Un breve encuentro con Berlanga | José Luis Cueto Lominchar
MAKMA ISSUE #04 | Centenario Berlanga
MAKMA, Revista de Artes Visuales y Cultura Contemporánea, 2021
“Ningún desnudo, ni siquiera el mas abstracto, debe dejar de despertar en el espectador algún vestigio de sentimiento erótico, aunque sea la sombra más somera; y si no lo hace, es que estamos ante un arte malo y una moral falsa” (Kenneth Clark | ‘El desnudo’).
Debió de ser en 1998. José María Ponce, director del Festival Internacional de Cine Erótico de Barcelona, me invitó a participar en una de las exposiciones de fotografía que se montaban en torno al festival y a la feria de stands, donde se promocionaban las últimas producciones del sector, con sus estrellas en pleno lucimiento y las empresas de juguetería erótica exhibiendo sus inventos mecánicos y todo tipo de complementos, vestimentas y cremas.
Todo un universo visual de alicientes lúdicos y desenfadados que seguían asombrando al público al tiempo que ofrecían una visión provocadora y prohibida, un horizonte de fantasías en sintonía con el glamour de las starlets en carne mortal y las lencerías y trasparencias, con más aspecto de disfraz e indumentaria teatral que de ropa utilitaria (si es que se puede decir que tal cosa es posible en los sofisticados modelos y miniaturas, que más que cubrir simplemente enfatizan y subrayan, en grado sumo, lo que ocultan).
Nunca agradeceré bastante a José María Ponce su invitación a participar en estas muestras, que en aquellos años reunían a artistas de primer nivel como Alberto García-Alix, Isabel Muñoz o Cristina García Rodero, que cubrió uno de los festivales, dando lugar a un proyecto de fotografías formidables de situaciones y contextos que se daban en las actuaciones en directo y las reacciones del público frente a la dosis explícita de contenido erótico que contenía el recinto del festival, en las naves de La Farga en L´Hospitalet de Llobregat.
Fue una buena amiga, Xaro Castellà, comisaria de algunas de estas exposiciones y activa reportera, editora y artista, quien me presentó a José María Ponce, al que conocía como editor de las primeras revistas sobre fetichismo y pionero del cine porno español –o “cine de placer”, como le gustaba reivindicar a Berlanga–. No fue hasta 1983 que se legalizó la pornografía en España y, en 1985, Ponce y María Bianco editan, casi como un fanzine artesanal, los primeros ejemplares de la revista Sado-Maso.
En aquel contexto significaba un cierto activismo moral y toda una osadía en un país que hizo su transición con ingredientes culturales tan particulares como el llamado “destape” de las películas de la época y un público ávido de apertura que recorría kilómetros y cruzaba los Pirineos para ver películas aquí prohibidas como ‘El último tango en París’.
Berlanga solía asistir al festival y creo que en alguna edición fue presidente honorífico; su presencia era un aval que naturalizaba y, de alguna manera, dignificaba estas afinidades perturbadoras que siempre manifestó: “Yo desde joven he manifestado siempre claramente mis perturbaciones en este terreno. Más que de perversiones sexuales me gusta hablar de diversiones eróticas en el doble sentido: de divertido y de diverso”. Es seguro que más de un aficionado debió de pensar, al verlo entre el púbico del festival, que sus fantasías no eran algo pecaminoso o sucio, sino que podrían ser parte de una pulsión que cultivar sin ocultación, sin traumas ni culpabilidad.
Quizá, sin ir mas lejos, podría ser yo uno de esos apesadumbrados voyeurs para los que Berlanga suponía un referente cultural y moral, un artista inconmensurable y una mirada imprescindible para entender la vida, no solo la que supo retratar de la España de posguerra. Más allá de eso, sus películas y sus personajes son tan universales como las tragedias griegas.
Tolstói decía que “si pintas tu aldea, pintarás el mundo”, y los grandes artistas hablan de pulsiones y emociones intemporales que acompañan a la humanidad desde sus primeros reflejos de consciencia. Todos somos capaces de identificarlas en nuestra experiencia y también interpretarlas en los demás, pero solo algunos son capaces de describirlas y hacerlas visibles, y, sin duda, Berlanga está entre esa inmensa minoría de seres lúcidos, elocuentes y de vidas fructíferas.
