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‘Todos a la cárcel’, de Luis García Berlanga
30 aniversario
Reparto: José Sazatornil, José Sacristán, Juan Luis Galiardo, José Luis López Vázquez, Agustín González, Santiago Segura, Amparo Soler Leal, Manuel Alexandre, Rafael Alonso, Chus Lampreave
94’, España | Sogetel, Sogepaq y Antea Film, 1993
Actores berlanguianos: leales y sin tonterías
–Hoy en día es casi imposible que un actor con prestigio te acepte un papel de dos sesiones en una película. En ‘Patrimonio nacional’ aún contábamos hasta trece actores que eran cabeza de compañía teatral; venían sin ningún problema y les daba igual lo largo o corto que fuera el papel, sólo si podían hacerlo bien y si era divertido. Aquí, afortunadamente, aún tenemos a varios leales: Rafael [Alonso], Manolito Alejandre [sic], Amparo [Soler Leal], que es extraordinaria, Ciges, López Vázquez, Chus [Lampreave] y Agustín…
Agustín González es para Luis el tipo de actor modélico: puede estar leyendo el periódico hasta que oye ¡motor!, y entra en la escena sin necesidad de artificios previos, con toda su naturalidad. Ni Método, ni nada –que eso disgusta mucho a Luis–. Agustín trae el trabajo hecho de casa, le da su voz y su cuerpo al personaje, y se convierte en él.
Tras valorar una toma, Luis decide hacer otra más. Da instrucciones de ajuste a varios actores, y a González le indica solamente:
–Agustín, tú más.
Agustín no necesita mención más explícita por parte de Luis: ya sabe que se está refiriendo a que quiere que exagere su gestualidad corporal.
–¿Más, Luis? Que me voy a partir la espalda…
–¡Eso, eso es: pártete la espalda!
Luis busca deliberadamente un tono esperpéntico para el personaje.
A veces, entre tomas, Agustín canta flamenco, y me admira lo bien que lo hace. Lo comento con Luis, que me recuerda que al final de la primera secuencia de ‘El verdugo’, cuando el furgón funerario abandona la cárcel, se oye un cante desde las galerías de los presos. –Ése es Agustín –me dice Luis. ¡Ah…! Y, de repente, recuerdo que también canta y toca la guitarra en “Tamaño natural”, y en un par de películas de Forqué.
Agustín González es de una precisión total. En los primeros días, rodamos un plano que arranca en las galerías superiores, acompañando un diálogo entre él y José Sacristán, mientras interactúan con otros personajes; bajan una larga escalera hasta la galería inferior, y el plano llega hasta un fumigador al que Agustín, que interpreta al director de la cárcel, pregunta cuándo va a acabar.
–Es que son chinches inmunizados, quinta generación. Habrá que utilizar fórmula enriquecida.
Bien, pues rodamos la primera toma: galería superior, caminan hacia la escalera con sus diálogos, bajan, con interacciones de otros, y llegan hasta el lugar en que pregunta Agustín; respuesta del fumigador:
–¡Es que son chinches inmunizados, quinta generación! Habrá que utilizar fórmula…
El fumigador se queda en blanco… Paralizado. No encuentra la palabra…
–¡Corten!
–¡Venga, vamos allá, todos a primera!
Toma 2. ¡Acción! Todo se desarrolla como en la primera vez, perfectamente. Otra vez llegamos al punto en que Agustín vuelve a preguntar cuándo terminan. Y contesta el fumigador:
–¡Es que son chinches inmunizados, quinta generación! Habrá que utilizar fórmula…
¡Y de nuevo en blanco!
Luis se acerca al fumigador, y le indica que no se detenga si, llegado el momento, no le sale la palabra “enriquecida”; que diga cualquier cosa, que luego le doblará con la frase correcta en la postproducción. Pero que no detenga la escena.
Todos de nuevo a primera. ¡Acción! Toma 3. Y luego toma 4, y toma 5, y toma 6… Y toma 10, toma 11… Y no hay manera. Agustín se acerca discretamente a Berlanga.
