Gerardo León

#MAKMALibros
Todos los lugares son el mismo sitio
Cultos y bronceados (VI)
Verano de 2024

Lo pasamos de maravilla.

Al final, la chica de la agencia tenía razón y, aunque salió algo más caro de lo que habíamos pensado en un primer momento, hacer la reserva en ese hotel más céntrico fue una buena idea.

Que, si me hubieran dado a elegir, yo habría preferido un cuarto con vistas a la calle (no a la principal, que siempre había mucho jaleo, sino a una plaza que daba a la fachada trasera, mucho más tranquila), pero es el problema de dejarlo todo para el último minuto, que ya se lo he dicho a Ramón, que las cosas se hacen con tiempo, que siempre estamos igual.

Por lo demás, fue todo muy bien. La habitación era muy amplia. La cama era tan ancha que casi no nos veíamos cuando nos acostábamos por la noche. Y el baño también estaba muy limpio, pulcrísimo, y te ponían de todo (mira, me traje este albornoz que regalaban cuando llegamos).

Por ponerle alguna pega, te diría que el bufé del desayuno me pareció algo escaso. No es que faltara de nada y, si algo se terminaba, lo reponían enseguida, pero, si te soy sincera, por el precio que pagamos por la estancia, te digo que eché de menos un poco de variedad. De bollería andaba bien y si tenías el capricho te hacían unas tostadas, un par de huevos o una tortilla en el momento, pero cuando estoy fuera de casa me gusta tomar también algo de fruta, para no atiborrarme, como le pasa a Ramón, y ahí sí lo vi algo corto.

Eso sí, el trato fue superbueno. Y, oye, qué gente tan educada. Pero, sobre todo, pues eso, que, al estar en pleno centro, lo tenías todo a mano, con lo que el precio de una cosa lo compensamos ahorrando con el tema del transporte.

Y no me digas tú si no fue mucho mejor así. Por probar algo distinto, este año a Ramón se le había metido en la cabeza que alquiláramos una de esas cabañas en la montaña. Ya sabes, esas chorradas que se le ocurren a veces. Pero yo le dije que ni de broma. Que, al final, en esos sitios siempre acabas trabajando como un mulo (hazte la comida, hazte la cena, límpiate tú los cacharros) y que eso no eran vacaciones ni eran nada, y que, cuando salimos, ya que nos gastamos tanta pasta, lo que quiero es tocarme las narices y que me lo den todo hecho.

A mí lo que más me gusta de estos viajes que hacemos es ir, así, a mi aire. Antes de salir, yo me compro mi guía, me la estudio y con eso y algo de información que saco de Internet, me monto mi programa. Que hay que ver lo que hay que ver, pero sin prisas. A mí que me atosiguen todo el rato no me viene bien, aunque luego siempre pasa lo que pasa y, por mucho que lo planees, a poco que te entretengas terminas llegando tarde a todas partes.

El segundo día, por ejemplo, visitamos el Museo Nacional (el primero, como llegamos al aeropuerto a las horas que llegamos, apenas dimos una vuelta y enseguida nos fuimos al hotel a darnos una ducha y descansar un poco), pero como nos dormimos, llegamos pasada media mañana y, aunque teníamos las entradas reservadas, encontramos una cola que daba toda la vuelta al edificio. Dos horas. Y yo le dije a Ramón, mientras esperábamos, que si cambiábamos las entradas y volvíamos otro día, pero él dijo que no, que igual otro día volvía a pasarnos lo mismo, y que ya que estábamos allí, que nos quedábamos y se acabó.

En eso somos muy diferentes, Ramón y yo. A él le gusta ir corriendo, pero yo soy más de entretenerme y ver las cosas con calma. Para ir a toda leche, como él hace, no me monto en un avión.

Lugares

Pues, lo que te estaba diciendo. En el museo había una exposición de aquel pintor tan famoso, ¿cómo se llamaba? Sí, chica, ese que me gustaba tanto, el que hacía esos cuadros así, con esas manchas tan raras. El otro día salió en un reportaje en televisión y, cuando lo vi, me dije, “mira, yo he estado ahí”.