Yo tuve la suerte de hablar con él. Solo fueron unos minutos –no sabría decir, quizá un cuarto de hora–, pero no lo olvidaré nunca ni agradeceré lo suficiente a los astros aquella oportunidad. Mi timidez hubiera hecho imposible que me acercara a saludarlo, pero creo que fue Xaro, que sí tenía cierta familiaridad con él de otras ediciones del festival, quien me lo presentó. Vino a decirme que Berlanga estaba interesado en alguna de mis fotografías que estaban expuestas.
En esa época yo estaba interesado en imágenes con componentes fetichistas, no era tan ingenuo como para pensar en nada transgresor ni tampoco tenía una intención especialmente provocadora. A poco que uno sepa del volumen de imágenes de esos contendidos de la historia de las artes antes de los noventa, debía buscar otros objetivos y otros contenidos, so pena de hacer el ridículo o engañarse a sí mismo, aunque la posmodernidad permitía (quizá lo sigue haciendo) abundar en homenajes, citas y apropiaciones con retóricas del revival que a mi me gustaba aliñar con un sentido lúdico, sensorial y un poco litúrgico.
Dicho esto –como un breve resumen de aquellas fotografías–, lo importante de este relato es que parece que Berlanga pensó que alguna de ellas podría formar parte del atrezo de la película que tenía entre manos, ‘París Tombuctú’, la que sería su última película comercial.
Xaro me llevó hasta él, yo tenía los nervios a flor de piel y una ansiedad típica de quien tiene el temor y también la misión principal de no parecer un estúpido integral en la primera frase, asunto este infalible cada vez que uno tiene la suerte de poder hablar con personas a las que admira en grado superlativo y que son referentes. Como dice Rafael Maluenda, “para un español conocer a Berlanga es como conocer a Goya, Quevedo, Valle-Inclán o Gómez de la Serna. Es decir, alguien muy nuestro, pero netamente universal”, y coincido con él, así que ya me dirán ustedes si están justificados los nervios frente a la posibilidad de conversar con alguien de esa estatura.
En cuanto me saludó con un buen apretón de manos, todo fue muy sencillo y se expresaba con absoluta proximidad y sencillez. Podría decir aquí que eso ocurre siempre con los grandes artistas, pero doy fe de que no es así. Seguramente es uno de los tópicos más extendidos y más equívocos el que se refiere a la bonhomía de los sobresalientes. No es así, los hay de todos los colores y todos los tonos, como en el resto de profesiones y disciplinas; el tamaño de los egos es insondable, impredecible y de límites todavía no conocidos por la física más avanzada.
Berlanga dedicó un momento a hablar de mis fotografías, destacando los aspectos fetichistas, y me preguntó si sería posible que pudieran estar en una escena de la película en la que estaba trabajando. Creo recordar que se trataba de unas crucificadas que llevaban zapatos, muy asociados al erotismo canónico de tacones y plataformas no aptas para cualquier empeine.
Luego supe, al ver la película, que la escena tenía lugar en la habitación de Gabino Puchades, “diseñador de profesión, pero erotómano de vocación”, como dice Javier Gurruchaga, que interpreta al personaje al presentarse a Michel Piccoli, protagonista de la película. Toda la estancia estaba repleta de diseños imposibles, bocetos y cuadros de zapatos que tenía como encargos, según su relato, de clientes como Christian Dior, Elton John o Manolo Blahnik –quien descartó uno de sus prototipos en el que homenajeaba a su padre colocando un torero en la punta del zapato y que tituló “tacones astifinos”–. Siempre en Berlanga el humor y la mezcla de ingredientes como representación grotesca de los tópicos castizos y nacionales.
En este punto debo revelar que, para mi tristeza, mi fotografía no está en la escena; obviamente recuerdo que le dije que contara con ella y que, si era preciso, yo mismo la llevaría al lugar que me indicaran. Nada me hubiera hecho más feliz que en su película se pudiera ver (siquiera una fracción de segundo) una foto mía, pero a pesar de que guardó mi teléfono y que me dijo que alguien de producción se pondría en contacto conmigo, no recibí esa llamada –o al menos no fui consciente de ella–. De ser así, me habría faltado tiempo para hacer lo imposible y hacérsela llegar allá dónde estuviera rodando.