–Mira, Luis: el chico ya no va a decir la palabra, porque se le ha encasquillado. El cerebro no quiere, y no le va a salir. ¿Por qué no me dice lo de los chinches de quinta generación, y soy yo quien le digo que habrá que usar una fórmula enriquecida?
Luis lo acepta. Vamos allá. Toma 12 ¡Acción! Y todo funciona, una vez más, perfectamente. Luis sigue el desarrollo de la escena, y va asintiendo a medida que evoluciona. Sacristán y Agustín llegan finalmente hasta los fumigadores. ¿Cuándo acabarán?
Fumigador: –¡Es que son chinches inmunizados, quinta generación!
Agustín: –¡Habrá que utilizar fórmula…¡!
Silencio absoluto…
–¡Corten! ¡Agustín…!
–Ehhh… Perdona, Luis… –abrumado, casi susurra– perdona, perdona…
Luis no puede contener la risa. ¡Las trampas de la mente no perdonan ni a un actor enorme como Agustín González!
No es, sin embargo, el plano del que hacemos más tomas. En alguno alcanzamos la 34 porque, entre otras incidencias, hay un actor al que se le atasca la palabra “priapismo”. Como las tomas de Luis son tan largas, cuando esto ocurre implica emplear una mañana completa con el mismo plano; eso sí, cuando por fin se logra, se ha quitado de encima, de golpe, cuatro o cinco páginas de guión.
Actores berlanguianos: libertad vigilada
A veces, Luis hace nueve o diez tomas de un plano, y al final dice que la buena es la segunda. Esto tiende a desconcertar a los actores, que se preguntan por qué entonces han hecho tantas. Pienso que a veces Luis fuerza nuevas tomas esperando que, en algún momento, el azar provoque algo inesperado que le resulte genial. No lo sé. Creo que nadie lo sabe.
Rafael Alonso me da una clave para entender por qué Luis no da apenas indicaciones a los actores.
–Luis no sabe lo que quiere: sabe lo que no quiere. Y lo tiene clarísimo. En el ensayo te deja hacer, pero luego te va quitando cosas: eso no; no hagas eso otro; no digas eso así. Acepta tu composición del personaje, pero va depurando tu interpretación.
Es verdad. Día a día, compruebo que a menudo ése es su método. Ensayando una escena en el vis a vis entre Saza, Amparo Soler Leal, Resines y Luis Ciges, Luis da instrucciones mínimas a los tres primeros. Se acerca Josetxo, y le dice que Ciges pregunta que qué quiere que haga él, porque no le ha dado ninguna acción. Luis piensa un momento, y responde:
–Dile a Ciges que lo dejo a su genialidad.
Los comentarios de Manuel Alexandre coinciden.
–Yo he hecho con Luis… ¡ya no sé cuántas películas hemos hecho! Y casi nunca te dice nada. Él no te dice qué es lo que quiere, y tú tienes que buscarlo en los ensayos. Después de tantos años, uno cree que ya va sabiendo para qué le llama Luis. Parece que te deja a tu aire… pero luego, cuando te das cuenta, te ha llevado por donde él quiere. Y después, ¡hasta te llama para que te dobles diciendo cosas distintas a las que has dicho en el rodaje!
El doblaje fue práctica habitual en el cine español hasta que se generalizó la grabación de sonido directo. Se rodaba tomando sonido de referencia, y en la postproducción se llamaba a los actores para que se doblaran a sí mismos. En esta fase, como dice Manuel Alexandre, Luis sigue introduciendo cambios.
En el estreno de ‘Todos a la cárcel’ descubriremos algunos diálogos que no son los que se están diciendo ahora, en el rodaje. Al hilo del comentario, pregunto a Manuel por qué está doblado en ‘Calabuch’ por otro actor cuya voz no se parece en absoluto a la suya, y en la que se echa en falta el trémolo que tanto le caracteriza, y que resulta tan divertido al público.
