‘Orientalismos. La construcción del imaginario de Oriente Próximo y del norte de África (1800-1956)’
Institut Valenciá d’Art Modern (IVAM)
Guillem de Castro 118, València
Hasta el 21 de junio de 2020
“Oriente ha servido para que Europa (u Occidente) se defina en contraposición a su imagen, su idea, su personalidad y su experiencia. Sin embargo, Oriente no es puramente imaginario. Oriente es una parte integrante de la civilización y de la cultura material europea”
(Edward W. Said, ‘Orientalismo’)
Impelida por la densa y ahusada sombra teórica del crítico literario y ensayista palestino Eduard W. Said (1935-2003) y su conspicua y divulgada obra ‘Orientalismo’ (1978), el Institut Valenciá d’Art Modern (IVAM) acoge, hasta el 21 de junio de 2020, la exposición ‘Orientalismos. La construcción del imaginario de Oriente Próximo y del norte de África (1800-1956)‘, una elefantiásica muestra que, a través de sus más de 600 obras e ítems –provenientes de colecciones privadas y museos como el Prado, el MNCARS, el Thyssen o el Centre Georges Pompiduo, entre otros– procura un florilegio aproximativo a los principales factores idiosincrásicos que hubieron caracterizado el horizonte artístico y proposicional del orientalismo, decimonónico y moderno, en calidad de género, tema y submateria de representación, desde los albores del siglo XIX hasta la independencia de Marruecos y Túnez (1956) –si bien el marco temporal podría haberse ampliado hasta la independencia de Argelia en 1962, ‘Orientalismos’ incluye, igualmente, algunas piezas contemporáneas, como las fotografías de la artista visual franco-marroquí Yto Barrada (fundadora de la Cinémathèque de Tanger)–.
Comisariada por Rogelio López Cuenca, Sergio Rubira y María Jesús Folch, la muestra formula un recorrido dirigido, a través de cinco salas, por el devenir cronológico de una “institución colectiva que se relaciona con Oriente, relación que consiste en hacer declaraciones sobre él, adoptar posturas con respecto a él, describirlo, enseñarlo, colonizarlo y decidir sobre él. (…) El orientalismo es un estilo occidental que pretende dominar, reestructurar y tener autoridad sobre Oriente”, tal y como define Edward W. Said en la introducción de su ensayo, atendiendo a una acepción del término, “más histórica y material” que las que manejan, desde los predios académicos, antropólogos, historiadores o filólogos, amén del “pensamiento que se basa en la distinción ontológica y epistemológica que establece entre Oriente y –la mayor parte de las veces– Occidente”.
Partiendo de las expediciones napoleónicas a Egipto a finales del siglo XVIII –y sus correspondientes y hagiográficos grabados–, se procura un trayecto unidireccional hacia la sedimentación de la mirada etnocéntrica y paternalista, que la aristocracia y la burguesía europeas hubieron implementado (y demandado), sobre el exótico costumbrismo, de razones estéticas románticas en su origen, que puebla el imaginario armonizante de geografías asiáticas y norteafricanas, en las que “la presencia de artistas occidentales (…) contribuyó a establecer y difundir unos itinerarios que, con los años, llegarían a ser destinos turísticos. Dichos lugares, situados a la orilla del mar Mediterráneo, fueron, básicamente, Grecia, Estambul, Tierra Santa, Egipto, Argelia, Marruecos y el sur de España”, tal y como refiere Jordi A. Carbonell Pallarés, profesor titular del Departamento de Historia e Historia del Arte de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona, en su meticulosa monografía sobre el pintor catalán Josep Tapiró i Baró –artista singular y fundamental en el seno del orientalismo español en Marruecos, incluido en la exposición a través de dos piezas representativas de su etnográfico estilo–.
De este modo, ‘Orientalismos’ auxilia a perfilar la cimentación estereotipada, inducida por la reiteración y el folclorismo, que habita, verbigracia, en los dibujos, óleos y grabados de artistas españoles como Mariano Fortuny y Marsal y Bastida o Emilio Sala y Francés, entre otros, polarizados, en algunos casos, en torno de las motivaciones y referencias al sometimiento colonial de Marruecos tras la Guerra de África (1859–1869), amén de “fantasías, harenes habitados por odaliscas a disposición del que mira, árabes muertos o consumidores de hachís”, según se matiza en el texto curatorial de la exposición.
Igualmente, el frenesí orientalista, grácil y atmosférico de los influjos parisinos y las usanzas escénicas de los Ballets Russes; elementos que inciensan, a modo de perfumado preámbulo, el incipiente siglo XX, conducido a través de la obra de Alexander Benois o el patronaje de alfayates como Paul Poiret y el ecléctico modernismo de Mariano Fortuny y Madrazo; las inquietantes gelatinas de plata de la fotografía soviética a su paso por sus repúblicas musulmanas; la nostálgica naturaleza esencialista de los viajes tangerinos de Henri Matisse o Francisco Iturrino; la fascinante afectación simbólica de Tórtola Valencia, la prosodia farsi de Scheherezade y ‘Las mil y una noches’ o el sexualizado repertorio bíblico y cinematográfico de Salomé. Ubérrimo equilibrio entre la alta ilustración y la cultura popular, henchida de encíclicas publicitarias, representaciones gráficas, estampas, cartelismo y celuloide.
Y el retorno último a la tan espuria como umbilical relación entre España y Marruecos, con los ensueños pintoresquistas, epígonos del casticismo patrio, que dibujan una extensión recusada por el relato europeo, en la que habitan complejos factores asociados a los rizomas islámicos compartidos (que constituyen un motivo expositivo en sí mismo), destacando la pinturas del protectorado de Mariano Bertuchi, las hiperbolizantes exigencias raciales de la Exposición Universal de París de 1900 o las voluntades homoeróticas de las criaturas de Gabriel Morcillo y José Cruz Herrera.
A la postre, una exhibción de los pecados, flaquezas y perversiones de las motivaciones ideológicas que han fijado un grotesco y extravagante gaudeamus diegético, erigiendo lo ignoto y quimérico en asible relato histórico henchido de exónimos peyorativos.
Y un servidor reporta epílogo recuperando unas declaraciones del túrbido, dipsómano y mirífico escritor magrebí Mohamed Chukri, en el seno de una higienizante entrevista con el escritor y fotógrafo Jordi Esteva, que estabiliza las semejantes responsabilidades que palpitan en la literatura orientalista y sus ramificaciones contemporáneas: “Lo que reprocho a casi todos esos extranjeros que vivieron tanto tiempo en Tánger es que nunca escribieron nada objetivo. Siempre trataron a los marroquíes de manera secundaria. No analizan la personalidad marroquí. Hablan de botones, simples camareros o de cuerpos que les proporcionan minutos de placer. Los marroquíes aparecen tan sólo para decorar. Esos escritores jamás se interesaron por la sociedad marroquí. La mayoría venían para descansar o para gozar de sus placeres”.
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