Recuerdo que le pregunté (cómo no, y cuántas veces se lo preguntarían) por la colección de vello púbico del marqués de Leguineche –inspirada en la leyenda de Lord Byron– y de su afición a los zapatos de tacón como objetos ambivalentes, ya que su cavidad recoge el pie al entrar en su interior, pero su forma puede penetrar. De la indumentaria femenina y sus complementos clásicos y demodés, como los ligueros o las medias de costura, esa línea que dibuja y divide el muslo y los gemelos en una simetría inestable y zigzagueante. Las medias son como una veladura, un barniz elástico que cubre y muestra a la vez, y están en contacto íntimo con la piel.
Recuerdo claramente cómo me contaba que envidiaba la sensación que debería tener una mujer al ponérselas y deslizarlas por su pierna hasta que se ajustarán a sus formas, como un molde perfecto y trasparente. Y en este punto tenía que aparecer Pierre Molinier; yo sabía de su interés por el personaje y su fascinación por su obra y de la novela de Muñoz Puelles, de título elocuente, ‘La curvatura del empeine’, premio de la colección ‘La sonrisa vertical’, que dirigió durante quince años Berlanga y que alude a la correspondencia que mantuvo el cineasta con Molinier hasta el final de sus días.
De inmediato y sin medias tintas, lo calificó como uno de los artistas más importantes del siglo XX. Así también lo pensaron los surrealistas con Breton a la cabeza y se adelantó algunas décadas a muchas cosas, no solo en cuanto a las prácticas artísticas, sino también a los estereotipos de género y a la diversidad de identidades sexuales no normativas.
Pintor, fotógrafo, poeta y cineasta, creó un universo erótico muy personal e inclasificable, libre de prejuicios y lejos de la hipocresía moral de la época. Se definía como “lesbiano” y se dedicó obsesivamente a sus fantasías y a recrear sus propios fetiches, también a experimentar la identidad femenina desde dentro a partir de travestirse y filmarse en películas cortas, a modo de fragmentos como fotografías ensanchadas de tiempo y en coreografías mínimas, caminado con medias y tacones, que rodaba él mismo en un ciclo onanista y ensimismado.
En esa intimidad, y lejos de los focos, influyó en el body art y en las performances que solo ejecutaba para sí mismo y un reducido círculo de amistades. Llevó tan lejos este comportamiento que escenificó su propia muerte –que José Miguel Cortés describió como “un trabajo de precisión e inocencia, ejecutada con la intensidad y la seriedad de un juego de niños. (…) Construyó su muerte y la camufló como si fuera una obra de arte”.
Berlanga homenajea a Molinier en la escena del diseñador Gabino Puchades, cuando está mostrando sus diseños a Michel Piccoli: al coger una de sus figuras provoca una rápida explicación de Gabino y le cuenta que el barniz que lo recubre está hecho con su propio esperma, cosa que también hacía Molinier cuando pintaba y mezclaba el óleo con su propio semen, en un extraño gesto autorreferencial y obsesionado con diluirse él mismo con sus criaturas, sus fetiches y sus fabulaciones.
Me contó que su suicidio le afectó mucho y que recibió una de sus cartas pocas fechas antes de su muerte. Esta correspondencia y otros muchos documentos, objetos, cuadros y libros forman parte del santuario de Berlanga, un espacio al que solo él podía acceder a través de una escalera de caracol desde su vestidor, que recuerda al torreón de Ramón Gómez de la Serna y que servía de archivo y colección de sus fetiches más íntimos y de su memoria vital.
Es muy lógico el interés de Berlanga por Molinier; sus obsesiones y, sobre todo, su planificación escénica tienen que ver con una pulsión depurada y mental que va más allá de los instintos primarios. La mayor parte de lo que llamamos pornografía atiende a esos principios y está muy determinada por la mirada masculina como destinataria, pero no era (no es) lo significativo para quienes, como Berlanga, tienen atención por los universos periféricos y retóricos de los cuerpos y del deseo, de lo “divertido y lo diverso”.