–Fue porque, cuando empezó el doblaje, yo estaba haciendo ya otra película, lejos de Madrid. Debía de ser ‘La venganza’, con Juan Bardem [sic]. Y me pusieron en ‘Calabuch’ una voz de galán –dice esto Manuel engolando la voz, imitando al galán–, creo que era de uno que doblaba a Clark Gable; y hace un efecto rarísimo.
A propósito de ‘Calabuch’, hablamos de ese rodaje, y de la admiración de Manuel por el protagonista, el gran actor británico Edmund Gwenn; acababa de rodar la última de sus tres películas con Hitchcock, ‘Pero… ¿quién mató a Harry?’ (‘The Trouble With Harry’; 1955). Asombraba a Manuel cómo, no teniéndose ya en pie por su edad y por sus enfermedades, Gwenn resistía durante cada toma, y su interpretación era perfecta. En ocasiones, Luis optaba por variar la composición del plano para no obligarle a estar de pie.
El mítico plano secuencia berlanguiano
No tardamos en rodar uno de los famosos plano secuencia berlanguianos. Una toma larguísima, en la que participan casi todos los actores de la película, cruzándose unos con otros; y que va, sin corte, desde un pequeño escenario en la galería, por en medio de largas mesas con comensales, para acabar en el umbral del patio. Ver a Berlanga explicando cómo ve el plano en su cabeza resulta, ya de por sí, un espectáculo; Alfredo Mayo y Josetxo tienen todos los sentidos puestos en sus indicaciones.
Luis se mueve por el decorado desde el punto de partida hasta el lugar en el que la cámara deberá detenerse por primera vez, sin cortar, para después desplazarse de nuevo con el movimiento de Saza… Y así va moviéndose de un lugar a otro, haciendo el recorrido de la toma, hasta llegar al final. Va parando en cada punto, pidiendo a la supervisora de continuidad que lea en voz alta los diálogos de los actores que deben ir interviniendo.
Cuando acaba el recorrido, Mayo estudia cómo iluminar todo ese espacio sin que la cámara revele los artificios. Ha de rodar con la Berlanguita, y aun así nos resulta imposible previsualizar cómo va a moverse entre las tres hileras de mesas que corren en paralelo, desde el escenario casi hasta la entrada de la galería. Llegan los actores, adoptan sus posiciones, y Mayo repite el recorrido de Luis, imaginando cómo los recogerá la cámara.
Y empezamos los ensayos. Se ha dicho en ocasiones que estos planos secuencia de Berlanga exigen de los actores adaptarse a una coreografía; no tardo en descubrir que esa exigencia no se limita a los actores: integra también, por supuesto, al equipo de cámara y, en casos como éste que nos ocupa, a muchos otros: va a hacer falta un grupo de personas que vaya por delante de la cámara –aunque fuera de su visión–, apartando el mobiliario y otros elementos del decorado para permitir el paso de la grúa mientras rueda; y devolverlo todo a su sitio una vez haya pasado para que, cuando la cámara enfoque de nuevo en esa dirección, parezca que nada se ha movido. Eso sí, con sumo silencio y sin el menor ruido, porque el sonido sólo debe recoger los diálogos de los actores.
Así que me uno a los decoradores, atrecistas, auxiliares y a varios de los figurantes que participan en la escena para integrarme en esa coreografía: cuando la cámara va a pasar, retiramos parte del decorado con absoluto sigilo, atentos a los desplazamientos de todos –cámara y actores–, y volvemos a entrar en el circuito de la acción para reponerlo a tiempo de que la cámara, al girar, no se encuentre con su ausencia. Es todo de encaje de bolillos, una filigrana.
Ensayamos una vez; y otra; y otra más. Luis, Mayo y los actores van ajustando sus movimientos y acciones. Y así pasa la mañana, hasta que cortamos para comer. Después retomamos los ensayos. También los que estamos tras la cámara debemos hacer ajustes en nuestro cometido.
