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‘Tardes de soledad’, de Albert Serra
Con Andrés Roca Rey
Guion: Albert Serra
Fotografía: Artur Tort
Música: Marc Verdaguer
125′, España, 2024
Nuestra vinculación con el arte o, en este caso, con el arte del cine se labra en esos momentos inolvidables de revelación que nos regalan algunas películas. Es ese instante de exaltación en el que, a través de las imágenes, tomamos contacto, comulgamos con una cierta verdad que, de alguna manera, nos arrebata al reconocer, a través de ella, nuestra misma condición humana, conectando tanto con nuestras miserias existenciales como con nuestras humildes y, con frecuencia, confusas virtudes.
Son esos momentos en los que se hace visible una especie de hilo que nos une, a través de su talento reconocible, con el artista y, de rebote, con la vida en un sentido amplio, instintivo, elemental. Un algo que no se tiene que explicar, sino que brota de las entrañas de la pantalla y que nos vincula directamente con nuestras propias vivencias. Esto es lo que sucede ante un mastodonte fílmico como es ‘Tardes de soledad’, último trabajo del director catalán Albert Serra.
Si nos atenemos exclusivamente al argumento, ‘Tardes de soledad’ nos propone un acercamiento a la figura del torero peruano Andrés Roca Rey, al que acompañamos en un viaje íntimo, personal, mientras asistimos al ritual de la preparación previa a cada corrida, al duelo de la faena en la plaza y a su relación con la cuadrilla de subalternos que lo acompañan en ese arriesgado lance entre la vida y la muerte, el hombre y el mundo animal. Pero en el cine de Albert Serra, y en esta película con más sentido si cabe, contar el qué sin hacer referencia al cómo, a la forma y la estética, es quedarse a mitad del camino.
Tres son, al menos, las vías por las que podemos acercarnos a esta cinta. La primera nos remite, desde luego, al tratamiento de la imagen. Serra y sus operadores se acercan a su protagonista desde una distancia discreta, pero de gran potencia pictórica, tratando de pasar desapercibidos ante una realidad que se entrega al objetivo de sus cámaras de una manera inusualmente desnuda, cruda, descarnada, mostrando una sinceridad pocas veces vista y percibida en una pantalla de cine.

Esa invisibilidad les permite y nos permite a los espectadores inmiscuirnos en un mundo hasta ahora opaco y, para muchos, ajeno, como una presencia privilegiada, como si fuéramos uno más del séquito que acompaña al torero. Una cámara que, sin embargo, no se conformará con describir, con mostrar, sino que busca en cada escena y en cada plano ese significado oculto, dramático, el sentido profundo, trascendente que encierra cada uno de los gestos del diestro, tratando, sin decirlo expresamente, de mostrarse elocuente y, por lo tanto, como decíamos, visceralmente reveladora.
El relato se reparte, así, en otros tres espacios esenciales. En la habitación del hotel, el torero se pone, pieza a pieza, el traje de luces. La cámara mira sin estorbar desde un rincón, mientras asiste a un protocolo que va más allá del acto de lucir un mero uniforme para convertirse en pura liturgia, en un momento crudo de recogimiento e introspección, en una conversación muda pero expresiva entre el hombre, el sujeto, y su cuerpo.
Con la asistencia de su ayudante, Roca Rey se coloca el calzón blanco que vestirá bajo el traje de luces y dibuja su silueta, mientras proyecta quién sabe qué pensamientos hacia este trance futuro que le espera en la plaza y en el que ese mismo cuerpo quedará expuesto, indefenso. Y, como única protección, una cruz pegada al pecho, y, en la mesilla de noche, una estampa de la virgen, amuleto y asistente espiritual. Como veremos, la vida se juega cada tarde.
Luego, en el coche, de camino hacia a la plaza o después de la faena, torero y cuadrilla comentan la experiencia con la emoción de quien vive su trabajo día a día; y, en cada jornada, otra prueba, otro examen. Y ahí surgen las chanzas y los comentarios jocosos; a veces, preocupados, orgullosos, otras. Y asistimos a aquello que no vemos en la plaza.
