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De ‘Las muchas vidas de Édouard Louis’ a ‘The Andersson Brothers’
14º Atlàntida Film Fest (Filmin)
Cultos y bronceados (VII)
Verano de 2024
A orillas de La Mancha veranean, con su liturgia proletaria a cuestas, los retornados que una vez huyeron, por necesidad, hacia una contingencia urbanita que transmutó la horizontalidad –ventosa y yerma– en la memoria vertical tatuada, hoy, en los antebrazos de sus descendientes.
Una generación de hambre aspiracional que ha logrado alimentar la estirpe y diseminar la prole que dará cuenta popular del almuerzo sacralizado de todos los agostos, manoseándose los huevos (fritos) y el embutido sanguinolento que saben, pronto, a brandi con cafeína y hieden a madera quemada, golpe de calor y gazpachá.
Una partida, la de aquellos, que el joven escritor Édouard Louis alimentó sin regreso posible a la región de Picardía de la que es oriundo (en el inclemente norte de Francia), acaso como un éxodo de sus heridas infantes, en desnortada búsqueda de una identidad personal que convulsionó, a través su primera obra literaria, ‘Para acabar con Eddy Bellegueule’ (2014), los frágiles cimientos de sus coetáneos.
“De mi infancia no me queda ningún recuerdo feliz. No quiero decir que no haya tenido nunca, en esos años, ningún sentimiento feliz o alegre. Lo que pasa es que el sufrimiento es totalitario: hace desaparecer todo cuanto no entre en su sistema”, principia Édouard para encaminar la primera aflicción con la que aventurar su acibarado autorretrato.
Y así lo compulsa, sin aditamentos, en ‘Las muchas vidas de Édouard Louis‘ (2022), una entrevista/documental de François Caillat en la que el autor recorre, de nuevo, los pasos de su emancipación adolescente en un internado de Amiens, rememorando las penurias de un pasado abrasador en el que la brutalidad conformaba el ecosistema natural de una clase social oprimida cuyos motivos aún no había descubierto, hasta entonces, el autor de ‘Una historia de la violencia’ (2016).
“Lo había visto degollar cerdos en el jardín y beberse la sangre aún caliente, que recogía para hacer morcillas (sangre en los labios, en la barbilla, en la camiseta). Esto es lo bueno, la sangre cuando acaba de salir del bicho mientras revienta. Los chillidos del cerdo agonizante cuando mi padre le cortaba la caña del pulmón se oían en todo el pueblo”, rubrica un Louis despojado, ya, de las inflexiones y maneras de aquel Bellegueule del que intenta liberarse.
Y si bien Édouard Louis nos habla de los modales agrestes y las maneras infames de sus ancestros, o de las virtudes estéticas con las que la burguesía de provincias logró sofisticar la impudicia de lo fisiológico, a carta cabal que al afectado Eddy Bellegueule le faltó orientar la inquietud hacia ese recreo de sobremesa en el que naturaleza y muerte son celebradas, al unísono, por este valle manchego y canicular, mientras la fetidez caliente de sus vísceras baja por las ramblas subterráneas de la fiesta, sorteando, con hedonismo popular, la simple ferocidad de la supervivencia.
Una celebración, la de volver, con la que restaurar la fortaleza incólume del nexo que otrora cimentaron madre y padre al ardor incandescente de todos los estíos. Un lugar, trizado para algunos, que duele por ausente.
“En los años 60, mis abuelos construyeron una cabaña de verano en el norte de Bahusia, la zona de donde venía mi abuela. Mientras ella estaba viva, los hermanos y sus familias iban allí en verano. Ella era la única que se aseguraba de que todos viniesen y se lo pasaran bien. Pocas veces vi a mi padre tan relajado y feliz como durante esas semanas de verano todos juntos en el campo”, recuerda Johanna Bernhardson –sobrina del cineasta sueco Roy Andersson– en su documental ‘The Andersson Brothers‘, con el que la directora procura edificar un retrato familiar que auxilie a comprender y restaurar las viejas fisuras fraternales que les han mantenido distanciados durante una década.
–Cuando los hermanos o un grupo de personas pasan un tiempo juntos, necesitas un sitio de reunión, un sitio para estar juntos. Cuando ella murió, aquel lugar de reunión desapareció –sentencia el padre de Johanna.
–Pero no era el lugar lo que faltaba, era ella –determina la cineasta.
–Era la única que juntaba a todos.
“Yo tenía la esperanza de que los hermanos viniesen aquí, como en los viejos tiempos. Pero a ninguno pareció interesarle”, extinguida, entonces, la llama familiar de sus progenitores, infantes jornaleros de la Suecia rural emigrados a Gotemburgo.
Tal vez por ello, desde los Altos del pueblo, bajo la sombra diagonal del castillo, se escuche mejor la memoria sorda de los que han dejado de pertenecer y no han regresado a esta cacofonía ebria del asueto. O, quizás, solo sea una consecuencia silente y apaisada de las sofocantes y dilatadas tardes de todos los veranos a orillas de La Mancha.
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