A media tarde, nos hemos convertido ya en habilidosos “danzantes de carga”, ganando en precisión. Luis cambia el orden en que se suceden las escenas del plano secuencia, buscando facilitar determinados movimientos de la cámara. Igualmente, ha añadido a los diálogos nuevo texto que no está en el guión, para evitar momentos de silencio mientras la cámara se está desplazando.
Paramos un rato, para permitir a Alfredo Mayo nuevas modificaciones. Luis nos comenta un problema que le tiene preocupado: ha “caído” el actor que iba a interpretar el personaje de un intelectual que acude a la cárcel a largar un discurso. Nos pregunta si conocemos a alguien disponible que dé el perfil. Le proponen a un crítico de cine, pero, cuando llega, Luis no le encuentra aspecto de intelectual.
A regañadientes, le mete en los ensayos; después de tres intentos habla con el crítico, y le dice que no lo ve; que “los valencianos que no somos actores somos muy malos actores; a mí me han llamado a veces para actuar, y ya digo siempre que no, porque soy terrible”. Le agradece su esfuerzo, y le invita a quedarse hasta el final de la jornada. Éste, quizá como represalia, nos hace la crítica del plano secuencia –no muy favorable–, y después se marcha. Seguimos ensayando sin “intelectual”.
Luis me comenta que le gustaría proponérselo a Monseñor Tarancón, que es amigo suyo, y que lo haría muy bien, porque tiene mucho sentido del humor; Tarancón es una de las figuras clave de la Transición española, y siento curiosidad por conocerle, así que animo a mi maestro a que le llame. Pero Luis lo descarta: “Él lo haría por mí, pero la Iglesia no le dejará”.
Seguimos con los ensayos hasta el final del día: repitiendo, ajustando, afinando. La coreografía de actores, cámara y equipo ha ido perfeccionándose. Sin embargo, preocupa a los productores, José Luis Olaizola y Pepe Ferrándiz, que no se haya rodado ni un plano en toda la jornada: un día de rodaje, y más con un equipo así, supone un gasto económico muy grande.
A la mañana siguiente, la hora de citación es temprana, pero no más que en días previos. Va llegando el equipo, preparándose por departamentos, y retomando el punto en que lo dejamos todo anoche. Luis ha encontrado su “intelectual” en otro amigo suyo: el diplomático Inocencio Arias ha volado desde Madrid para interpretar el brevísimo papel. Luis decide que no va a hacer más ensayos, que todo quedó ayer bien engrasado, y que vamos directamente a rodar. Se percibe en algunas caras un cierto vértigo ante la convicción de Luis.
¡ACCIÓN!, y volvemos a las coreografías.
Tras algunas tomas, Alfredo advierte que, en algún que otro momento del plano secuencia, entra en plano la galería superior donde habíamos rodado, dos días atrás, la escena en la que Pajarito (Guillermo Montesinos) intenta escapar de la cárcel oculto en el féretro del Padre Rebollo (López Vázquez). Dice que el espacio ahí aparece demasiado vacío. Luis nos da instrucciones a dos más y a mí para que subamos a fingir que nos estamos llevando el ataúd.
Una vez arriba, como Luis –al igual que a Ciges– no nos ha detallado la acción, acordamos que vamos sencillamente a cerrar la tapa del féretro, intentar cargar con él, y hacer como que discutimos. Somos conscientes de que, desde abajo, la cámara apenas podrá vernos como figuras diminutas, y que no se distinguirá la acción, pero al menos estaremos en consonancia con el barullo de abajo. Como desde nuestra posición no vemos cuándo la cámara está tirando hacia nosotros y cuándo no, procuramos mantenernos siempre de perfil o de espaldas a la acción de abajo.
Hacemos un buen número de tomas. En ocasiones, ha habido que cortar el plano secuencia porque la grúa ha colisionado con algo; o porque a Luis no le ha gustado el vacío que quedaba entre dos actores. Ahora, Luis ya tiene varias tomas buenas, y cortamos; además, con tiempo de sobra hasta la hora de comer.
