Gracias a la ubicua cartelería que contamina nuestras ciudades cualquiera con ojos en la cara puede comprobar que Gru 2 es uno de los estrenos estrella de la cartelera del verano. Una inocente película de animación que tiene mucho de atracción de feria en su dispositivo tridimensional y que ofrece no pocas dosis de golpetazos, zancadillas y bromas para todos los públicos. Sin embargo, bajo la fina y colorida capa de diversión industrial que la cinta ofrece aparecen escondidos entre las tinieblas de las gafas tridimensionales los síntomas y las tensiones sociales de una sociedad como la norteamericana que conforman una inquietante radiografía.
Para conseguir reflejar las pesadillas norteamericanas sin logar despertar a los niños que duermen tranquilamente el sueño de una película de verano, la cinta mezcla elementos progresistas como las relaciones familiares que presenta y que están ejemplificadas en la figura de Gru. No sólo un ex villano metido a salvador de la humanidad sino también un padre soltero (¿viudo?) al cargo de sus tres hijas, una de ellas lo suficientemente gay-friendly como para bromear sobre su posible lesbianismo algo, todo sea dicho de paso, completamente inusual para una cinta de animación dedicada al público familiar. Sin embargo este progresismo en el terreno de lo afectivo deja un amplio espacio para cargar de manera cómica y un tanto (un mucho) preocupante sobre otros dos grupos sociales marginados: los inmigrantes y la clase obrera que protagonizan los principales gags humorísticos. Pero vayamos por parte y expliquemos la perversa trama que se teje alrededor de esta hora y media escasa de diversión.
En esta secuela Gru decide desmontar las acciones de un villano que se ha hecho con una poderosa y peligrosa pócima y que, tomando la parte por el todo, se ha refugiado en un centro comercial escondiéndose bajo la apariencia de un étnico empresario del mismo. De este modo no sólo tenemos la imagen de EEUU como un centro comercial y como prolongación de la propia experiencia cinematográfica de Gru 2 que probablemente se desarrolle en uno de estos lugares, sino que también tenemos al enemigo interno: por un lado, el mexicano que regenta un restaurante y por otro, el chino, que en un alarde de originalidad no regenta un establecimiento de comidas sino una tienda de peluquines. Descartado al afeminado chino, y en este punto lamento chafaros el argumento, el malvado resulta ser el mexicano que bajo su tienda de tamales, gorditas y tacos esconde un verdadero y aparatoso emporio del mal. Los chistes sobre este personaje pasan de lo folclórico a lo levemente racista en su repertorio de gracietas dedicadas a la cultura «latina» que incluyen máscaras de luchadores, bailes sabrosones y una alta capacidad amatoria o «hipertrofia sexual de las clases socialmente inferiores» que diría Román Gubern. Si todo esto no fuera lo suficientemente estereotipado como para ofender a una de las principales naciones migratorias a EE.UU. el antagonista luce un aparatoso tatuaje de la bandera mexicana en su peludo pecho. Y esas mismas bromas pesadas pasan de lo levemente racista a lo profundamente preocupante cuando la única razón que esgrime el héroe para sospechar y atacar a este empresario mexicano residen en que el hijo de éste corteja a la hija del gótico pero anglosajón Gru. Así y tras la primera parte de la película la conclusión a la que llegamos es que parece que las nuevas estructuras familiares son menos amenazantes para la industria mainstream que el mestizismo propio a una sociedad como la norteamericana que está dejando atrás a pasos agigantados su mayoría blanca y sajona.
Pasemos ahora a la clase obrera que en la película está representada por los «minions» unos seres diminutos e infantiles y que forman parte de una larga tradición iniciada por la Disney de objetos o seres humanizados que son aptos para el trabajo pero que aparecen representados sin la dignidad del protagonista o su círculo íntimo. Pensemos, por ejemplo, en toda la colección de soperas y teteras cantantes de «La Bella y la Bestia» o en las laboriosas herramientas de Manny Manitas que siempre ayudaron a su dueño sin necesidad de un convenio laboral, porque, vamos a ver, esos seres amarillos diminutos que ayudan a Gru ¿bajo qué régimen cotizan? En este caso en particular y sin lograr averiguar si pertenecen al sector industrial o servicios los «minions» de Gru tienen un parecido significativo con los Curris de Fraggel Rock (Inges en la versión latinoamericana) que sin ser objetos humanizados no pertenecen al género humano sino a una raza de asalariados sin otros rasgos culturales distintivos que el vivir en una analidad permanente. Sin embargo, estos seres viven su propia aventura cuando son secuestrados por un ingenio mecánico del malvado mexicano que construido en forma de aspiradora gigante los absorbe hacia el cielo en una escena que recuerda a la controvertida ascensión a los cielos de los pobres de “Milagro en Milán” de Vittorio de Sica. De igual modo estos obreros, los minions, los ascienden a su cielo particular ya que el “calabozo” que les ha preparado el mexicano son unas vacaciones pagadas en una remota isla paradisiaca. Claro, que todo tiene su trampa: en ese espacio maravilloso el mexicano les inyecta el malvado suero que ha creado y que según especulaciones de esta humilde crítica debe de consistir en una especie de esencia de latinidad que tiene fatales consecuencias ya que los trabajadores se vuelven violetas y se rebelan contra el orden establecido. De esta guisa y completando la lista de guiños reaccionarios nos acercamos al final de la cinta a través de la transformación de los minois en monstruos de apetitos voraces. Una transformación en la que queda patente la influencia nociva que los inmigrantes (mexicanos) pudieran tener sobre la clase obrera (norteamericana) consiguiendo que en esta vuelta por la montaña rusa del cine tridimensional se pase del color violeta de la piel monstruosa al negro de la pesadilla neoliberal.
Nacho Moreno
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