Pues eso, que yo disfruto viendo estas cosas, pero él… Para que veas: a la media hora de entrar, me dice que lo ha visto todo, y que si iba a tardar mucho, y yo aún no había acabado la primera de las salas. Cuando me fui a la calle, me estaba esperando en un bar que había enfrente, tomando una cerveza y mirando su móvil como un bobo.

Y yo le dije que para qué había querido que nos quedáramos si, al final, a él no le interesaba. Y él me contestó que no es que no le interesara, pero que se había mareado con toda la gente que había. Y yo pensé que, si nada más llegar, ya le incordiaba la gente, acabaríamos mal.

A Ramón lo que le pasa es que tiene muy poca paciencia. Enseguida se cansa de todo. Si damos un paseo, apenas camina diez metros y ya está buscando un sitio donde sentarse. El tercer día, visitamos la catedral. Mira qué fotos. Es impresionante.

Que yo ni fe, ni religiosa ni nada, ya lo sabes, pero tampoco tengo esos prejuicios ni manías, como tiene él. Que yo digo que será lo que será, pero chica, también es historia. Pues él le dio una vuelta así, muy rápida, con el cuello doblado hacia arriba, pero sin ver nada realmente, ¿sabes? Y al poco: que si nos íbamos a tomar algo. Y yo le dije que me esperara fuera, que ya lo buscaría más tarde. Y aunque protestó, porque siempre protesta por todo, allí me quedé yo, más sola que la una.

En cuanto se fue, me senté un rato en uno de los bancos que había frente al altar y, mira, a lo mejor fue el entorno, pero, a pesar de la gente que había, porque es verdad que había muchísima gente, o porque estaba tan sola, me encontré la mar de a gusto. Que digo que no fue por nada místico ni por todo ese rollo de lo espiritual, pero, de repente, chica, como que estaba muy relajada. ¿Tú sabes lo que te digo? Se respiraba una paz…

A Ramón lo que más le fastidia de las iglesias es que si mucha religión y mucha caridad y mucha gaita, pero luego te cobran por todo. Te cobran por la entrada, te cobran por ese cacharro, ¿cómo se dice?, la audioguía, y encima no te dejan hacer fotos y así, cuando sales, te obligan a que compres el libro con las suyas de recuerdo. Que vaya un negocio, me dice. Y yo le digo que qué quiere, que será eso, pero que de algo tendrán que vivir. Que, si no, a ver cómo mantienen tantos edificios. Además, lo mires como lo mires, te estás metiendo en su casa, creo yo.

Pero si algo tengo que reconocer es que en lo de comer y beber, Ramón se lo monta solo. Otra cosa no, pero para encontrar un buen restaurante tiene ojo, el tío. Y vamos por aquí, y este no, y vamos a aquel otro que tiene muy buena pinta. Y mira, salvo algún que otro chasco que nos llevamos (porque siempre hay un listo que te engaña) la mayoría de las veces, acertó.

Si te digo la verdad, no las tenía todas conmigo. Había leído que la ciudad era bonita, pero que, en el tema gastronómico, no estaba precisamente entre lo más top. Para que te fíes de los comentarios que se leen por ahí. Un día nos comimos una especie de estofado, no sé explicarte de qué estaba hecho, que estaba riquísimo. Ya digo que, a parte de un par de sitios que nos fallaron, lo disfrutamos mucho.

También te tengo que decir que no todo fue ver monumentos, como él dice. De vez en cuando, nos íbamos a dar una vuelta, así, sin un rumbo fijo. Una tarde, no me digas cómo, acabamos en un barrio muy degradado que había por la periferia, un poco alejado del centro.

Según leí en mi guía, había sido un barrio marinero muy habitado a principios del siglo pasado o por ahí, pero que luego, con el crecimiento de la ciudad, lo habían ido abandonando, por eso el estado tan penoso en el que se encontraba, aunque en los últimos años también se habían instalado allí algunos artistas locales y, con unas subvenciones del gobierno y no sé qué de la Unión Europea, estaban empezando a rehabilitarlo.

Andando, andando (o cuando Ramón empezó a cansarse), nos sentamos en una placita a tomarnos un café en una terraza muy mona que llevaba una pareja de lo más agradable. Y aunque nosotros no hablábamos su idioma y ellos tampoco conocían ni palabra de español, así, con un par de gestos y chapurreando algo de inglés (wachiflú-wachifly), entre los cuatro nos entendimos. Fue ahí donde nos enteramos de que, después de años de decadencia, el barrio se estaba poniendo de moda y que se estaba yendo a vivir allí gente de pasta y que estaba subiendo el precio de todo.