Regreso abajo. El equipo está recogiendo cuanto material se ha empleado en este complejísimo plano secuencia. Luis está sentado en su silla de director, con la mirada fija en el guión, que tiene abierto sobre las piernas cruzadas. Paso por delante de él, pero no digo nada, por no interrumpirle. Oigo su voz a mi espalda.
–Bueno, Rafa, hoy has debutado como actor…
Río con la broma.
–¿Y lo he hecho bien?
Luis muta la expresión, y se pone serio.
–¡No! ¡Muy mal, muy mal! ¡Hemos tenido que hacer muchas tomas porque siempre te veíamos mirando a cámara!
Me quedo atónito, intentando explicarme cómo puede haber ocurrido tal cosa. Y abochornado. Afortunadamente, mi vergüenza dura sólo unos instantes, porque veo reírse a Josetxo. También Luis ríe, para alivio mío. Comprobaré, en días sucesivos, que las bromas de Luis, por más que espontáneas, tienen un efecto integrador, especialmente con los nuevos.
La cárcel berlanguiana, cantera de talento
Junto a los magistrales veteranos que integran el equipo de ‘Todos a la cárcel’ hay un grupo de jóvenes en labores auxiliares y de meritoriaje. Cuando surge algún problema en el rodaje, Luis nos desafía, estimulándonos a buscar una solución. Si la propuesta de alguno le vale, recompensa al autor con un dólar ficticio; le da en la palma de la mano, como si le pasara un billete, y dice: ¡dólar! No cabe mayor premio para un joven en un rodaje de Berlanga.
Algunos serán, en el futuro, nombres muy relevantes en el mundo cinematográfico; como Toni Novella, que se convertirá en un magnífico director de producción –el habitual de Pedro Almodóvar, entre otros–; o como Miguel Albaladejo, alumno aventajado de Luis, que dirigirá películas como ‘El cielo abierto’, ‘Rencor’, ‘Cachorro’, o ‘Nacidas para sufrir’, con mano maestra para la comedia. Y que, además de ser auxiliar de dirección, aparece en la película como asistente del personaje de Torrebruno.
Incluso hay talentos en el equipo que no se dedicarán al cine. Trascurrirán algo más de diez años y, un día, Luis me comentará, con cierto asombro:
–Me han dicho que en ‘Todos a la cárcel’ teníamos a uno que hoy es un diseñador muy famoso, ¿cómo se llama…? Era el que hacía el travesti, el amante del director de la cárcel…
Recuerdo el nombre: David Domínguez. ¿Domínguez, Domínguez? ¿Un diseñador con ese nombre…? Descartado Adolfo, porque hablamos de alguien joven… Visualizo el rostro de aquel chico… ¡Ya está! ¡El diseñador no utiliza “Domínguez”, sino un nombre artístico!
–¡Claro, Luis: es David Delfín!
Durante los meses de julio, agosto, y la primera semana de septiembre de 1993 vivimos todos en la cárcel, en régimen de semilibertad, porque cada noche tenemos que regresar a dormir a nuestras casas y hoteles.
El rodaje de ‘Todos a la cárcel’ va a resultar una gran escuela para todos. Y no sólo en cuestiones técnicas y artísticas: Luis resulta humilde en su sabiduría, en su genialidad. Hay –junto con la mayor exigencia de calidad en el trabajo– una generosidad hacia el equipo que refuerza su autoridad como director, y que logra que, cada cual, desde su responsabilidad, se mueva perfectamente coreografiados junto a los demás a favor de la película.
Esa generosidad, en lo que a mí se refiere, no tendrá fin hasta su fallecimiento –bien mirado, ni aun después–, en noviembre de 2010: contará conmigo en los equipos de dirección de sus siguientes películas, y seguirá enseñándome, divirtiéndome y asombrándome a lo largo de nuestros casi veinte años de amistad austrohúngara. Y aún hoy, sin duda.
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