay mucha niebla en la obra de Sorolla.
El escritor Manuel Vicent lo ha sabido ver cuando, a propósito de la exposición ‘En el mar de Sorolla’ (Museo Sorolla de Madrid), ha escrito: “Contra toda apariencia bajo los colores azules, amarillos y violetas golosos casi comestibles cuyo fulgor obliga a entornar los ojos, su pintura esconde una realidad social muy aperreada”.
No se trata, por tanto, de negar el valor de los tópicos, sino de tener el valor de profundizar en ellos o, mejor aún, de vislumbrar la profundidad que anida en su superficie. En este sentido, Vicent se apropia de las palabras del poeta Paul Valéry cuando dice que “lo más profundo del cuerpo humano es la piel”, añadiendo: “Sorolla aceptó pintar la contradicción de la luz como un desafío”.
Una luz, por tanto, que contiene una “luz blanca deslumbrante” en cuyo interior existe, igualmente, una “luz negra que te ciega” (Vicent), vinculándola el escritor valenciano con la propia felicidad, debajo de la cual “anida la tragedia”. El mismo Sorolla apeló a esa dicha, de la que se hace eco Carlos Reyero en su libro ‘Sorolla o la pintura como felicidad’: “Yo deseo la felicidad de todo el mundo”, proclamó el artista.
¿A qué felicidad se refiere Sorolla, cuando vemos en algunos de sus cuadros –‘Aún dicen que el pescado es caro!’ (1894), ‘Trata de blancas’ (1895) o ‘¡Triste herencia!’ (1899)– cierto dolor ajeno, precisamente, al placer que suele caracterizar la idea de felicidad? Se dirá que son estas obras la excepción que confirma la regla de su pintura luminosa, cuando lo que venimos a subrayar es que la felicidad deseada por Sorolla posee los claroscuros mismos de la existencia más dichosa.
Cuando Sorolla le escribe a su mujer, Clotilde, haber presenciado el regreso de la pesca, con el agua del mar “de un azul tan fino”, junto a la vibración de la luz que, para él, era “una locura”, está dejando entrever a las claras su visión de la felicidad como un estado compuesto a partes iguales por el placer y el goce: un placer, digámoslo así, alienante, que él necesita trascender con su pintura para alcanzar el núcleo mismo de la experiencia más honda.
Por eso en la obra de Sorolla se adivina esa luz blanca, a la que se refiere Manuel Vicent, ligada al placer de una infancia feliz, al tiempo que parece quemar los ojos de quien la contempla, dejando un rastro de melancolía asociado al instante fugaz que, aún eternizado por su pintura, se muestra inalcanzable y, por ende, signo de nuestra impotencia.
José Hierro señala en uno de sus poemas: “Llegué por el dolor a la alegría. / Supe por el dolor que el alma existe. / Por el dolor, allá en mi reino triste, / un misterioso sol amanecía”. Pues bien: Sorolla parece invertir los términos del poema para que nos fijemos en la locura hacia la que apunta su luz prístina, de manera que podría él mismo decir: “Llegué por la alegría al dolor”.
Y es así que, primando esa alegría en su vasta producción, la obra de Sorolla muestra el deseo de felicidad de su autor como ese más allá del principio del placer freudiano que anhela un goce desmesurado. El sol cegador, las aguas vibrantes y el viento que mece las telas de los vestidos y las velas de las embarcaciones no son más que la cara visible de aquello que el pintor intenta atrapar en su delirio creativo.
De manera que los placeres de la vida atraviesan la obra de Sorolla, pero placeres a los que el artista llega por el dolor gozoso de quien pinta extasiado, es decir, fuera de sí. La piel de sus cuadros supura felicidad, quedando en la profundidad de su superficie la paradoja del bon vivant a quien le seducen las inquietantes honduras de la naturaleza, incluida la humana.
Mal haremos en quedarnos únicamente con el Sorolla de la luz blanca deslumbrante, concitadora de todas las dichas representadas por la sensualidad del agua, del viento, del sol, mientras dejamos de advertir lo que esa ‘Pescadora con su hijo’ (1908) enuncia, al protegerse con la mano los ojos zaheridos por la intensidad lumínica del sol.
Esa tensión entre contrarios, que en MAKMA no dejamos de explorar, constituye el epítome de la producción del genio levantino. Una tensión que Sorolla refleja con enérgicos trazos sobre la superficie del lienzo, mientras otra energía de calado más gozoso emerge, simbolizando el éxtasis de una vida que se quiere tan plena como inalcanzable. Una vida tan fútil como recóndita.
Este artículo fue publicado en MAKMA ISSUE #06 | Sorolla Poliédrico, en noviembre de 2023.
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