La cuadrilla, arropando al torero, protegiéndolo emocional, moralmente, hace balance de la velada, y se anima y lo anima por el trabajo bien hecho; y el torero, la mirada perdida en la faena que ya ha sido, recibe los halagos con estoica prudencia. La mente quizá en otro sitio, mientras repasa cada segundo de la tarde y se pregunta, tal vez, qué ha salido bien o qué pudo hacerse mejor.

Soledad, como dice el título de la película, del que se expone cada día al juicio de un público implacable que, severo, no perdona ningún fallo, y ahí se va la reputación del artista que se expone, como un pintor o un músico o, como aquí, un cineasta, ante el cadalso del ojo de los demás.
Pero será cuando lleguemos a la plaza, tercer espacio de este relato, cuando las cosas cobren un significado superior. Serra y su equipo ruedan cada corrida con teleobjetivos, acercándose a ese dúo que forman toro y torero, en unos cerradísimos primeros planos que los aíslan del espacio que les rodea.
La soledad del torero a la que se refiere el título de la película queda, también, radicalmente expresada en una imagen que enfrenta a hombre y bestia en un combate inevitable del que solo ellos son actores; enfrentamiento que es, además, expresión corporal, es movimiento, es danza y arte que nace y muere en cada instante, sin opción a rectificar cualquier error.
Lo hecho está y queda como una marca imborrable en la retina de un espectador insaciable que jalea o condena el trabajo del artista, sin posibilidad de enmienda. Esa es la soledad. Y el peligro de la muerte.
Se ha mencionado en muchas crónicas la belleza de las imágenes de la película de Serra. Y hay belleza, sí. Pero no es una belleza meramente estética, lo cual es un dato muy relevante en el caso de un esteta radical como es el director de trabajos como ‘Honor de caballería’ o ‘Pacifiction’, su anterior producción.

La belleza surge aquí de esa verdad a la que se refieren reiteradamente los miembros de la cuadrilla y que apela tanto a la honestidad con la que Roca Rey se enfrenta a cada pase de muleta (espectacular la templanza en la quietud del torero al recibir al animal) como a esa cruda fisicidad, terrenal, pura, con la que se nos muestran los hechos.
Serra nos baja directamente a la arena del ruedo a fin de hacernos sentir en la piel, en los huesos, en todo nuestro sistema nervioso, con todos y cada uno de nuestros sentidos, la verdadera dimensión de este choque –ahora sí lo comprendemos– a vida o muerte.
Hay que agradecer al director que nos sitúe en esa posición privilegiada para ver lo que nunca hemos visto: el porte rígido, la mirada tensa, desafiante frente a la siguiente embestida; la distancia, construida y, por ello, más real, a la que se juegan las cosas; la perspectiva, las proporciones entre hombre y astado.
Es imprescindible ver esta película en pantalla grande para poder situarnos, como espectadores, en esa posición de indefensión, de sentirnos menos ante la imagen en movimiento, para percibir las sensaciones. El torero da otro pase, el cuerno roza la tela roja, el lomo sacude violentamente su tórax, el traje manchado de sangre y, ante al aplauso del público, se da la vuelta, confiado, retador. A su espalda, como un dios pagano, jadea el toro –quinientos kilos de nervios y músculos, puro instinto, lo impredecible–, que lo mira sobrepasándolo por encima de la cabeza.
Pero el secreto mejor guardado de esta película lo encontramos en el exquisito trabajo de sonido llevado a cabo por el equipo técnico de la película. Serra nos deja escuchar la conversación permanente entre el torero, toro –con el que dialoga– y la cuadrilla. Es entonces cuando aparece y se articula el verdadero relato que encerraba este trabajo.

Sin el sonido no existiría esta película. Sería otra, quizá mejor, quizá peor, pero no esta. Serra nos sitúa, así, en primera fila para ver la corrida desde un lugar al que nunca tendríamos acceso. Y ahí se revela el verdadero secreto.