La chica, que la verdad es que era muy maja, hablando, hablando, nos explicó que eso le iba a ir bien a su negocio, claro está, pero que, por otra parte, también estaba cambiando el carácter del barrio, sobre todo por el coste de las casas, que no dejaba de subir, lo que estaba desplazando a la gente que había vivido allí toda su vida.

Y qué quieres que te diga, a mí en el fondo me dio un poco de pena lo que nos contó. Pero Ramón, que para esto tiene la misma empatía que la suela de un zapato, dijo que es lo normal. Que pasa en muchas partes. Que si querían echarle la culpa a alguien, que se la echaran a esos artistas que, por muy modernos que fueran y por muchos espacios de esos que rehabilitasen, en el fondo eran la avanzadilla de la gente con dinero y que eso era, más que nada, ley de vida.

Pues bueno, será ley de vida, dije yo, pero eso no quiere decir que tenga que parecerme bien. Pero te digo que la plaza era muy bonita, y como, aunque se hicieron las siete de la tarde, aún hacía calor, allí que nos quedamos, debajo de la sombra de un árbol muy grande que cubría la terraza del local, viendo pasar a la gente, charlando con la pareja y dejando pasar el tiempo.

Ramón tiene razón, yo es que siempre me enamoro de los sitios. No lo puedo evitar. Pero, sobre todo, lo que dice es que esto de visitar otras ciudades está bien, pero que luego, cuando volvemos a casa, no hacemos ni caso de lo que tenemos. Que aquí hay cosas tan bonitas como en cualquier otra parte, pero que, como son nuestras y las tenemos tan cerca, no les prestamos atención. Y yo le dije que eso no es verdad, que lo que pasa es que luego, cuando vuelves, te metes de cabeza en tus rutinas y que ya no es lo mismo.

Además, también hay que reconocer que, desde hace un tiempo, se ha puesto todo imposible. La semana pasada, por ejemplo, estuve en el centro y, chica, no habrían pasado diez minutos y ya me habría marchado. Creía que me moría. Y cuánta gente. Y qué agobio. Fui a comprar unas cosas (un par de camisas que necesitaba y a devolver un pantalón que compré antes de irme de viaje y que me quedaba un poco estrecho), pero enseguida me volví a casa. Luego dicen que no, pero el centro ya no es lo que era. Ahora, más que nada, está hecho para que lo disfruten los turistas. ¿Y los precios?

Después de comprar, me paré a tomar un café en aquel barecito al que íbamos, no sé si lo recuerdas. Sí, el que estaba en aquel rinconcito, muy cerca del Ayuntamiento, a la entrada de aquel callejón. Pues, ¿sabes cuánto me cobraron? Dos con ochenta. ¡Por un café! Qué barbaridad, me dije. ¿Nos hemos vuelto locos? Ya me dirás tú quién puede permitírselo. Y ya sé lo que dice Ramón, que luego sales por ahí y pagas sin rechistar lo que te piden, pero insisto en decir que no es lo mismo.

Pues eso que te decía. El otro día le dije a Ramón que ahora que conocemos aquello y lo controlamos un poco, podríamos volver el año que viene. Yo me quedé con ganas de visitar un par de pueblos que había en los alrededores y que había leído en mi guía que eran muy bonitos. Pero Ramón dice que no, que aquello ya está visto y que el año que viene a él no lo encuentran por allí. Que si acaso lo hablamos con la chica de la agencia y que nos busque otra cosa.

Y yo le dije que lo que quiera. Total, por no discutir o que me acabe llevando a eso de las cabañas (pero qué pesado que se ha puesto con el tema; ya me dirás qué hace él en un sitio como ese, allí en medio de la nada, si no aguanta ni dos días sin su móvil ni su dosis de televisión).

Ahora, eso sí que se lo quise dejar muy claro: o el año que viene lo organizamos a mi manera, con más tiempo, o conmigo que no cuente. ¿Tú crees que me hará caso? Sí, pues eso que tú dices, que haré lo que yo quiera, y si a él no le apetece, que se quede.

Veremos.