Así lo explica él en una entrevista con Tomàs Delclós publicada en El País, en 2003: “Me aburre a morir lo que yo llamo el cine de émbolo, puramente de coitos. En cambio, siempre que sea con mutuo consentimiento y placer de quienes participan, me gustan las películas fetichistas, sadomasoquistas. (…) Creo que el más perfecto de todos los encuentros de pareja es el sadomasoquista porque necesita guión, escenografía, vestuario, puesta en escena, confianza entre las partes…, se construye una ceremonia. Lo más penoso es lo reglamentado por la sociedad o la Iglesia. No es extraño que al coito más rutinario se le llame la posición del misionero. Es lo más triste del coito matrimonial. Hay que especular y magnificar los actos amorosos”.
“Especular y magnificar los actos amorosos”; a tal efecto, el fetiche, el objeto, la vestimenta, el perfume, la escenografía, los gestos, las palabras y las actitudes son la parte fundamental de la ceremonia. Decía Mattony –a propósito de Ponge, el poeta de las cosas– que “el menor objeto puede exigir la existencia de un lenguaje”.
Son esas constelaciones de lenguajes las que interesaban a Berlanga y todas las fantasías que se pueden propiciar en la experiencia de la contemplación y en la fricción de los cuerpos, en sus miradas y en el teatro de la seducción. Por eso añoraba tiempos en los que la ocultación y la insinuación eran más sutiles, menos explícitas, y me contó que echaba de menos esa estética y también los ingredientes clásicos, casi en extinción, de ligueros y corsés.
Su mirada pertenecía a una época en la que los límites de lo visible y de lo permitido estaban en un nivel de legislación muy estricta, pero obligaba a la imaginación a sublimar cada indicio y cada detalle como parte de un relato que reconstruir en la intimidad, como en una moviola mental que editaba los recuerdos con insertos irreales y rellenos de suposiciones de fragmentos inventados y nunca vistos.
Además de añorar aquellas modas, le preocupaba mucho su desaparición y me contó una teoría muy interesante según la cual los transformistas y travestis estaban haciendo una labor de mantenimiento de esas prendas, sosteniendo la memoria de este “patrimonio estético” frente a las modas menos elaboradas, que competían por ser cada vez más minúsculas y dejando poco lugar a imaginar lo poco que se oculta.
Y en este punto estableció una analogía muy curiosa, solo al alcance de alguien de pensamiento libre, anárquico y distanciado de dogmas, con los religiosos, frailes y monjas que escondían las imágenes para protegerlas de los expolios y quemas de conventos durante la Guerra Civil. Según él, se parecerían en cuanto a la misión de preservar un patrimonio amenazado para la memoria, y sería gracias a ellos que no se perderían para siempre y podrían formar parte de la historia y ser contemplados en un futuro.
Al fin y al cabo, en el origen de la palabra fetiche hay alguna resonancia a la magia y a la reverencia irracional de un objeto como talismán que involucra elementos simbólicos e icónicos, y podríamos encontrar sintonías con los exvotos o las miles de reliquias y escapularios que contienen restos de telas o ingredientes santificados y dotados de poder curativo y protector, como también lo son las estampas de santas y santos que, con la mejor intención, las madres ponían en tu cartera o en los cajones de las cómodas como defensa de los malos augurios y amenazas del mal.
Hasta aquí mi relato de aquellos pocos minutos con Berlanga. No pudo ser que mi fotografía estuviera en su película, pero sí tengo guardado en mi memoria cada momento de aquella conversación (eso estará siempre conmigo). Sus películas también seguirán aquí y todos sus mundos, el erotismo está presente en su mirada, pero no es lo único; forma parte de su cine como el “Imperio austrohúngaro” y tantos personajes propios de una época y otros muchos arquetipos intemporales que sabrán ver y reconocerán futuros espectadores, sea como sea el mundo que viene.
Y malo será que no sea así y lleguen tiempos en los que los artistas no puedan expresarse con y la libertad y el humor con el que Berlanga retrató la sátira de la comedia humana en toda su ruina y su esplendor.
José Luis Cueto Lominchar
Pintor y fotógrafo. Universitat Politècnica de València (UPV)
Este artículo fue publicado en MAKMA ISSUE #04 | Centenario Berlanga, en junio de 2021.