Por poner un símil con el fútbol, es como si nos dejaran estar en el banquillo del entrenador en una final de la Champions. Veríamos el mismo partido, pero de otra manera, mucho más intensa, mucho más visceral.
Y el lenguaje. Lenguaje popular que aquí se expresa sin coartadas ni imposturas; lenguaje a pie de calle que circula por la pantalla libre, sin torpes ataduras ideológicas; lenguaje tabernero que sale de las tripas; lenguaje de cualquiera.
En su libro ‘Un brindis por San Martiriano’, Albert Serra hace una reivindicación de lo próximo, lo cercano, el pueblo como expresión cultural frente a un cosmopolitismo impostado, impuesto, por un lado, por la industria consumista del turismo que ha terminado por homogeneizarlo todo, pero también por el esnobismo vacuo de un mundo de la cultura que sufre en sus carnes un profundo complejo de provincianismo, creyéndose vanguardista.
Pero si bien el cine de Serra contenía hasta ahora algunos de estos elementos populares, estos estaban tan radicalmente ocultos, que era poco menos que improbable descifrarlos en sus películas. Serra, el más esteta de los directores españoles, reivindicaba una mirada hacia el pueblo frente a la ciudad, sin haberlo logrado del todo.
Pero, aquí, sí. Serra se convierte en vehículo de un sentir y una expresión de ese sujeto popular, tantas veces reivindicado, como falsamente apropiado por todo tipo de ideólogos que lo ensalzan como bandera, sin comprender. Lo que nos lleva al tercero de los acercamientos necesarios hacia esta película.
Provoca rubor la manera en la que han valorado esta película la mayoría de comentaristas (cinematográficos y ajenos) de este país. En un juego de acrobatismo intelectual –tratando de disculpar su propia culpa (también intelectual) ante una cinta que ha colocado a todo el mundo en una encrucijada, que los ha desafiado–, han querido ver en esta propuesta un equilibrismo equidistante ante un tema controvertido como es la tauromaquia.
En ese ejercicio de manierismo, no se han atrevido a decantarse para no molestar ni a uno ni al otro bando, aprovechando, quizá, la malicia del propio director al sugerir que su película bien puede inspirar tanto a sus defensores como a sus detractores. Pero que nadie se equivoque. La postura de Albert Serra sobre esta cuestión es prístina. Y no solo porque lo diga él, está en su película.
Por supuesto que cada espectador verá esta película desde su propia mirada (sociológica, ideológica), pero eso no quiere decir que la mirada de Serra sea ambigua. Serra solo engaña a aquel que se quiere dejar engañar. Esa es su provocación, deliberada, en estos tiempos concretos que corren. Lo lamentable quizá sea comprobar cómo, salvo cuatro activistas, el sector cultural, tan vehemente en otras ocasiones o terrenos, no se ha atrevido a recogerle el guante.
Por un lado, criticar la película significaba repudiar a un director que, por mor de esa misma afectación falaz, quizá pensaron que los ponía en evidencia. Alagarla en su verdadero sentido los colocaba contra sus propias contradicciones. Serra los ha derrotado a todos. Podemos imaginarlo mirando el espectáculo desde la barrera.
En ‘Tardes de soledad’, no cabe hablar de exaltación, porque el término no describe lo que muestra la pantalla. Si acaso se puede hablar de admiración, respeto, tributo, un intento de acercamiento para una mejor comprensión hacia aquel público que, dejando de lado sus prejuicios, quiera intentar entender. Un camino de regreso hacia una esencia de lo mundano, pero de verdad.
Albert Serra ha realizado la que es la película más honesta de su carrera. Quizá porque, en el fondo, no la ha hecho solo. La ha escrito con su equipo y con la ayuda de un mundo que se ha abierto más allá de lo que, probablemente, él mismo esperaba (el propio Roca Rey parece haber rechazado la película, tal vez mirando desde sí mismo al desvelarse ciertas intimidades, sin entender aquello que trasciende su particularidad). Es quizá, cultural y políticamente, la película más potente de su filmografía. La mejor película que ha dado el cine español en muchas décadas. Una vía, un camino.
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