Tierra a la vista… y al tacto | Carmen Baselga
MAKMA ISSUE #05 | Diseño
MAKMA, Revista de Artes Visuales y Cultura Contemporánea, 2022
Nos llegan noticias de que, probablemente, tengan que parar los hornos de la industria cerámica castellonense, al parecer no solo por los altos precios del gas o por el descenso del volumen de exportaciones al mercado ruso, sino también por el elevado porcentaje de caolín y arcillas que proceden de Rusia y de Ucrania, siendo estas materias primas esenciales para el proceso de producción.
Según el diario Valencia Plaza, aludiendo al informe elaborado por Cámara Valencia al respecto, “Ucrania es el principal mercado proveedor y, de hecho, en 2021 casi tres cuartas partes de las importaciones de estas materias primas procedieron de ese país, dependencia que incluso ha aumentado en los últimos años”.
De pronto, me siento decepcionada, me asombra descubrir que las cosas no son como yo pensaba. Ingenuamente, creía que todavía se trabajaba a partir de la materia prima local (al menos la tierra, creía yo, que era de aquí); que por este motivo teníamos en la Comunidad Valenciana una industria cerámica de referencia mundial tan arraigada –palabra que, por cierto, viene de raíz y alude al hecho de “echar raíces”–.
Pues, al parecer, estas se perdieron hace ya bastante tiempo, y esta potente industria flota en nuestra geografía como un barco sin ancla, o con un ancla que puede levarse en cualquier momento si dependemos tanto de terceros. Es el perverso efecto de la globalización.
No consigo entender cómo hemos llegado a esto, cuál fue el motivo. Leo que, desde el Neolítico –hace unos siete mil años–, aquí se ha producido cerámica sin interrupción hasta nuestros días. Según el académico de la Historia Josep Montesinos –en su artículo ‘La industria cerámica de la Plana’, publicado en la web Paisajes Turísticos Valencianos– “las diversas culturas que han arraigado aquí han tenido el trabajo sobre el barro como uno de los elementos característicos de su paisaje cultural”.
Y me pregunto si, quizás, el motivo tiene que ver con el paisaje, con no destruir el nuestro mediante la extracción de tierras locales. Sin embargo, a cambio arruinamos paisajes lejanos, de otros. ¡Como si la Tierra (ahora con mayúscula, sí) no fuera de todos! O, quizás, por pura especulación económica, algo que se ha hecho siempre de una manera determinada o con unas materias primas locales, deja de hacerse solo porque hay que seguir los dictados de la economía global. A saber.
Siempre me gustó la cerámica, tanto la artesana y más objetual como la de carácter más técnico y arquitectónico, para utilizarla en mis proyectos. Me gusta por las posibilidades estéticas, constructivas y simbólicas que ofrece, por la gran variedad de texturas, matices cromáticos, formatos y por las posibilidades creativas que tiene. Pero también porque se adapta a todos los bolsillos, podemos realizar espacios de apariencia simple resueltos con porcelánicos de alta tecnología y grandes prestaciones, pero también espacios ricos en texturas con un modesto presupuesto.
Me gusta lo que es y lo que representa. Una de las cosas que más aprecio de este material es su tacto al pasar la mano o al caminar sobre él con los pies descalzos; transmite la temperatura del ambiente, pero podemos manipularlo: mediante la tecnología podemos convertirlo en fuente de calor en invierno y conseguir que transmita frescura en verano.
Sin embargo, es sobre todo su textura. Quizás es cierto –volviendo a Saramago y a su novela ‘La Caverna’– que “el cerebro de la cabeza anduvo toda la vida retrasado con relación a las manos”, es decir, que el tacto nos precede, que en el fondo hubo otras manos mucho antes de las nuestras y debe de haber una especie de memoria colectiva en nuestra epidermis que, al tocar el trabajo terminado, evoca el de aquellos que lo manipularon antes de pasar por el fuego, aun cuando solo era polvo.
Algo de cerámica debería haber siempre en los espacios que habitamos, algo que nos remita al lugar, a un sitio concreto, o que nos recuerde de dónde venimos. La arcilla se trabaja con las manos cuando se trata de artesanía, y lleva la impronta del que la modela, en este caso, el alfarero.
La tecnología, sin embargo, ha permitido estandarizar los procesos tradicionales, haciéndola más accesible/asequible, aunque perdiendo en parte el lado humano, pero la tierra es la tierra y siempre pertenece a un lugar. Y el barro es eso, memoria, tiempo y lugar. Ahora la duda es a cuál, a qué lugar pertenece realmente, y si deberíamos replantearnos las cosas a raíz de todo lo que está pasando en el mundo.
Me viene a la mente la expresión “¡Tierra a la vista!”. Era el grito eufórico de aquellos marinos que, en sus travesías, aspiraban a llegar a lugar seguro, porque el mar era el espacio de vida provisional, transitorio, inestable, era el medio; la tierra, el fin. Por otra parte, si la trasladamos a un entorno cotidiano en el que la cerámica tenga cierta presencia, parece mantener su sentido. Las casas, los locales, los espacios que proyectamos con tierra a la vista (y al tacto, en este caso) parecen transmitirnos la tranquilidad de que nada malo puede ya ocurrirnos, y más si esas tierras de las que nos rodeamos son las nuestras.
Carmen Baselga
Interiorista y directora creativa del estudio Carmen Baselga_Taller de Proyectos
Este artículo fue publicado en MAKMA ISSUE #05 | Diseño (junio de 2022).